Arturo Pérez-Reverte - Un Día De Colera

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Este relato no es ficción ni libro de Historia. Tampoco tiene un protagonista concreto, pues fueron innumerables los hombres y mujeres envueltos en los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Héroes y cobardes, víctimas y verdugos, la Historia retuvo los nombres de buena parte de ellos: las relaciones de muertos y heridos, los informes militares, las memorias escritas por actores principales o secundarios de la tragedia, aportan datos rigurosos para el historiador y ponen límites a la imaginación del novelista. Cuantas personas y lugares aparecen aquí son auténticos, así como los sucesos narrados y muchas de las palabras que se pronuncian. El autor se limita a reunir, en una historia colectiva, medio millar de pequeñas y oscuras historias particulares registradas en archivos y libros. Lo imaginado, por tanto, se reduce a la humilde argamasa narrativa que une las piezas. Con las licencias mínimas que la palabra novela justifica, estas páginas pretenden devolver la vida a quienes, durante doscientos años, sólo han sido personajes anónimos en grabados y lienzos contemporáneos, o escueta relación de víctimas en los documentos oficiales.

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Lo que se oye en la distancia son tiros sueltos, pero no descargas. Eso tranquiliza un poco a Antonio Alcalá Galiano, que recorre el barrio observando el revuelo de la gente. Sus diecinueve años no le impiden darse cuenta de lo obvio: las cuadrillas van tan ridículamente armadas que parece locura desafiar a los soldados franceses. Aun así, a impulsos de su mocedad, el joven acaba uniéndose a un grupo que pasa con mucho alboroto junto a la iglesia de San Ildefonso, más por las mujeres que miran desde los balcones que por otra cosa. Está enamorado de una madrileña, y eso lo alienta a poder contar algún lance heroico, aunque sea mínimo. La cuadrilla, compuesta de muchachos, la dirige uno con trazas de oficial artesano, que da vivas al rey Fernando. Los sigue el joven Alcalá Galiano hasta la calle Fuencarral, donde surge una acalorada discusión sobre el camino a seguir: unos quieren ir a un cuartel a juntarse con la tropa y pelear juntos y en orden, mientras otros pretenden embestir a los franceses donde los encuentren, tendiéndoles celadas para hacerse con sus armas y seguir actuando a saltos, en pequeños grupos, atacando y retirándose por esquinas y azoteas. La disputa se enciende, algunos están a punto de llegar a las manos, y uno de los más exaltados, descamisado y de malas trazas, termina volviéndose a Alcalá Galiano:

– ¿Qué opina usted, amigo?

El tratamiento llano no le hace gracia al educado huérfano del héroe de Trafalgar, que además pertenece a la Maestranza de Caballería de Sevilla, aunque vista de paisano. Así que, disgustado pero con prudencia y marcando distancias, responde que no tiene opinión formada al respecto.

– ¿Pero quiere matar franceses, o no?

– Claro que sí. Aunque no pretenderá que los mate a puñetazos… No llevo armas.

– En eso estamos. En buscarlas.

Alcalá Galiano mira los rostros poco simpáticos que lo rodean. Casi todos son mozos de baja condición, y no faltan chicuelos desharrapados de la calle. Tampoco le pasan inadvertidas las miradas recelosas que dirigen a su frac y sombrero bordado. «Un currutaco», oye decir a uno. A éstos, concluye inquieto, hay que temerlos más que a los franceses.

– Pues ahora que me acuerdo -responde, todo lo sereno que puede-, tengo armas en mi casa. Así que voy a buscarlas, que vivo cerca, y vuelvo.

El otro lo estudia de arriba abajo, suspicaz y despectivo.

– Vaya entonces, hombre de Dios.

Alcalá Galiano titubea, picado por el tono, y en ese momento se acerca el que hace las veces de jefe. Es un esportillero de manos fuertes y callosas, que huele a sudor.

– Usted -le dice a bocajarro- no nos sirve para nada.

El joven siente un golpe de calor en la cara. Qué diablos hago yo, concluye, con esta gente.

– Pues que tengan un buen día.

Herido en su amor propio, pero aliviado en cuanto a la inquietante cuadrilla que deja atrás, Alcalá Galiano da media vuelta y se encamina a su casa. Una vez allí, tomando su sombrero con galón de plata y su espada, no sin dejar a la madre inquieta y llorosa al verlo arriesgarse de nuevo, sale en busca de mejor compañía, dispuesto a mezclarse en la refriega junto a gente decente y juiciosa. Pero sólo encuentra grupos de paisanos enfurecidos, casi todos gente baja, y algún militar intentando contenerlos. En la esquina de la calle de la Luna con Tudescos ve a un oficial de buen aspecto, teniente de Guardias de Corps, a quien pide consejo. El otro, creyendo por el galón del sombrero que es uno de sus guardias, le pregunta qué hace en la calle y si no conoce las órdenes.

– Soy maestrante, señor teniente. De Sevilla.

– Pues vuélvase inmediatamente a su casa. Yo voy de camino a mi cuartel, y las órdenes son de no moverse. Y si llega el caso, de disparar para sosegar el tumulto.

