A la una y treinta y cinco se acercó una furgoneta, un modelo antiguo. El conductor se volvió para mirarme al entrar en el camino de acceso y aparcar. El vehículo y el número de la matrícula coincidían con los datos que me habían facilitado. Por la descripción, aquel hombre era el mismísimo Bob al que debía entregar la citación. Antes de que yo pudiera hacer algo, salió, cogió un petate de la caja de la furgoneta y cargó con él camino arriba. Un gato gris de aspecto roñoso apareció de la nada y trotó detrás de él. Bob abrió la puerta delantera apresuradamente y el gato aprovechó de inmediato la oportunidad para colarse. Bob volvió a dirigir la mirada hacia mí antes de entrar y cerrar la puerta. Eso no era buena señal. Si sospechaba que yo pretendía entregarle una citación, podía pasarse de listo y escabullirse por la puerta de atrás para eludirme. Si yo justificaba mi presencia allí, quizás atenuaba su paranoia y lo atraía a mi trampa.
Salí, me acerqué a la parte delantera del coche y levanté el capó. Con cierta exageración, simulé que toqueteaba el motor, luego me puse en jarras y cabeceé. Cielos, desde luego una chica no sabe ni por dónde empezar con un motor sucio, viejo y enorme como ése. Esperé un tiempo prudencial y luego bajé el capó ruidosamente. Crucé la calle y recorrí el camino de acceso hasta el porche de su casa. Llamé a la puerta.
Nada.
Volví a llamar.
– ¡Oiga! Perdone que lo moleste, pero quería saber si puedo usar su teléfono. Creo que me he quedado sin batería.
Habría jurado que estaba al otro lado de la puerta, escuchándome mientras yo intentaba escucharlo a él.
No hubo respuesta.
Llamé otra vez, y al cabo de un minuto regresé a mi coche. Me senté y me quedé con la vista fija en la casa. Para mi sorpresa, Vest abrió la puerta y me miró detenidamente. Me incliné hacia la guantera y simulé que buscaba el manual del usuario. ¿Tendría un Mustang de diecisiete años un manual? Cuando volví a mirar, él había bajado los peldaños del porche y se dirigía hacia mí. Mierda.
Cuarentón, sienes plateadas, ojos azules. Tenía el rostro surcado por finas arrugas: una permanente mueca de descontento. No parecía ir armado, y eso me resultó alentador. En cuanto estuvo a una distancia razonable bajé la ventanilla y dije:
– Hola, ¿qué tal?
– ¿Era usted quien llamaba a mi puerta?
– Ajá. Quería pedirle que me dejara usar su teléfono.
– ¿Qué problema tiene?
– No puedo arrancar el motor.
– ¿Quiere que lo intente yo?
– Claro.
Vi que desviaba la mirada hacia las citaciones en el asiento del acompañante, pero no debió de registrar la referencia al tribunal superior y todas las alusiones a la demandante contra el demandado, porque no ahogó una exclamación ni dio un respingo horrorizado. Plegué el documento y me lo guardé en el bolso al salir del coche.
Ocupó mi sitio en el asiento delantero, pero, en lugar de girar la llave, apoyó las manos en el volante y cabeceó en actitud admirativa.
– Yo tuve una de estas virguerías. Nada menos que el Boss 429, el rey de los supercoches, y lo vendí. Para lo que saqué, podría haberlo regalado. Aún me doy de cabezazos. Ni siquiera recuerdo para qué necesitaba el dinero. ¿Dónde lo ha encontrado?
– En un concesionario de segunda mano de Chapel. Fue un capricho que me di. No llevaba en la tienda ni medio día. El vendedor me contó que no se fabricaron muchos.
– Apenas cuatrocientos noventa y nueve en 1970 -dijo-. Ford creó el motor 429 en 1968 después de empezar Petty a arrasar en el campeonato nacional de stock cars con su 426 Hemi Belvedere. ¿Se acuerda de Bunkie Knudsen?
– Pues la verdad es que no.
