Ian Rankin - La música del Adiós

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Otoño, Edimburgo, hacia el final de la carrera del inspector John Rebus, que intenta cerrar alguno de los casos pendientes antes de jubilarse, cuando aparece muerto joven poeta ruso, al parecer a causa de un atraco que ha salido mal. Como por casualidad, una delegación comercial rusa que intenta de hacer negocios en Escocia visita la ciudad, y políticos y banqueros se muestran decididos a que el caso sea rápidamente cerrado y sin ambigüedades. Pero cuanto más indagan Rebus y su colega, la sargento Siobhan Clarke, más convencidos están de que no se trata de una simple agresión; más aún al producirse un segundo y repugnante homicidio.
Simultáneamente, la brutal agresión a un gángster de Edimburgo sitúa a Rebus bajo sospecha. ¿Ha llevado el inspector Rebus demasiado lejos su intervención en la solución de los casos? A escasos días de jubilarse de su magnífica carrera, ¿se habrá liado Rebus la manta a la cabeza?
Intensa y emocionante, La Música del adiós no es sólo el colofón agridulce de los años de servicio del inspector John Rebus, es una incisiva reflexión sobre el poder, el dinero y el crimen en un país en venta al mejor postor.

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– Dios tendrá sus razones.

– ¿Tiene algo todo eso que ver para que ingresara en la policía?

– Quizá… Le agradezco que no lo haya afirmado taxativamente. Mucha gente lo interpreta así. « Es tu expiación, Todd » o « Quieres demostrar que no todos los Goodyear son iguales ».

– Estereotipos -comentó Clarke.

– ¿Y usted, sargento Clarke? ¿Por qué se hizo policía?

Ella reflexionó un instante calculando si decirle o no la verdad.

– Creo que fue una reacción contra mis padres, que eran los típicos liberales izquierdistas de los años sesenta.

– ¿Y la única manera de rebelarse era formar parte del sistema? -dijo Goodyear sonriendo y asintiendo con la cabeza.

– Bastante bien dicho -comentó Clarke llevándose la taza a los labios-. ¿Qué piensa su hermano de esto?

– ¿Sabe que se ha metido en líos alguna vez?

– Sé que está fichado -admitió Clarke.

– ¿Ha comprobado mis antecedentes? -Clarke decidió no contestar-. Yo no lo veo nunca -dijo Goodyear, haciendo una pausa-. Bueno, no es cierto. Estuvo en el hospital y fui a verle.

– ¿Por algo grave?

– Se vio envuelto en una pelea tonta en un pub. Sol es así.

– ¿Es mayor o menor que usted?

– Dos años mayor. Aunque no se nota… cuando éramos niños los vecinos decían que yo parecía mucho mayor. Se referían a que me portaba mejor… y era yo quien iba a comprar y hacía recados… -pareció perderse un instante en la evocación del pasado y a continuación meneó la cabeza-. El inspector Rebus tiene una larga relación con Big Ger Cafferty, ¿verdad?

A Clarke le sorprendió el cambio de conversación.

– Depende, ¿a qué se refiere? -replicó con cautela.

– Es lo que se comenta en el Cuerpo; dicen que son muy amigos.

– Se detestan mutuamente -dijo Clarke casi sin quererlo.

– ¿De verdad?

Ella asintió con la cabeza.

– A veces me pregunto cómo acabará el asunto… -añadió casi hablando para sí misma, porque lo había pensado más de una vez en las últimas semanas-. ¿Lo pregunta por algo en concreto?

– Cuando Sol empezó a traficar creo que fue inducido por Cafferty.

– ¿Lo cree o lo sabe?

– Él nunca lo ha reconocido.

– Entonces, ¿cómo está tan seguro?

– ¿Se les sigue permitiendo a los policías tener corazonadas?

Clarke sonrió al pensar de nuevo en Rebus.

– Está mal visto.

– Pero no por eso deja de suceder -dijo él examinando lo poco que quedaba en la taza-. Me alegro de que me haya tranquilizado respecto al inspector Rebus. He advertido que no se ha sorprendido cuando mencioné a Cafferty.

– Como bien has dicho, hice ciertas comprobaciones.

Él sonrió y asintió con la cabeza y le preguntó si quería otro café.

– No, uno está bien de momento -contestó ella apurando la taza y tardando unos segundos en adoptar la decisión-. Su comisaría es Torphichen, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Le podrían prestar una mañana? -el rostro de Goodyear se iluminó como el de un niño en Navidad-. Les llamaré y les diré que le he birlado unas horas. Sólo unas horas -añadió esgrimiendo un dedo-. A ver qué tal nos llevamos.

– No se arrepentirá -dijo Todd Goodyear.

– Eso mismo me dijo el viernes… Mejor será que así sea.

