Preocupado por las descargas que oye resonar hacia la zona de Palacio, el capitán Marcellin Marbot termina de vestirse a toda prisa, coge su sable, se lanza escaleras abajo y pide al mayordomo español del lugar en que se aloja -un pequeño palacete cercano a la plaza de Santo Domingo- que le ensillen el caballo que está en la cuadra y lo saquen al patio interior. Ya se dispone a montarlo y salir al galope hacia su puesto junto al duque de Berg, en el cercano palacio Grimaldi, cuando aparece don Antonio Hernández, consejero del tribunal de Indias y propietario de la casa. Viste el español a la antigua, con chupa de mandil y casaca de tontillo, aunque lleva el pelo gris sin empolvar. Al ver al joven oficial alterado y a punto de echarse de cualquier modo a la calle, lo retiene de un brazo con amistosa solicitud.
– Si sale, lo van a matar… Los suyos han disparado sobre la gente. Hay revoltosos afuera, atacando a todo francés que encuentran.
Desazonado, Marbot piensa en los soldados imperiales enfermos e indefensos, en los oficiales alojados en casas particulares por todo Madrid.
– ¿Atacan a hombges desagmados?
– Me temo que sí.
– ¡Cobagdes!
– No diga eso. Cada cual tiene sus motivos, o cree tenerlos, para hacer lo que hace.
Marbot no está de ánimos para apreciar motivos de nadie. Y no se deja convencer en cuanto a quedarse. Su puesto está junto a Murat; y su honor de oficial, en juego, le dice resuelto a don Antonio. No puede permanecer escondido como una rata, así que intentará abrirse paso a sablazos. El consejero mueve la cabeza y lo invita a seguirlo hasta la cancela, desde donde se ve la calle.
– Mire. Hay al menos treinta revoltosos con trabucos, palos y cuchillos… No tiene usted ninguna posibilidad.
El capitán se retuerce las manos, desesperado. Sabe que don Antonio tiene razón. Aun así, su juventud y su coraje lo empujan adelante. Con ojos extraviados se despide de su anfitrión, agradeciéndole su hospitalidad y sus finezas. Después reclama de nuevo el caballo y empuña el sable.
– Deje aquí el caballo, envaine eso y venga conmigo -dice don Antonio, tras reflexionar un poco-. A pie tiene más oportunidades que montado.
Y, con sigilo, rogándole que se ponga el capote para disimular lo llamativo del uniforme, el digno consejero conduce a Marbot hasta el jardín, lo hace pasar por una puertecita del muro, bajo la rosaleda, y dando un rodeo por las calles estrechas lo guía él mismo, caminando unos pasos por delante para comprobar que todo está despejado, hasta la esquina de la calle del Reloj, junto al palacio Grimaldi, donde lo deja a salvo en un puesto de guardia francés.
– España es un lugar peligroso -le dice al despedirse con un apretón de manos-. Y hoy, mucho más.
Cinco minutos después, el capitán Marbot entra en el palacio Grimaldi. Hierve el cuartel general de Su Alteza Imperial el gran duque de Berg: hay un jaleo de mil diablos, los salones están llenos de jefes y oficiales, y por todas partes entran y salen batidores con órdenes, en un ambiente de nerviosismo y agitación extrema. En la biblioteca de la planta baja, donde se han arrinconado muebles y libros para dejar espacio libre a mapas y archivos militares, Marbot encuentra a Murat vestido de punta en blanco, botas hannoverianas, dolmán de húsar, alamares, bordados y rizos por todas partes, resplandeciente como de costumbre pero con el ceño fruncido, rodeado de su plana mayor: Moncey, Lefevbre, Harispe, Belliard, ayudantes de campo, edecanes y otros. La flor y la nata. No en vano la República y la guerra han dado al Imperio los generales más competentes, los oficiales más leales y los soldados más valientes de Europa. El propio Murat -sargento en 1792, general de división siete años después- es una espléndida prueba de ello. Sin embargo, aunque eficaz y sobrado de coraje, el gran duque no resulta un prodigio de habilidad diplomática, ni de cortesía.
– ¡Ya era hora, Marbot!… ¿Dónde diablos estaba?
