En compañía del sirviente, llamado Olmos, que fue soldado y ordenanza suyo en Málaga, el marqués pretende echar una ojeada por aquella parte del barrio y luego subir hacia Palacio. Así que, pasando por detrás de Santa María, toma la calle de la Almudena hasta la plaza de los Consejos, y tras cambiar impresiones con un encuadernador de libros al que conoce -el hombre, preocupado, duda si abrir su taller o no-, tuerce a la izquierda por la calle del Factor para dirigirse a Palacio. Esa calle está desierta. No hay un alma, y balcones y miradores se ven vacíos. Así que el instinto militar del marqués se inquieta con tan extraño silencio.
– Esto no me gusta un pelo, Olmos.
– A mí tampoco.
– Volvamos, entonces. Iremos por el arco de Palacio. Custos rerum prudentia , etcétera… ¿No crees?
– Yo creo lo que usía diga.
Un redoble de tambor los deja helados. El sonido crece tras la esquina de la calle del Biombo, acompañado por el rítmico golpeteo de suelas sobre el empedrado: pasos numerosos que avanzan con rapidez. El marqués y su criado se pegan a la fachada de la casa más próxima, buscando resguardo en el portal. Desde allí ven cómo una compañía completa de infantería con los fusiles prevenidos, sus oficiales al frente y sable en mano, aparece doblando la esquina y se dirige hacia Palacio a paso ligero.
Las tropas francesas salen de San Nicolás.
La primera fuerza francesa que desemboca en la explanada, un poco antes de las diez de la mañana, son ochenta y siete hombres del batallón de granaderos de la Guardia imperial que custodia la residencia del duque de Berg en el palacio Grimaldi. Blas Molina, que ha regresado a la plaza tras matar al soldado francés junto a San Juan, ve llegar la compacta columna de uniformes azules con peto blanco y chacós negros. Éstos, comprende en seguida, no son reclutas sino tropas de élite. Como el resto de la gente entre la que se encuentra, el estado de ánimo del cerrajero oscila entre el estupor y la cólera por la actitud amenazante de los recién llegados. El trayecto desde la cercana plaza de Doña María de Aragón lo han hecho los franceses en pocos minutos, y al llegar a la explanada se ven reforzados por dos tiros de caballos arrastrando cañones de a veinticuatro libras y por el resto de la infantería que abandona San Nicolás. Esas fuerzas convergen sobre la puerta del Príncipe y se despliegan en impecable maniobra. El oficial al mando tiene órdenes directas de Murat: repetir la acción de castigo que tan buenos resultados dio a Napoleón en El Cairo, en Milán, en Roma, y últimamente al mariscal Junot en Lisboa. De modo que, con la eficacia profesional que corresponde al mejor ejército del mundo, las órdenes se suceden con rigor militar, los artilleros desenganchan las cureñas de cañón de sus tiros y los ponen en batería, cargándolos con metralla, y los granaderos se alinean disponiendo los fusiles frente al medio millar de personas congregadas ante el edificio.
– Va a caer pedrisco -dice alguien junto a Molina.
No hay advertencia ni intimación previa. Apenas los cañones quedan en batería y los granaderos en dos filas, la primera rodilla en tierra y la segunda en pie, fusiles encarados, un oficial levanta su sable y ordena fuego sin más trámite: una primera descarga alta, sobre las cabezas de la gente que se arremolina asustada, y una segunda directa a matar, con metralla de los cañones, que retumban con doble estampido, arrojan humo y fogonazos, y en un instante riegan de balas y esquirlas la explanada. Esta vez no hay gritos patrióticos, ni insultos a los franceses, ni otra cosa que el alarido de pánico que sale de centenares de gargantas mientras la multitud, sorprendida por tan brutal contundencia, corre dispersándose en todas direcciones, pisoteando a los heridos que se revuelcan en charcos rojos, a las mujeres que tropiezan, a los que, alcanzados por las descargas de fusilería que los franceses hacen ahora con implacable cadencia, caen por todas partes mientras las balas y la metralla zumban, rompen, quiebran, mutilan y matan.
