– Si la gente se desboca, será peor. Más uniformes españoles mantendrían la disciplina.
Al fin, acosado, inseguro de poder seguir manteniendo a sus hombres bajo control, el coronel se agarra a esa salida como mal menor. A regañadientes, accede a enviar una fuerza a Monteleón. Para ello elige a uno de sus capitanes más serenos: Rafael Goicoechea, al mando de la 3ª compañía del 2º batallón, que tiene bajo sus órdenes a treinta y tres fusileros, a los tenientes José Ontoria y Jacinto Ruiz Mendoza, al subteniente Tomás Bruguera y a los cadetes Andrés Pacheco, Juan Manuel Vázquez y Juan Rojo. La instrucción verbal que recibe Goicoechea es no emprender actos de hostilidad contra ninguna fuerza francesa. Tras lo cual, provistos de munición, fusiles al hombro, con su jefe y oficiales al frente, los Voluntarios del Estado abandonan el cuartel y bajan por San Bernardo hacia la fuente de Matalobos, la calle de San José y el parque de artillería. Los acompañan Velarde, Rovira y una veintena de paisanos alborozados. Los vecinos aplauden y vitorean, palmean la espalda a los soldados, y algunos se les unen. Precediendo a la tropa, aturdido por su precario estado de salud, inflamado de fiebre y respirando con dificultad, el teniente Jacinto Ruiz se esfuerza por mantenerse erguido. Al pasar por la esquina de la calle de San Dimas, Ruiz observa cómo el padre del cadete Andrés Pacheco, el exento de Guardias de Corps José Pacheco, que desde el balcón de su casa ha visto a su hijo pasar con los otros camino de Monteleón, baja a toda prisa ciñéndose un sable, y sin decir palabra se une a la tropa.
– ¡Ahí están!… ¡Vienen delante los moros!
Cuando la vanguardia de jinetes desemboca de San Jerónimo en la puerta del Sol, entre el hospital e iglesia del Buen Suceso y el convento de la Victoria, el primer movimiento de la multitud desarmada es dispersarse por las calles próximas, esquivando los caballos lanzados al galope y los alfanjes de los mamelucos, que hacen molinetes sobre sus cabezas tocadas con turbantes y descargan tajos contra la gente que corre indefensa. Empujado entre la desbandada general, el presbítero de Fuencarral don Ignacio Pérez Hernández intenta refugiarse en un portal. Allí ayuda a un anciano que ha caído al suelo y se expone a ser pisoteado, cuando por todas partes surgen voces de cólera, incitando a no retroceder y plantar cara.
– ¡A ellos, rediós!… ¡A por esos moros gabachos! ¡Que no pasen! ¡Que no pasen!
A su alrededor, espantado, el presbítero escucha el clac, clac, clac, de innumerables navajas que se abren. Cachicuernas albaceteñas de siete muelles, con hojas de entre uno y dos palmos de longitud, que los hombres sacan de las fajas, de los bolsillos, de bajo los capotes y las chaquetas, y con ellas en las manos se lanzan ciegos, gritando encolerizados, al encuentro de los jinetes que avanzan.
– ¡Viva España y viva el rey!… ¡A ellos!… ¡A ellos!
El choque es brutal, de un salvajismo nunca visto. Tan ebrios de ira que algunos ni se preocupan por su seguridad personal, los madrileños se meten entre las patas de los caballos, se agarran a las bridas y se cuelgan de las sillas, apuñalando a los mamelucos en las piernas, en el vientre, destripando a los caballos que caen patas al aire coceando sus propias entrañas.
– ¡A ellos!… ¡Que no quede moro vivo!
