Arturo Pérez-Reverte - Un Día De Colera

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Este relato no es ficción ni libro de Historia. Tampoco tiene un protagonista concreto, pues fueron innumerables los hombres y mujeres envueltos en los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Héroes y cobardes, víctimas y verdugos, la Historia retuvo los nombres de buena parte de ellos: las relaciones de muertos y heridos, los informes militares, las memorias escritas por actores principales o secundarios de la tragedia, aportan datos rigurosos para el historiador y ponen límites a la imaginación del novelista. Cuantas personas y lugares aparecen aquí son auténticos, así como los sucesos narrados y muchas de las palabras que se pronuncian. El autor se limita a reunir, en una historia colectiva, medio millar de pequeñas y oscuras historias particulares registradas en archivos y libros. Lo imaginado, por tanto, se reduce a la humilde argamasa narrativa que une las piezas. Con las licencias mínimas que la palabra novela justifica, estas páginas pretenden devolver la vida a quienes, durante doscientos años, sólo han sido personajes anónimos en grabados y lienzos contemporáneos, o escueta relación de víctimas en los documentos oficiales.

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– Tengo mis instrucciones, y usted tiene las suyas -Navarro Falcón empieza a exasperarse-. Haga el favor de no complicar más las cosas. Limítese a cumplir con su deber.

– ¡Mi deber está ahí afuera, en la calle!

– ¡Su deber es obedecer mis órdenes! ¡Y punto!

El coronel, que acaba de dar un puñetazo en la mesa, lamenta haber perdido los nervios. Es soldado viejo, que se batió en Santa Catalina de Brasil, contra los ingleses en el Río de la Plata, en la colonia de Sacramento, en el asedio de Gibraltar y durante toda la guerra con la República francesa. Ahora mira incómodo al escribiente Manuel Almira y a los que están en el cuarto contiguo, escuchando, y luego observa de nuevo a Velarde, que, enfurruñado, moja la pluma en el tintero y hace garabatos sin sentido sobre los papeles que tiene delante. Al fin el coronel se levanta y deja en la mesa de Velarde la orden transmitida por el general Vera y Pantoja, gobernador de la plaza, disponiendo que las tropas se mantengan en los cuarteles y al margen de cuanto ocurra.

– Somos soldados, Pedro.

No suele llamarlo a él ni a ningún oficial por el nombre de pila, y Velarde lo sabe; pero, ajeno a la muestra de afecto, niega con la cabeza mientras aparta a un lado, con desdén, la orden del gobernador.

– Lo que somos es españoles, mi coronel.

– Escuche. Si la guarnición se pusiera de parte de la gente revuelta, Murat haría marchar hacia Madrid al cuerpo del general Dupont, que está a sólo un día de camino… ¿Quiere usted que caigan sobre esta ciudad cincuenta mil franceses?

– Como si vienen cien mil. Seríamos un ejemplo para toda España, y para el mundo.

Harto de la discusión, Navarro Falcón vuelve a su mesa.

– ¡No quiero oír una palabra más!… ¿Está claro?

El coronel toma asiento y aparenta enfrascarse en el papeleo. Y así, fingiendo que no oye a Velarde murmurar por lo bajo, como alienado: «Batirse, batirse… Morir por España» mientras sigue haciendo garabatos sin sentido, piensa que ojalá Luis Daoiz, allá en Monteleón, pueda conservar la cabeza fría, y él mismo, aquí, sea capaz de mantener a Velarde sujeto a su mesa. Dejar que el exaltado capitán se acerque hoy al parque de Monteleón sería arrimar una mecha encendida a un barril de pólvora.

Pese a sus excesos y apasionado patriotismo, el cerrajero Molina no tiene nada de tonto. Sabe que si conduce a la gente hacia el parque por calles anchas llamará mucho la atención, y tarde o temprano los franceses les cortarán el paso. Así que recomienda silencio a la veintena de voluntarios que lo siguen -número que aumenta sobre la marcha con nuevas incorporaciones-, y tras separarse de quienes buscan el camino más corto, conduce a su partida por el postigo de San Martín y la calle de Hita a la de Tudescos, en dirección a la corredera de San Pablo.

– Sin armar bulla, ¿eh?… Ya habrá tiempo para eso. Lo que importa es conseguir fusiles.