– Ya, bueno, pues más o menos por esa época se marchó de GM y asumió la dirección de Ford. Fue él quien los convenció para que equiparan las líneas Mustang y Cougar con el motor 429. El hijo de puta es tan grande que tuvieron que resituar la suspensión y colocar la batería en el maletero. Al final sufrieron pérdidas, pero los Boss 302 y 429 siguen siendo los coches más increíbles que se han fabricado. ¿Cuánto le ha costado?
– Cinco mil.
Pensé que se daría con la cabeza contra el volante, pero se limitó a moverla en uno de esos lentos movimientos que denotan un pesar infinito.
– No tenía que haberlo preguntado. -Dicho esto, giró la llave del contacto y el motor arrancó en el acto-. Debe de haberlo ahogado.
– Tonta de mí. Se lo agradezco.
– No ha sido nada -dijo-. Si alguna vez quiere vender el coche, ya sabe dónde estoy.
Salió y se apartó a un lado para dejarme entrar en el coche.
Saqué los papeles de mi bolso.
– ¿No será usted Bob Vest, por casualidad?
– Lo soy. ¿Nos concemos?
Le entregué la citación, que él cogió automáticamente cuando le toqué el brazo.
– No. Lamento tener que decirlo, pero es una citación -con- testé mientras me sentaba al volante.
– ¿Cómo dice? -Miró los papeles y, cuando vio qué era, exclamó-: Mierda.
– Y por cierto, debería cuidar mejor a su gato.
Cuando regresé a la oficina, llamé por segunda vez a la sobrina de Gus. Con las tres horas de diferencia, esperaba encontrarla ya en casa, de vuelta del trabajo. El teléfono sonó tanto tiempo que me sorprendió cuando por fin descolgó. Repetí el parte original de forma abreviada. Ella estaba en la inopia, como si no supiera de qué le hablaba. Volví a soltarle el discurso en una versión más elaborada, explicándole quién era yo, qué le había pasado a Gus, su traslado a la residencia y la necesidad de que alguien, más concretamente ella, acudiera en su ayuda.
– ¿No hablará en serio? -dijo Melanie.
– No es ésa la respuesta que yo esperaba.
– Estoy a cinco mil kilómetros de allí. ¿De verdad considera que es tan urgente?
– Bueno, no se está muriendo desangrado ni nada por el estilo, pero necesita su ayuda. Alguien tiene que hacerse cargo de la situación. No está en condiciones de valerse por sí solo.
Su silencio inducía a pensar que la idea no le entusiasmaba, ni total ni parcialmente. ¿Qué le pasaba a esa mujer?
– ¿A qué se dedica? -pregunté para instarla a hablar.
– Soy vicepresidenta ejecutiva de una agencia de publicidad.
– ¿No cree que podría hablar con su jefe?
– Jefa.
– Tanto mejor. Estoy segura de que una mujer entenderá la crisis que nos atañe. Gus tiene ochenta y nueve años y usted es su única pariente viva.
El tono de su voz pasó de la oposición a la simple reticencia.
– La verdad es que tengo contactos profesionales en Los Ángeles. No sé cuánto tardaría en organizarlo, pero supongo que podría viajar a finales de esta semana y tal vez ver a Gus el sábado o el domingo. ¿Qué le parece?
– Un día aquí no servirá de nada a menos que tenga la intención de dejarlo donde está.
– ¿En la residencia? No es mala idea.
– Sí, lo es. Para él, aquello es un suplicio.
– ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo ese sitio?
– Expongámoslo así: yo a usted no la conozco de nada, pero tengo la razonable certeza de que no se quedaría en un sitio así ni muerta. Está limpio y la atención es excelente, pero su tío quiere estar en su propia casa.
– Pues no va a ser posible. Usted misma ha dicho que no puede valerse por sí mismo con el hombro tal y como lo tiene.
– A eso voy. Tendrá que contratar a alguien para que cuide de él.
– ¿Y eso no podría hacerlo usted? Tendrá una idea más clara de cómo organizarlo. Yo no soy de allí.
– Melanie, es su responsabilidad, no la mía. Yo apenas lo conozco.
– Tal vez pueda echar usted una mano durante un par de días, hasta que encuentre a alguien.
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