– ¡No os detengáis! -grita a sus hombres-. ¡O estamos muertos!
Y así, temiendo a cada zancada del caballo verse desmontado y hecho pedazos, el capitán clava espuelas, ordena a los dragones juntarse bien unos con otros, y los cinco cabalgan hacia la embocadura de San Jerónimo sin que los que se apartan a su paso, intentando algunos atrevidos oponerse o agarrarlos por las riendas -el propio Marbot atropella con su caballo a un par de exaltados-, puedan hacer otra cosa que insultarlos, arrojarles piedras y palos, y verlos pasar, impotentes. Sin embargo, entre la calle del Lobo y el hospital de los Italianos, la carrera se trunca: un hombre envuelto en una capa dispara a bocajarro una pistola contra el caballo de uno de los dragones, que hinca el belfo y derriba al jinete. En el acto sale de las casas vecinas un grupo numeroso que intenta degollar al dragón caído; pero Marbot y los otros tiran de las riendas, vuelven grupas y acuden en socorro del camarada, imponiéndose a sablazos sobre las navajas y puñales que manejan los atacantes, casi todos jóvenes y desharrapados, de los que tres quedan en el suelo y huye el resto; no sin que dos dragones sufran heridas ligeras y Marbot reciba una recia puñalada que, pese a no dar en carne, rasga una manga de su dolmen. Al fin, dando una mano al dragón desmontado para que se agarre a las sillas y corra entre dos caballos, los cinco hombres prosiguen la marcha a toda prisa, carrera de San Jerónimo abajo, hasta las caballerizas del Buen Retiro.
Mientras eso ocurre, el cerrajero Blas Molina Soriano también corre junto a los muros del convento de Santa Clara, huyendo de las descargas francesas. Tiene intención de bajar hacia la calle Mayor y la puerta del Sol para unirse a los que allí están; pero suena tiroteo y gritos de gente desbandada hacia la Platería, así que se detiene en la plazuela de Herradores con varios fugitivos que, como él, vienen corriendo desde Palacio. Entre ellos se encuentran el grupo del chocolatero José Lueco y otra pequeña cuadrilla formada por un hombre mayor de barba blanca, que trae una antigua espada llena de herrumbre en la mano, y tres jóvenes armados con oxidadas moharras de lanzas; armas todas viejas de más de un siglo, y que, cuentan, han cogido en la tienda de un chamarilero. Dos mujeres y un vecino salen a darles agua y a preguntar cómo están las cosas, aunque hay más gente arriba, en las ventanas, mirando sin comprometerse. Molina, que tiene una sed atroz, bebe un trago y pasa la jarra.
– ¡Quién tuviera fusiles! -se lamenta el viejo de la barba blanca.
– Y que lo diga usted, vecino -apostilla uno de los jóvenes-. Hoy veríamos cosas gordas.
En ese momento el cerrajero tiene una inspiración. El recuerdo de su visita al parque de Monteleón, escoltando al joven Fernando VII, lo ilumina de pronto. Su memoria registró fielmente los cañones puestos en el patio, los fusiles alineados en sus armeros. Y ahora se da una sonora palmada en la frente.
– ¡Estúpido de mí! -exclama.
Los otros lo miran, sorprendidos. Entonces se explica. En el parque de artillería hay armas, pólvora y munición. Con todo eso en su poder, los madrileños podrían tratar a los franceses de hombre a hombre, como debe ser, en vez de hacerse ametrallar por las calles, indefensos.
– Ojo por ojo -puntualiza, feroz.
A medida que explica su plan, Molina ve animarse los rostros de cuantos lo rodean: miradas de esperanza y ansia de revancha sustituyen a la fatiga. Al fin, levanta en alto el bastón de nudos con el que apaleó al soldado francés y echa a andar, decidido, hacia la calle de las Hileras.
– ¡Quien quiera luchar, que me siga! Y ustedes, vecinas, corran la voz… ¡Hay fusiles en el parque de Monteleón!
En el parque de Monteleón, el teniente Rafael de Arango ha visto, con grandísimo alivio, abrirse un poco las puertas y entrar tranquilamente al capitán Luis Daoiz.