A esa misma hora, otros grupos de los incitados por Blas Molina, o encaminados a Monteleón por iniciativa espontánea, suben por los Caños y Santo Domingo hacia la calle ancha de San Bernardo, y desde la puerta del Sol por la red de San Luis hasta la calle Fuencarral. Algunos conseguirán llegar durante la hora siguiente; pero otros, confirmando los temores de Molina, quedarán aniquilados o dispersos al encontrar destacamentos franceses. Tal es el caso de la cuadrilla formada por el chocolatero José Lueco, que con los mozos de mulas y caballos Juan Velázquez, Silvestre Álvarez y Toribio Rodríguez, decide ir por su cuenta, acortando camino por San Bernardo. Pero en la calle de la Bola, cuando ya suma una treintena de individuos por habérsele unido los mozos de una hostería y un mesón cercanos, un dorador, dos aprendices de carpintero, un cajista de imprenta y varios sirvientes de casas particulares, la partida, que dispone de algunas carabinas, trabucos y escopetas, se topa con un pelotón de fusileros de la Guardia Imperial. El choque es brutal, a bocajarro, y tras los primeros navajazos y escopetazos los madrileños se parapetan en las esquinas con Puebla y Santo Domingo. Durante buen rato, y con no poco atrevimiento, libran allí un porfiado combate que causa bajas a los franceses, viéndose ayudados en la refriega por gente del vecindario que arroja tiestos y objetos desde los balcones. Al cabo, a punto de verse envueltos por tropas de refresco que llegan de las calles adyacentes, la partida se disuelve dejando varios muertos sobre el terreno. José Lueco, herido de un sablazo en la cara y un balazo en el hombro, consigue refugiarse en una casa próxima -al tercer intento, pues las dos primeras puertas a las que llama no se le abren-, donde permanecerá escondido el resto de la jornada.

Como la del chocolatero Lueco, otras partidas apenas llegan a formarse, o duran el poco tiempo que tardan las tropas francesas en dar con ellas y dispersarlas. Eso ocurre al pequeño grupo armado de palos y navajas que los franceses desbandan a cañonazos en la esquina de la calle del Pozo con San Bernardo, hiriendo a José Ugarte, cirujano de la Real Casa, y a la santanderina María Oñate Fernández, de cuarenta y tres años. Lo mismo pasa en la calle del Sacramento con una partida encabezada por el presbítero don Cayetano Miguel Manchón, quien armado con una carabina y al mando de algunos jóvenes resueltos intenta llegar al parque de artillería. Una patrulla de jinetes polacos cae sobre ellos de improviso, el presbítero resulta herido de un sablazo que le deja los sesos al aire, y su gente, aterrada, se desperdiga en un instante.

Tampoco llegará a su destino el grupo acaudillado por don José Albarrán, médico de la familia real, quien tras presenciar la matanza de Palacio recluta una cuadrilla de paisanos armados con palos, cuchillos y algunas escopetas, a los que intenta guiar por San Bernardo. Detenidos por la metralla que los franceses disparan con dos cañones puestos en batería frente a la casa del duque de Montemar, deben refugiarse en la calle de San Benito; y allí se ven cogidos entre dos fuegos cuando otra fuerza francesa, que viene de Santo Domingo, dispara contra ellos desde la plaza del Gato. El primero en morir, de un balazo en el vientre, es el yesero de cincuenta y cuatro años Nicolás del Olmo García. El grupo queda deshecho y disperso, y el doctor Albarrán, malamente herido y dejado por muerto -rescatado más tarde por sus amigos, logrará sobrevivir-, es despojado por los imperiales de su levita, reloj y doce onzas de oro que lleva encima. A su lado, tras haberse batido con un pequeño espadín de corte y una pistola de bolsillo como únicas armas, muere Fausto Zapata y Zapata, de doce años, cadete de Guardias Españolas.

En una casa de la calle del Olivo, el niño de cuatro años y medio Ramón de Mesonero Romanos -que con el tiempo será uno de los escritores más populares y castizos de Madrid- también resulta víctima accidental del tumulto. Al precipitarse con su familia al balcón para ver a un grupo de paisanos que gritan «¡A armarse! ¡Viva Fernando VII y mueran los franceses!», el pequeño Ramón tropieza y se abre la frente con los hierros de la barandilla. Muchos años después, en sus Memorias de un setentón , Mesonero Romanos contará el episodio, describiendo a su madre, doña Teresa, preocupada por la salud del hijo y por lo que ocurre en la calle, encendiendo candelillas ante una imagen del Niño Jesús y rezando con fervor el rosario, mientras el padre -el hombre de negocios Tomás Mesonero- debate inquieto con sus vecinos. En ese momento se presenta en la casa un amigo de la familia, el capitán de infantería Fernando Butrón, a dejar su espada y la casaca de uniforme, a fin de evitar, según dice, que los grupos de paisanos que recorren las calles lo obliguen, como ya han intentado tres veces, a ponerse a su cabeza.

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