« Mi caso y mi equipo », pensó Clarke. Y allí tenía a su primer recluta. Tal vez fuese su desarmante entusiasmo, que le recordaba sus tiempos de agente de uniforme, o el hecho de librarle de su compañero de servicio. Sí, claro, con Rebus a punto de jubilarse, un colchón entre ella y el resto de sus colegas podría ser útil…

«¿ Egoísmo o amabilidad ?», se preguntó. ¿No serían las dos cosas si pasaba a la acción?

* * *

Roger Anderson avanzó hasta la mitad del camino de entrada y vio el coche que bloqueaba la verja. Era una puerta eléctrica, que se había abierto al apretar un botón, pero frente a ella había un Saab que le impedía salir.

– Será posible semejante desconsideración… -musitó pensando en qué vecino sería el culpable.

Los Archibald, dos puertas más allá, siempre andaban con obras o invitados. Los Grayson de enfrente tenían aquel invierno a dos hijos que llevaban tiempo fuera de casa. Estaban, además, los que llamaban en un mal momento y los que echaban propaganda… Tocó el claxon del Bentley, lo que hizo que su mujer se asomase a la ventana del comedor. ¿Había alguien en el asiento del pasajero del Saab? No… ¡en el asiento del conductor! Anderson pulsó el claxon un par de veces, se desabrochó el cinturón de seguridad y salió del coche a zancadas hacia el inoportuno vehículo. El cristal de la ventanilla del conductor se abrió y asomó una cabeza.

– Ah, es usted… -dijo al ver que era uno de los policías del día anterior-, el « inspector no sé cuantos ».

– El inspector Rebus -dijo él al banquero-. ¿Qué tal se encuentra esta mañana, señor Anderson?

– Escuche, inspector, hoy mismo pasaré por su comisaría…

– Cuando le venga bien, señor, pero no he venido por eso.

– ¿Ah, no?

– Después de visitarle a usted el viernes fuimos a ver al otro testigo, la señorita Sievewright.

– ¿Ah, sí?

– Y nos dijo que había ido usted a verla.

– Sí -dijo Anderson mirando por encima del hombro, comprobando si su mujer podía oírles.

– ¿Por qué motivo, señor?

– Quería asegurarme de que no había sufrido ningún… Bueno, se llevó una impresión tremenda, ¿no?

– Y por lo visto usted le causó otra, señor.

Anderson se ruborizó.

– Yo sólo fui para…

– Ya lo ha dicho -le interrumpió Rebus-. Pero lo que yo me pregunto es cómo sabía su nombre y dirección, porque no figuran en el listín telefónico.

– Me lo dijo el agente.

– ¿La sargento Clarke? -inquirió Rebus frunciendo el ceño, pero Anderson negó con la cabeza.

– Cuando nos tomaron declaración. Bueno, después yo me ofrecí a llevarla a casa y él mencionó el nombre y la dirección: Blair Street.

– ¿Y se dedicó usted a recorrer Blair Street de arriba abajo buscando un portero automático con ese nombre?

– No creo que haya hecho nada malo.

– En cuyo caso supongo que habrá informado de ello a la señora Anderson.

– No, escuche usted…

Pero Rebus giró la llave de encendido.

– Le esperamos más tarde en la comisaría… con su señora esposa, por supuesto.

Arrancó con la ventanilla abierta y la dejó así unos minutos. Sabía que a aquella hora de la mañana el tráfico hacia el centro sería lento. Sólo había tomado tres pintas por la noche, pero sentía la cabeza gomosa. El sábado vio un rato la televisión y se llevó la contrariedad de otro fallecimiento: el futbolista Ferenc Puskas. Él era un jovencillo en tiempos de la final de la copa de Europa jugada en Hampden entre el Real Madrid y el Eintrahct de Frankfurt; ganó el Madrid por 7-3. Fue un partido fantástico y Puskas era un jugador increíble. En aquel entonces él buscó en un atlas el país de Puskas -Hungría- y deseó ir allí.

Jack Palance, y ahora Puskas; dos desaparecidos. Es lo que sucedía con los ídolos.

Bien: el sábado por la noche en el bar Oxford ahogó sus penas, y a la mañana siguiente se le habían borrado todas las conversaciones. El domingo fue a la lavandería y al supermercado; en la tele anunciaron que un periodista ruso llamado Litvinenko había sido envenenado en Londres, lo que le hizo incorporarse en el sillón y subir el volumen del televisor. Gates y Curt hablaron en broma de puntas de paraguas y ahora sucedía eso de verdad. Una de las hipótesis era que la mafia rusa había envenenado un plato de sushi que había comido en un restaurante. Litvinenko se encontraba hospitalizado bajo custodia policial. Rebus optó por no llamar a Siobhan; al fin y al cabo era una coincidencia. Estaba inquieto y se despertaba aterrado por las mañanas. Había dejado atrás su último fin de semana de policía y comenzaba su última semana. Siobhan se había portado estupendamente el viernes e incluso le había dicho un poco avergonzada que Macrae le había encargado a ella el caso.

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