La eficacia del fuego francés sobre el gentío inerme y despavorido es letal. No puede calcularse el número exacto de víctimas frente al Palacio Real. La Historia retendrá, entre otros, los nombres de los vecinos Antonio García, Blasa Grimaldo Iglesias, Esteban Milán, Rosa Ramírez y Tomás Castillón. Incluso hay muertos entre el personal palatino: el médico de Su Majestad Manuel Pereira, el cerero real Cosme Miel, el ayuda de cámara Francisco Merlo, el cochero real José Méndez Álvarez, el lacayo de las Reales Caballerizas Luis Román y el farolero de Palacio Matías Rodríguez. Entre quienes podrán contarlo, el portero de cadena más antiguo del edificio, José Rodrigo de Porras, recibe una herida de metralla en la cara y otra del rebote de una bala en la cabeza; Joaquín María de Mártola, aposentador mayor honorario del rey, que se encuentra en el coche al que José Lueco y sus compañeros cortaron los tirantes de los caballos, recibe un impacto que le rompe un brazo; y al mayordomo de semana Rodrigo López de Ayala, asomado a una ventana del palacio, le saltan a la cara los cristales rotos por una bala que lo alcanza en el pecho, y de cuya herida morirá dos meses más tarde.
Al crepitar la fusilada y llenarse la plaza de humo y sangre, Blas Molina corre aterrado, agachando la cabeza. En mitad del tumulto, mientras pierde la capa y la busca, ve caer herido a otro cerrajero al que conoce, el asturiano Manuel Armayor. También cree identificar, en una mujer que está en el suelo con la cabeza abierta de un balazo, a la alta y bien parecida que entró tras él en Palacio agitando un pañuelo blanco. Deteniéndose un instante, Molina intenta socorrer al colega caído, pero el fuego francés es intenso, así que desiste y corre como todos, buscando ponerse a salvo. En cuanto a Manuel Armayor, alcanzado por las primeras descargas, consigue al fin levantarse y, dando traspiés, corre hasta caer desmayado en brazos de un grupo de fugitivos. Entre todos lo llevan a rastras hacia su casa de la calle de Segovia; desangrándose, pues mientras lo retiran recibe tres disparos más.
– Eso son tiros -dice el cabo José Montaño.
En el parque de Monteleón, como el resto de sus hombres, el teniente Rafael de Arango se queda inmóvil y atento. Lo que suena en la distancia parecen disparos, en efecto, pero aislados y lejanos. Los artilleros se miran unos a otros. También los franceses lo han oído, pues Arango ve al capitán discutir con uno de los suboficiales y volverse luego en su dirección, como reclamando explicaciones.
– Al final se va a liar -murmura alguien.
– O se ha liado -dice otro.
– ¡Silencio! -ordena Arango.
Siente enormes deseos de sentarse en un rincón apartado, cerrar los ojos y desentenderse de todo. Pero no puede hacer eso. Tras reflexionar un poco, encarga discretamente al cabo Montaño y a otros tres artilleros que se metan con disimulo en la sala de armas y pongan piedras a los fusiles.
– Más vale estar prevenidos -apunta, como sin darle importancia-. Porque nunca se sabe.
– ¿Y qué hay de los cartuchos, mi teniente?
Arango vacila un poco. Las órdenes especifican que la tropa debe estar sin munición. Pero no sabe qué está pasando. Los rostros desorientados de sus hombres, que lo miran con respetuosa confianza aunque alguno tiene edad para ser su padre -parece mentira lo que impone una charretera en el hombro derecho-, terminan por decidirlo. Son su responsabilidad, concluye, y no puede dejarlos indefensos entre los franceses. No hasta ese extremo.
– Escondidas bajo el armero del barracón hay ocho cajas. Abran una sin llamar la atención, y que cada uno de los nuestros coja un puñado y se lo meta en los bolsillos… Pero no quiero ni un fusil cargado. ¿Entendido?
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