– Calen bayonetas.
«Por lo menos -decide en sus adentros- que la cosa no nos pille con las manos en los bolsillos».
– Preparados para salir. A mi orden y sin detenerse. Vean lo que vean, pase lo que pase, no atiendan más que a mí… ¿Listos?
El sargento del piquete, con su cara curtida de veterano y sus cicatrices de Trafalgar, lo mira como preguntándole si sabe lo que hace. Para tranquilizar a la tropa, Esquivel compone una sonrisa.
– Fusil en prevengan. Paso ligero.
Y tras persignarse mentalmente, poniéndose a la cabeza de sus hombres, el alférez de fragata abandona el edificio. Apenas en la calle, su primera impresión es que penetra en un océano de gente. Al reconocer los uniformes de Marina, la multitud deja paso, respetuosa. Hay mucho pueblo llano, con numerosas mujeres que han venido de la parte sur de la ciudad, y los balcones y ventanas están cuajados como si de una fiesta se tratara. Unos sonríen, dan vivas o aplauden viendo tropa española. Otros, más hoscos, los incitan a unirse a ellos o entregar los fusiles. Impertérrito, sin hacer caso a nadie, Esquivel sigue su marcha. Del lado de Santa Ana oye tiros sueltos. Procurando no mirar a nadie, el sable en la vaina y suspendido en la mano izquierda, los ojos fijos en la embocadura de la carrera de San Jerónimo, el marino dirige a sus granaderos mientras ruega a Dios les permita llegar a tiempo y sin novedad al paseo del Prado.
– ¡Mantengan el paso!… ¡Vista al frente!
La marcha, siempre a paso redoblado, lleva al piquete junto al Buen Suceso y luego carrera de San Jerónimo abajo, donde Esquivel observa que los grupos de gente son más dispersos, clarean y acaban siendo pequeñas partidas agazapadas en portales y esquinas con trabucos, palos y cuchillos. En tres ocasiones, al pasar por las bocacalles que llevan a Antón Martín y la calle de Atocha, les hacen algunos disparos de lejos -no se sabe si franceses o españoles-, que no causan desgracias, aunque sí sobresalto. Mientras mantiene el paso rápido, trotando con resonar de botas en el suelo, y a medida que el piquete se acerca a la confluencia de San Jerónimo y el Prado, Esquivel siente desfallecerle el ánimo cuando ve la rutilante y compacta columna de caballería francesa que, despacio, extendiéndose por atrás hasta el Buen Retiro, baja por la cuesta y avanza en dirección contraria, todavía a unas cien varas de distancia.
– Virgen santa -exclama el sargento, a su espalda.
Esquivel se vuelve, con un rugido.
– ¡Conserven la formación!… ¡Vista al frente!… ¡Cabeza, variación izquierda!
Y así, sólo un poco antes de que la caballería francesa rebase la fuente de Neptuno, desfilando impasible a paso ligero ante los sorprendidos jinetes de la vanguardia imperial, el pequeño destacamento español, con todos sus granaderos mirando al vacío como si no vieran la amenazadora masa de hombres y caballos, gira disciplinadamente en la esquina misma y se aleja bajo los árboles del paseo del Prado, a salvo.
