Arturo Pérez-Reverte - Un Día De Colera

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Este relato no es ficción ni libro de Historia. Tampoco tiene un protagonista concreto, pues fueron innumerables los hombres y mujeres envueltos en los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Héroes y cobardes, víctimas y verdugos, la Historia retuvo los nombres de buena parte de ellos: las relaciones de muertos y heridos, los informes militares, las memorias escritas por actores principales o secundarios de la tragedia, aportan datos rigurosos para el historiador y ponen límites a la imaginación del novelista. Cuantas personas y lugares aparecen aquí son auténticos, así como los sucesos narrados y muchas de las palabras que se pronuncian. El autor se limita a reunir, en una historia colectiva, medio millar de pequeñas y oscuras historias particulares registradas en archivos y libros. Lo imaginado, por tanto, se reduce a la humilde argamasa narrativa que une las piezas. Con las licencias mínimas que la palabra novela justifica, estas páginas pretenden devolver la vida a quienes, durante doscientos años, sólo han sido personajes anónimos en grabados y lienzos contemporáneos, o escueta relación de víctimas en los documentos oficiales.

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El marqués de Malpica no es el único que ha pensado en cortar el paso a las tropas francesas. En el noroeste de la ciudad, un grupo numeroso y armado con escopetas de caza y carabinas, en el que se cuentan Nicolás Rey Canillas, de treinta y dos años, mozo de Guardias de Corps y ex soldado de caballería, Ramón González de la Cruz, criado del mariscal de campo don José Jenaro Salazar, el cocinero José Fernández Viñas, el vizcaíno Ildefonso Ardoy Chavarri, el zapatero de veinte años Juan Mallo, el aceitero de veintiséis Juan Gómez García y el soldado de Dragones de Pavía Antonio Martínez Sánchez, deciden obstaculizar la salida de la tropa francesa que ocupa el cuartel del Conde-Duque, junto a San Bernardino, y se apostan en las proximidades. El primero en morir es Nicolás Rey, que lleva dos pistolas cargadas al cinto; y que al toparse con un centinela, a quien descerraja un tiro a bocajarro, es alcanzado por un balazo. Desde ese momento, tomando posiciones en las casas cercanas y tras las tapias, los sublevados abren fuego y se generaliza un combate que será breve por la desproporción de fuerzas: quinientos franceses frente a veintipocos madrileños. Saliendo los marinos de la Guardia Imperial del cuartel, dirigen un eficaz fuego graneado que obliga a replegarse a los atacantes. En la retirada, deteniéndose de vez en cuando a disparar mientras saltan tapias y huertos para ponerse a salvo, morirán González de la Cruz, Juan Mallo, Ardoy, Fernández Viñas y el soldado Martínez Sánchez.

No sólo mueren los combatientes. Exasperados por el acoso de los madrileños, los piquetes franceses empiezan a hacer fuego contra los vecinos asomados a ventanas y balcones, o contra grupos de curiosos. El ex sacerdote José Blanco White, sevillano de treinta y dos años, sale a ver qué ocurre cuando oye el tumulto desde la casa que lleva dos meses habitando en el número 8 de la calle Silva.

– ¡Los franceses tiran contra el pueblo! -le advierte un vecino.

En realidad, José Blanco White todavía no se llama así. El nombre -tomado de su ascendencia irlandesa- lo adoptará más tarde, britanizando el suyo original de José María Blanco y Crespo, cuando exiliado en Inglaterra escriba unas Cartas de España fundamentales para comprender el tiempo que le toca vivir. Ahora, a Blanco White, el Pepe Crespo de las tertulias sevillanas y de los cafés madrileños, amigo del poeta Quintana y al mismo tiempo admirador del teatro de Moratín, hombre ilustrado, lúcido, cuyas ideas de libertad y progreso están más cerca de las extranjeras que del cerrado ambiente de telarañas y sacristía que tanto lo desazona en su patria -es lector pertinaz de Feijoo, Rousseau y Voltaire-, la noticia de la represalia francesa le parece increíble; una atrocidad enorme e impolítica. De modo que se apresura a confirmarlo con sus propios ojos. Así llega a la plaza de Santo Domingo, donde confluyen cuatro grandes calles, una de las cuales viene directamente de Palacio. Por ella resuena el redoble de un tambor, y Blanco White se detiene junto a un grupo de gente pacífica, transeúntes bien vestidos y menestrales del barrio. Aparece entonces al extremo de la calle una tropa francesa a paso ligero, con los fusiles prevenidos. Mientras Blanco White espera a verlos de cerca, sin sospechar peligro alguno, observa que los imperiales hacen alto a veinte pasos y encaran sus armas.

– ¡Cuidado!… ¡Van a disparar!… ¡Cuidado!

