Mientras Montaño y los otros se dirigen a cumplir la orden, Arango toma algunas disposiciones adicionales, como poner a otros dos artilleros en la puerta para que ayuden al cabo Alonso, pues la gente de afuera, que sin duda oye la jarana, arrecia en sus gritos y pide armas. Además, encarga al sargento Rosendo de la Lastra que no quite ojo a los franceses, e informe hasta de cuando vayan a las letrinas. Como última disposición, despacha al soldado José Portales a la Junta de Artillería, a la calle de San Bernardo, con el mensaje verbal para el coronel Navarro Falcón de que envíe con urgencia un oficial de rango superior que maneje la situación. Luego respira hondo, se llena los pulmones de aire como si fuera a zambullirse, y va en busca del capitán francés, para convencerlo de que todo está en orden.
– ¡Armas! ¡Armas!… ¡Necesitamos armas!
Corre la gente furiosa y desaforada por las calles próximas a Palacio, mostrando las manos desnudas, las ropas manchadas de sangre, metiendo heridos en los portales de las casas. En los balcones, las mujeres gritan, lloran. Unos vecinos corren a esconderse, otros salen enardecidos y exigen venganza y muerte, mientras una enajenación colectiva inflama las calles. «A matar gabachos» es grito general. Y frente a quienes argumentan la falta de armas, circula la consigna «tenemos palos y cuchillos». En la plaza de la Cruz Verde, un sargento de caballería polaca, que allí se aloja, es acometido por un grupo de mozalbetes cuando sale para dirigirse a su puesto, muerto a pedradas y navajazos, y colgado de los pies, desnudo, en un farol de la esquina de la calle del Rollo. Y a medida que se difunde la noticia de la matanza en Palacio, de barrio en barrio empieza la caza general del francés.
– ¡Están buscando a los gabachos por todo Madrid!… ¡A las armas!… ¡A las armas!
La multitud corre de un lado a otro, exaltada, buscando en quien vengarse. El centro de la ciudad es un hervidero de odio. Desde el balcón de Correos, el alférez de fragata Esquivel ve cómo el gentío de la puerta del Sol apedrea a un dragón que pasa al galope, inclinado sobre la crin de su caballo, en dirección a la carrera de San Jerónimo. Por todas partes suenan gritos llamando a las armas y a la montería de franceses, y el populacho comienza a lanzarse sobre éstos cuando los encuentra aislados, sorprendidos en la puerta de sus alojamientos o camino de los cuarteles. Muchos oficiales, suboficiales y soldados pierden así la vida, acuchillados al poner el pie en la calle. En los primeros momentos, además del sargento de caballería polaca, dos militares imperiales son asesinados frente al teatro de los Caños del Peral, tres mueren degollados en la plaza del Conde de Barajas, y dos apuñalados con tijeras de sastre junto a la taberna del arco de Botoneras. Y a otro polaco, de los que montan guardia en la plazuela del Ángel frente al palacio de Ariza -residencia del general Grouchy-, le descargan un trabuco en la espalda. Mucha gente hecha a la rapiña y la navaja sale a pescar en río revuelto, con el resultado de que a los cadáveres franceses se les despoja de bolsas, anillos, prendas de ropa y cuantos objetos de valor llevan encima.
No son pocas las mujeres que intervienen en el desorden. Tras echarse a la calle a ecos del tumulto, Ramona Esquilino Oñate, de veinte años, soltera, que vive en el número 5 de la calle de la Flor, camina con su madre hasta la esquina de San Bernardo, animando al vecindario a enfrentarse a los franceses.
– ¡Herejes sin Dios y sin vergüenza! -los define la madre.
Y dando allí con un oficial imperial que sale de una casa donde se aloja, lo acometen ambas arrebatándole la espada, le causan varias heridas con ésta, y lo habrían matado de no acudir en su socorro varios soldados franceses, que a culatazos y golpes de bayoneta dejan a las dos mujeres malparadas y exánimes.