Hacia las once y media de la mañana, cuando la vanguardia de caballería avanza hacia la puerta del Sol por San Jerónimo, el resto de las tropas imperiales situadas en las afueras de Madrid han abandonado sus campamentos y se dirigen a las puertas de la ciudad, obedeciendo las órdenes de tomar las grandes avenidas y converger en el centro. Al ver multiplicarse la presencia de franceses, y comprobando que sus avanzadas abren fuego sin aviso previo contra todo grupo de civiles que encuentran a su paso, la gente que sigue en la calle busca desesperadamente armas. A veces las obtiene asaltando tiendas, salones de esgrima, cuchillerías, o saqueando la Armería Real, de donde algunos salen con corazas, alabardas, arcabuces y espadas de los tiempos de Carlos V. A esa misma hora, por la tapia trasera del cuartel de Guardias Españolas, un grupo de soldados pasa fusiles y cartuchos al paisanaje que desde allí reclama, mientras sus oficiales miran hacia otro lado pese a las órdenes recibidas. El coronel don Ramón Marimón, que se presentó apenas comenzaron los disturbios, ha llegado a tiempo de impedir que la tropa, ya formada para ello, saliera a la calle. Pese a todo, cinco soldados uniformados, entre los que se cuentan el sevillano de veinticinco años Manuel Alonso Albis y el madrileño de veinticuatro Eugenio García Rodríguez, saltan la tapia y se unen a los insurrectos. De este modo forman partida una treintena de soldados y paisanos entre los que se encuentran José Peña, zapatero de diecinueve años; José Juan Bautista Montenegro, criado del marqués de Perales; el toledano Manuel Francisco González Rivas, vecino de la calle del Olivar; el madrileño Juan Eusebio Martín, y el oficial herrero de cuarenta años Julián Duque. Todos juntos se dirigen hacia el paseo del Prado cruzando por el huerto de San Jerónimo y el jardín Botánico, en busca de franceses. Allí combatirán, con extraordinaria dureza y haciendo daño al enemigo, contra destacamentos de caballería que bajan del Buen Retiro y unidades de infantería imperial que empiezan a subir desde el paseo de las Delicias y la puerta de Atocha.
Mientras los choques entre madrileños y avanzadillas francesas se generalizan a lo largo del Prado, el mozo de caballerías reales Gregorio Martínez de la Torre, de cincuenta años, y José Doctor Cervantes, de treinta y dos, que se dirigían al cuartel de Guardias Españolas en busca de armas, dan media vuelta al ver el paso cortado por una columna de jinetes franceses. Al poco encuentran a un conocido llamado Gaudosio Calvillo, funcionario del Resguardo de la Real Hacienda, que va apresurado llevando cuatro fusiles, dos sables y una bolsa de cartuchos. Calvillo les cuenta que muy cerca, en el portillo de Recoletos, sus compañeros de Aduanas se disponen a batirse, o lo hacen ya; de modo que cogen un fusil cada uno y deciden seguirlo. Por el camino, al verlos armados y resueltos, se les unen los hortelanos de la duquesa de Frías y del marqués de Perales Juan Fernández López, Juan José Postigo y Juan Toribio Arjona, llevando Fernández López una escopeta de caza de su propiedad y provistos los otros sólo de navajas. Arjona se hace cargo del fusil que resta, y llegan de ese modo a las inmediaciones del portillo, justo cuando los aduaneros y algunos paisanos se enfrentan a avanzadillas de infantería francesa que se aventuran por el lugar. Saltando tapias, corriendo agachados bajo los árboles de las huertas, los seis terminan por unirse a un grupo numeroso, formado entre otros por los funcionarios del Resguardo Anselmo Ramírez de Arellano, Francisco Requena, José Avilés, Antonio Martínez y Juan Serapio Lorenzo, a quienes acompañan los alfareros del tejar de Alcalá Antonio Colomo, Manuel Díaz Colmenar, los hermanos Miguel y Diego Manso Martín, y el hijo de éste. Entre todos logran acorralar a unos exploradores franceses que avanzan descuidados por la huerta de San Felipe Neri. Tras furioso intercambio de disparos, les caen encima con navajas, al degüello, haciendo tan terrible carnicería que al cabo, espantados de su propia obra, previendo la inevitable represalia, se dispersan y corren a ocultarse. Los funcionarios buscan amparo en las dependencias de Aduanas del portillo de Recoletos, y el hortelano Juan Fernández López, todavía con su escopeta, decide acompañarlos; sin imaginar que de allí a poco rato, cuando llegue el grueso de tropas enemigas queriendo vengar a sus camaradas, ese lugar se convertirá en una trampa mortal.
En su despacho de la Cárcel Real, el director no da crédito a sus oídos.
– ¿Que los presos solicitan qué?
El portero jefe, Félix Ángel, que acaba de poner un papel manuscrito sobre la mesa de su superior, encoge los hombros.
– Lo piden respetuosamente, señor director.
– ¿Y qué es lo que dice que solicitan?
– Defender a la patria.
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