El joven capitán se cuadra, balbucea una excusa vaga e ininteligible y luego deja la boca cerrada, ahorrándose explicaciones que en realidad a nadie importan. Al primer vistazo ha advertido que Su Alteza está de un humor de mil diablos.
– ¿Alguien sabe dónde se ha metido Friederichs?
El coronel Friederichs, comandante del 1º regimiento de granaderos de la Guardia Imperial, entra en ese instante, casi empujando a Marbot. Viene con sombrero redondo, casaquilla de mañana y ropa de paisano, pues el tumulto lo sorprendió en el baño y no tuvo tiempo de vestirse de uniforme. Trae en una mano el sable de un corneta de cazadores a caballo muerto por el populacho ante la puerta de la casa donde se aloja. Murat aún se enfurece más al escuchar su informe.
– ¿Qué hace Grouchy, maldita sea?… ¡Ya tendría que estar trayendo a la caballería desde el Buen Retiro!
– No sabemos dónde está el general Grouchy, Alteza.
– Pues busquen a Privé.
– Tampoco aparece.
– ¡Entonces, a Daumesnil!… ¡A quien sea!
El duque de Berg está fuera de sí. Lo que estimaba una represión brutal, rápida y eficaz, se está yendo de las manos. A cada momento entran mensajeros con partes sobre incidentes en la ciudad y franceses atacados por la gente. La lista de bajas propias aumenta sin cesar. Acaba de confirmarse la muerte del hijo del general Legrand -un joven y prometedor teniente de coraceros liquidado por un macetazo en la cabeza, comentan con estupor-, la herida grave del coronel Jacquin, de la Gendarmería Imperial, y también que el general La Riboisiére, comandante de Artillería del estado mayor, lo mismo que medio centenar de jefes y oficiales, se encuentra bloqueado por el populacho en su alojamiento, sin poder salir.
– Quiero a los marinos de la Guardia protegiendo esta casa, y a mis cazadores vascos en Santo Domingo. Usted, Friederichs, asegure con sus dos batallones de granaderos y fusileros la plaza de Palacio y la entrada a la Almudena y la Platería… Que la tropa tire sin compasión. Sin perdonar la vida de nadie, sea cual sea la edad o el sexo. ¿Está claro?… De nadie.
Sobre un plano de Madrid extendido en la mesa -español, aprecia el joven Marbot, levantado hace veintitrés años por Tomás López-, Murat repite sus órdenes a los recién llegados. El dispositivo, previsto hace días, consiste en traer a la ciudad a los veinte mil hombres acampados en las afueras; y con los diez mil que ya hay dentro, tomar todas las grandes avenidas y controlar las principales plazas y puntos clave, para evitar el movimiento y las comunicaciones entre un barrio y otro.
– Seis ejes de progresión, ¿comprendido?… Una columna de infantería entrará desde El Pardo por San Bernardino, otra de la Casa de Campo por el puente y la calle de Segovia pasando por Puerta Cerrada, otra por Embajadores y otra por la calle de Atocha… Los dragones, los mamelucos, los cazadores a caballo y los granaderos montados del Buen Retiro avanzarán por la calle de Alcalá y la carrera de San Jerónimo, mientras la caballería pesada sube con el general Rigaud desde los Carabancheles por la puerta y calle de Toledo… Esas fuerzas irán cortando las avenidas, aislando cuarteles, y confluirán en la plaza Mayor y la puerta del Sol… Si hace falta, para controlar el norte de la ciudad moveremos dos columnas más: el resto de la infantería desde el cuartel del Conde-Duque, y la que está acampada entre Chamartín, Fuencarral y Fuente de la Reina… ¿Me explico? Pues espabilen. Pero antes miren ese reloj, caballeros. Dentro de una hora, o sea, a las once y media, a las doce como mucho, todo tiene que haber terminado. Muévanse. Y usted, Marbot, esté atento. En seguida habrá algo para usted.
– No tengo caballo, Alteza.
– ¿Que no tiene qué?… ¡Quítese de mi vista, maldita sea!… ¡Ocúpese de este inútil, Belliard!
Читать дальше