De los barrios más broncos, a los que van llegando noticias de balcón en balcón y de boca en boca, convergen hacia las calles céntricas grupos de chisperos, manolos y gentuza encolerizada, con el aliento de numerosas mujeres que los acompañan y jalean, para atacar a todo francés con que se topan. No hay soldado imperial a pie o montado que no reciba palos, navajazos, pedradas, golpes de tejas, ladrillos o macetas. Una de éstas, arrojada desde un balcón de la calle del Barquillo, mata al hijo del general Legrand -que ha sido paje personal del Emperador-, derribándolo del caballo ante la consternación de sus compañeros. Cerca de allí, José Muñiz Cueto, asturiano de veintiocho años, que trabaja de mozo en la hostería de la plazuela de Matute y viene de Palacio espantado por lo que acaba de vivir, se une a otros jóvenes en la persecución de un francés al que descubren huyendo, hasta que éste se mete en el colegio de Loreto, donde unas monjas salen a defenderlo y lo acogen dentro. De vuelta a la hostería, el asturiano encuentra a su hermano Miguel y a otros tres sirvientes -se llaman Salvador Martínez, Antonio Arango y Luis López- armándose con el dueño del negocio, José Fernández Villamil, para salir a buscar franceses. En la cocina se oye el llanto de la hostelera y las criadas.
– ¿Vienes? -pregunta el amo.
– La duda ofende. Y más yendo mi hermano.
Se echan los seis afuera en chaleco y remangadas las camisas, serios, determinados. Todos llevan sus navajas, a las que han añadido grandes cuchillos de cocina, el hacha de partir leña, un chuzo oxidado, un espetón de asar y una escopeta de caza que el hostelero descuelga de la pared. En la calle de las Huertas, donde se les unen el aprendiz de sastre de un taller cercano y un platero de la calle de la Gorguera, hay un enorme charco de sangre en el suelo, pero no ven a nadie muerto o herido, ni español ni francés. Alguien dice desde una ventana que un mosiú se ha defendido: la del suelo es sangre madrileña. Algunas mujeres gritan o se lamentan en los balcones; otras, al ver al hostelero y sus mozos, aplauden y piden venganza. De camino, mientras la partida engrosa con nuevas incorporaciones -un mancebo de botica, un yesero, un mozo de cuerda y un mendigo que suele pedir en Antón Martín-, algunos comerciantes cierran las puertas y ponen tablones en los escaparates. Unos pocos animan al grupo armado, y los chicuelos de la calle dejan trompos y tabas para correr detrás.
– ¡A Palacio!… ¡A Palacio! -grita el mendigo-… ¡Que no quede franchute vivo!
De ese modo empiezan a formarse por toda la ciudad partidas espontáneas, que tendrán papel relevante al poco rato, cuando los disturbios se conviertan en insurrección masiva y la sangre corra a ríos por las calles. La Historia registrará la existencia de al menos quince de estas partidas organizadas, sólo cinco de ellas dirigidas por individuos con preparación militar. Como la capitaneada desde la plazuela de Matute por el hostelero Fernández Villamil, donde figuran los mozos José Muñiz y su hermano Miguel, casi todas las cuadrillas se forman con gente del pueblo bajo, obreros, artesanos, humildes funcionarios y pequeños comerciantes, con poca presencia de clases acomodadas y sólo en un caso conducidas por alguien que pertenece a la nobleza. Uno de esos grupos se levanta en una botillería de la carrera de San Jerónimo; otro se forma en la calle de la Bola, entre los lacayos del conde de Altamira y los del embajador de Portugal; otro sale de la corredera de San Pablo, dirigido por el almacenista de carbón Cosme de Mora; otro lo organiza en la calle de Atocha el platero Julián Tejedor de la Torre con su amigo el guarnicionero Lorenzo Domínguez, sus oficiales y aprendices; y otro, el más ilustrado de los que hoy combatirán en las calles de Madrid, es levantado por el arquitecto y académico de San Fernando don Alfonso Sánchez en su casa de la parroquia de San Ginés, donde arma a sus criados, a algunos vecinos y a sus colegas Bartolomé Tejada, profesor de Arquitectura, y José Alarcón, profesor de Ciencias en la academia de cadetes de Guardias Españolas: unos caballeros que, según todos los testigos, pelearán durante la jornada, pese a su posición, edad e intereses, con mucho coraje y mucha decencia.
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