La descarga llega inesperada, brutal, y un hombre cae muerto a la entrada de la calle por donde todos escapan corriendo. Con el corazón saltándole en el pecho, aterrado por lo que acaba de presenciar y sin aliento, Blanco White corre de vuelta a su casa, sube las escaleras y cierra la puerta. Allí, indeciso, lleno de turbación, abre la ventana, escucha más disparos y vuelve a cerrarla a toda prisa. Luego, sin saber qué hacer, saca de un arcón una escopeta de caza, y con ella en las manos se pasea por la habitación, sobresaltándose a cada descarga cercana. Es un acto suicida, se dice, echarse a la calle de cualquier modo, sin saber para qué. Con quién ni contra quién. A fin de calmarse, mientras toma una decisión, coge una caja de pólvora y plomos y se pone a hacer cartuchos para la escopeta. Al cabo, sintiéndose ridículo, devuelve la escopeta al arcón y va a sentarse junto a la ventana, estremeciéndose con el crepitar del tiroteo que se extiende por los barrios cercanos, punteado a intervalos por el retumbar del cañón.

Cuando el capitán Marbot regresa al palacio Grimaldi, encuentra al duque de Berg saliendo a caballo con toda su plana mayor, escoltado por medio escuadrón de jinetes polacos y una compañía de fusileros de la Guardia Imperial. Como la situación se complica, y teme quedar aislado allí, Murat ha decidido trasladar su cuartel general cerca de las caballerizas del Palacio Real, en la cuesta de San Vicente, por donde tiene prevista su llegada la infantería acampada en El Pardo, mientras otra columna lo hará desde la Casa de Campo por el puente de Segovia. Una ventaja táctica del sitio, aunque eso nadie lo comenta en voz alta, es que desde allí podría Murat, con su cuartel general en pleno, rodear por el norte y replegarse sobre Chamartín si la ciudad quedase bloqueada y las cosas se salieran de madre.

– ¡La caballería ya debería estar en la puerta del Sol, acuchillando a esa chusma! ¡Y Godinot y Aubrée avanzando detrás con su infantería!… ¿Qué pasa en el Buen Retiro?

El duque de Berg da furiosos tirones a las riendas del caballo. Su humor ha empeorado, y no le faltan motivos. Acaba de saber que más de la mitad de los correos enviados a las tropas han sido interceptados. Al menos ésa es la palabra que utiliza el general Belliard. El capitán Marbot, que se acerca sobre su montura mientras el rutilante grupo de estado mayor toma la calle Nueva hacia el Campo de Guardias, tuerce la boca al escuchar el eufemismo. Es una forma como otra cualquiera, piensa, de describir a jinetes apedreados desde las casas y las esquinas, acorralados por la gente, derribados de sus caballos y apuñalados en calles y plazas.

– Ahí tiene un pliego de órdenes, Marbot. Haga el favor de llevarlo al Buen Retiro. A rienda suelta.

– ¿A quién se lo entrego, Alteza?

– Al general Grouchy. Y si no lo encuentra, a cualquiera que esté al mando… ¡Muévase!

El joven capitán recibe el sobre sellado, se lleva la mano al colbac y pica espuelas en dirección a Santa María y la calle Mayor, dejando atrás al escoltadísimo duque de Berg. Debido a la importancia de su misión, el general Belliard ha tenido la precaución de asignarle cuatro dragones de escolta. Mientras cabalga precediéndolos por la calle de la Encarnación, Marbot inclina la cabeza sobre la crin del caballo y aprieta los dientes, esperando el golpe de una teja, la maceta o el escopetazo que lo derriben de la silla. Es un militar profesional y con experiencia, pero eso no le impide lamentar su mala suerte. No hay tarea más peligrosa que llevar un mensaje a través de una ciudad en estado de insurrección; y su misión consiste en llegar al Buen Retiro, donde se encuentran acampadas la caballería de la Guardia Imperial y una división de dragones, sumando tres mil jinetes. La distancia no es grande, pero el itinerario incluye la calle Mayor, la puerta del Sol y las calles de Alcalá o San Jerónimo, que en este momento son, para un francés, los peores lugares de Madrid. A Marbot no se le escapa que Murat, consciente de lo peligroso del encargo, se lo ha encomendado a él, joven oficial agregado a su estado mayor, en vez de a los edecanes titulares, a quienes prefiere mantener cerca y a salvo.

Aún no han perdido de vista Marbot y sus cuatro dragones el palacio Grimaldi, cuando desde un balcón les tiran un escopetazo, que eluden sin consecuencias. A su paso suenan varios tiros más -por fortuna no son militares quienes disparan, sino civiles con escopetas de caza y pistolas- y algunos objetos caen desde balcones y ventanas. Acompañados del sonido de los cascos de sus monturas, los cinco jinetes avanzan al galope por las calles, en grupo compacto que obliga a la gente a dejar paso libre. De ese modo toman la calle Mayor y llegan a la puerta del Sol, donde la multitud es tanta y tan amenazadora que Marbot siente flaquearle el ánimo. Si vacilamos, concluye, aquí se acaba todo.

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