– ¿Contra la gente?

– Todo puede ser. Ya ve cómo andan todos, rabiosos y sin freno. Hay muchas muertes de franceses y empieza a haberlas de paisanos… Usted parece de buena familia. Ni se le ocurra juntarse con la gente exaltada.

– Pero… ¿De verdad nuestras tropas no van a entrar en combate?

– Ya se lo he dicho, diantre. Le repito que vaya a su casa y no se mezcle con esa chusma.

Convencido y obediente, escarmentado por la propia experiencia, Antonio Alcalá Galiano desanda el camino a su domicilio, donde la madre, que aguarda angustiada, lo recibe con muchos ruegos de que no vuelva a salir. Y al fin, confuso y desalentado por cuanto ha visto, accede a quedarse en casa.

Mientras el joven Alcalá Galiano renuncia a ser actor de la jornada, grupos de madrileños siguen intentando llegar al parque de Monteleón en busca de armas. Desviándose en largo rodeo, el cerrajero Blas Molina y los suyos se ven detenidos cerca de la corredera de San Pablo por la presencia de un piquete francés, al que Molina, con el juicio despabilado por la experiencia de Palacio, decide no incomodar.

– Cada cosa a su tiempo -susurra-. Y los nabos en Adviento.

Otras partidas, sin embargo, llegan pronto y sin novedad a las puertas del parque, engrosando el número de los que allí se congregan. Tal es el caso de la acaudillada por el estudiante asturiano José Gutiérrez, un joven flaco y enérgico a quien se unen, con otra docena de individuos, el peluquero Martín de Larrea y su mancebo Felipe Barrio. También el vecino de la calle del Príncipe Cosme Martínez del Corral, impresor y administrador de una fábrica de papel y antiguo soldado de artillería, pese a llevar encima 7.250 reales en cédulas retiradas esta mañana, acude a Monteleón para ofrecerse a sus antiguos compañeros, por si se ven en trance de batirse. Por su parte, el almacenista de carbón Cosme de Mora, que tiene tienda en la corredera de San Pablo, y su amigo el portero de juzgado Félix Tordesillas, vecino de la calle del Rubio, logran abrirse paso al frente de un grupo de vecinos sin encontrar franceses que los inquieten. A esta partida, una de las más numerosas, se unen por el camino el oficial de obras Francisco Mata, el carpintero Pedro Navarro, el sangrador de la calle Silva Jerónimo Moraza, el arriero leonés Rafael Canedo, y José Rodríguez, botillero de San Jerónimo, que viene acompañado de su hijo Rafael. En la calle Hortaleza los alcanzan los hermanos Antonio y Manuel Amador; que, pese a su rechazo y a los pescozones que le dan, no pueden evitar que los siga su hermano pequeño Pepillo, de once años.

Otra cuadrilla que está a punto de llegar a Monteleón es la levantada por José Fernández Villamil, hostelero de la plazuela de Matute, a quien siguen escoltando los mozos a su servicio, algunos vecinos y el mendigo de Antón Martín. Irrumpiendo en el retén de Inválidos de las Casas Consistoriales, Fernández Villamil ha logrado apoderarse, sin resistencia por parte de los guardias -uno se unió a ellos-, de media docena de fusiles, sus bayonetas y la munición correspondiente. Entre todos los paisanos sublevados hoy en Madrid, el hostelero y su partida serán de los que más peripecias vivan. Apenas conseguidos los fusiles, tras encaminarse a Palacio por Atocha y la calle Mayor, tuvieron un encuentro cerca de los Consejos con un pequeño destacamento de caballería imperial. En la escaramuza, derribado de un tiro el oficial enemigo, el grupo se vio obligado a retroceder hasta los soportales de la plaza Mayor, manteniendo allí un breve tiroteo hasta que, llegada desde Palacio una avanzada de infantería francesa, el hostelero y los suyos tuvieron que replegarse, cruzando al descubierto y bajo fuego intenso la puerta de Guadalajara hacia la plaza de las Descalzas, donde se les unieron el maestro cerrajero Bernardo Morales y Juan Antonio Martínez del Álamo, dependiente de Rentas Reales. Un nuevo intento de ir a Palacio se vio frustrado hace rato por una descarga de metralla al doblar una esquina. De regreso a las Descalzas, mientras se detenían agrupados para recobrar aliento discutiendo qué hacer, algunos vecinos les han dicho desde los balcones que grupos de paisanos se dirigen al parque de Monteleón. De modo que, tras breve alto para refrescarse en la taberna de San Martín y coger un pellejo de vino de una arroba para el camino -a la vista de los fusiles, el tabernero se niega a cobrarles nada-, Villamil y sus hombres, mendigo incluido, toman a buen paso el camino del parque, sin que esta vez nadie grite «¡A matar franceses!». Aunque se cruzan con pequeños grupos que alborotan y piden armas, o vecinos que jalean desde portales, balcones y ventanas, el hostelero y sus acompañantes, escarmentados, avanzan ojo avizor pegados a las casas, con las armas prevenidas, la boca cerrada y procurando no llamar la atención.

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