– ¿Qué tenemos por aquí? -pregunta el recién llegado, con mucha sangre fría.
Arango, que debe contenerse para no perder las formas y abrazar a su superior, lo pone al corriente, incluido lo de colocar piedras en los fusiles y disponer alguna cartuchería, precauciones que Daoiz aprueba.
– Es hacer un poco de contrabando -dice con una breve sonrisa-. Pero eso llevamos adelantado, por si acaso.
La situación, le informa el teniente, es difícil, con el capitán francés y su gente muy nerviosos, y el gentío de afuera cada vez más espeso. Mientras se escuchan tiros hacia el centro de la ciudad, nuevos grupos de alborotadores confluyen desde las calles próximas a las de San José y San Pedro, delante del parque. Los vecinos, entre ellos muchas mujeres exaltadas, salen a unírseles y golpean las puertas pidiendo armas. Según el cabo Alonso, que sigue en la entrada, y el maestre mayor Juan Pardo, que vive enfrente y va y viene con noticias de la calle, todo se complica por momentos. El propio Daoiz pudo comprobarlo cuando se dirigía hacia aquí, enviado por el coronel Navarro Falcón.
– Así es -dice el capitán en el mismo tono de calma-. Pero creo que podemos controlar las cosas, de momento… ¿Cómo están los hombres?
– Preocupados, pero mantienen la disciplina -Arango baja la voz-. Imagino que al verlo a usted aquí estarán más confortados. Algunos vinieron a decirme que, si hay que batirse, cuente con ellos.
Daoiz sonríe, tranquilizador.
– No llegaremos a eso. Las órdenes que traigo son todo lo contrario: calma absoluta y ni un solo artillero fuera del parque.
– ¿Y lo de dar armas al pueblo?
– Menos todavía. Sería un disparate, tal como están los ánimos… ¿Qué hay de los franceses?
Arango señala el centro del patio, donde el capitán imperial y sus subalternos forman un grupo que observa, preocupado, a los oficiales españoles. El resto de la tropa, excepto los pocos que hay vigilando la puerta, permanece formado a discreción veinte pasos más allá. Algunos hombres están sentados en el suelo.
– El capitán andaba muy arrogante hace un rato. Pero a medida que la gente se reunía afuera, se ha ido arrugando… Ahora está nervioso, y creo que tiene miedo.
– Voy a hablar con él. Un hombre nervioso y asustado resulta más peligroso que sereno.
En ese momento se acerca el cabo Alonso, que viene de la puerta. Tres oficiales de artillería solicitan entrar. Daoiz, que no parece sorprendido, dice que los dejen pasar; y al poco aparecen en el patio con aire casual, vestidos de uniforme y sable al cinto, el capitán Juan Cónsul y los tenientes Gabriel de Torres y Felipe Carpegna. Los tres saludan a Daoiz de modo tan serio y circunspecto que hace pensar a Arango que no es la primera vez que se encuentran esta mañana. Juan Cónsul es amigo íntimo de Daoiz; y su nombre, junto al del capitán Velarde y el de otros, circula estos días entre rumores de conspiración. También es uno de los que ayer lo acompañaban en el frustrado desafío de la fonda de Genieys.
«Aquí -reflexiona el joven teniente- se está cociendo algo».
A las diez y media, en las oficinas de la Junta de Artillería, número 68 de la calle de San Bernardo, frente al Noviciado, el coronel Navarro Falcón discute con el capitán Pedro Velarde, que está sentado tras su mesa de despacho, junto a la de su superior y jefe inmediato. Navarro Falcón ha visto llegar al capitán muy descompuesto, encendido y excitado, pidiendo ir al parque de Monteleón. El coronel, que aprecia sinceramente a Velarde, le niega el permiso con tacto y afectuosa firmeza. Daoiz se las arreglará solo, dice, y a usted lo necesito aquí.
– ¡Hay que batirse, mi coronel!… ¡No queda otra!… ¡Daoiz tendrá que hacerlo, y nosotros también!
– Le ruego que no diga disparates y que se tranquilice.
– ¿Tranquilizarme, dice?… ¿No ha oído los tiros? ¡Están ametrallando al pueblo!
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