Continúan llegando mamelucos a brida suelta. Tropiezan los caballos con los cuerpos caídos y siguen adelante a saltos y trompicones, dando corvetas con hombres agarrados a ellos en racimos testarudos y feroces que intentan derribar a los jinetes sin precaverse de los sablazos, mientras de todos los rincones de la plaza acuden corriendo paisanos enloquecidos con navajas en las manos, con escopetas de caza y trabucos que descargan a bocajarro en la cara de los caballos y en el pecho de sus jinetes. No hay mameluco que caiga o ruede por tierra sin ocho o diez puñaladas, y a medida que acuden más jinetes, y los uniformes verdes y cascos relucientes de los dragones franceses se mezclan con la ropa multicolor de los mercenarios egipcios, la matanza se extiende al centro de la plaza, con la gente disparando carabinas y escopetas desde los balcones, tirando tejas, botellas, ladrillos y hasta muebles. Algunas mujeres arremeten desde los portales con tijeras de coser o cuchillos de cocina, muchos vecinos arrojan armas a quienes pelean abajo, y los más osados, desorbitados los ojos por el ansia de matar, aullando de furia, saltan a la grupa de los caballos y, agarrados a sus jinetes, los acuchillan y degüellan, matan, mueren, se desploman abiertos a sablazos, caen de rodillas bajo los caballos o se revuelcan por el suelo con los enemigos agonizantes, envueltos en sangre de todos, clavando navajas entre los gritos de unos y otros, los relinchos de las bestias desventradas, las coces de sus patas en el aire. Perecen así, deshechos a puñaladas, veintinueve de los ochenta y seis mamelucos que integran el escuadrón; entre ellos el legendario Mustafá, héroe de Austerlitz, a quien sujetan los asturianos Francisco Fernández, criado del conde de la Puebla, y Juan González, criado del marqués de Villaseca, mientras el albañil Antonio Meléndez Álvarez, leonés de treinta años, le rebana el cuello con su cachicuerna. Y al coronel Daumesnil, jefe de la vanguardia francesa, le matan dos caballos a navajazos, librándose de ser acuchillado porque en ambas ocasiones lo socorren sus mamelucos y dragones.
– ¡Vienen más, aguantad!… ¡Viva el rey Fernando!… ¡Viva España!
Ensangrentadas hasta las cachas, las navajas no descansan. Muchos jinetes, espantados por el muro humano que se les opone, vuelven grupas y se alejan rodeando el Buen Suceso hacia la calle de Alcalá, donde otra gente los acomete; pero la carrera de San Jerónimo sigue vomitando oleadas de caballería imperial, y los paisanos combatientes sufren terribles bajas. Junto a la fuente de la Mariblanca, el albañil Meléndez Álvarez recibe un sablazo que le abre la cabeza. Un mancebo de tienda de la calle Montera llamado Buenaventura López del Carpio, que acude a batirse junto a su compañero Pedro Rosal, encaja un tiro en la cara; y a su lado, pisoteados por los caballos a cuyas riendas se aferran, caen el menorquín Luis Monge, el mozo de cuerda Ramón Huerto, el napolitano Blas Falcone, el jornalero Basilio Adrao Sanz y la vecina de la calle Jacometrezo María Teresa de Guevara. Mucha gente empieza a chaquetear y corre en busca de amparo, y al poco rato no quedan en la puerta del Sol más de tres centenares de hombres y algunas mujeres que pelean como pueden, refugiándose en las esquinas y zaguanes para tomar respiro o esquivar las cargas de los grupos más compactos de caballería, volviendo a saltar sobre los jinetes sueltos que van y vienen para despejar la plaza. Los hermanos Rejón y su compañero el cazador colmenarense Mateo González, que luchan a brazo partido, se ven obligados a recular hasta el atrio enrejado del Buen Suceso cuando una nueva oleada de dragones a caballo dispersa su grupo a tiros y golpes de sable, matando a la manola Ezequiela Carrasco, al herrador Antonio Iglesias López y al zapatero de diecinueve años Pedro Sánchez Celemín. Entre los que, navaja en mano, se resguardan en el Buen Suceso, Mateo González reconoce con estupor al actor Isidoro Máiquez, que ha salido a batirse con el pueblo.
– Rediós. No me diga que usted es Máiquez…
El famoso representante, que tiene cuarenta años, viste a lo castizo: chaquetilla corta de majo, calzón de ante, polainas de paño y pañuelo recogiéndole el pelo. Al oír su nombre sonríe con aire fatigado, mientras se enjuga la sangre de la cara -sangre ajena, parece- con el dorso de una mano.
– Sí, amigo -responde, afable-. En persona y a su servicio.
A Mateo González, que no le han temblado las piernas frente a los mamelucos, se le corta el aliento. Lástima, se lamenta, que no quede vino en la bota de los hermanos Rejón, para celebrar el encuentro.
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