Sue Grafton - T de trampa

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Es el mes de diciembre, y Kinsey Millhone atraviesa una época de calma. Tiene entre manos un caso rutinario: una colisión entre dos vehículos, que ha de investigar para el abogado Lowell Effinger. Sin embargo, a medida que avanza en sus pesquisas, empieza a sospechar que la mayoría de los implicados, incluidos los testigos, no son lo que parecen. Además, la tranquilidad de Kinsey se ve perturbada cuando Gus Vronsky, un vecino que no se distingue precisamente por su amabilidad ni su buen humor, sufre una caída y no puede valerse por sí mismo; contrata entonces a Solana Rojas, una enfermera que habrá de cuidarlo y tras cuya aparición Gus parece ir de mal en peor. Para colmo, Henry, el octogenario casero de Kinsey, se echa novia e insiste en que la detective le dé su opinión. Inmersa de pronto en todos estos asuntos que no le dan respiro, Kinsey se ve obligada a agudizar su olfato de investigadora, pues tendrá que lidiar con peligrosos psicópatas, con desaprensivos inquilinos y caseros y con ciudadanos aparentemente honestos que, de una manera u otra, hacen trampa y ocultan una identidad irredenta.

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De camino hacia allí me detuve en un supermercado, donde me quedé un rato mirando el revistero. ¿Qué clase de lectura entretendría a un viejo cascarrabias? Compré Revista de maquetas de tren, el Playboy y un libro de crucigramas. Añadí una barra de chocolate de tamaño gigante, por si era goloso y tenía un antojo.

No llevaba mucho tiempo esperando en el vestíbulo, pero como nadie había abierto la ventanilla de la recepcionista, llamé a la mampara con los nudillos. La ventanilla se deslizó ocho centímetros y asomó una mujer de unos cincuenta años.

– Ah, perdone. No me he dado cuenta de que había alguien. ¿En qué puedo ayudarle?

– Me gustaría ver a un paciente, Gus Vronsky. Ha ingresado hoy mismo.

La mujer consultó su Rolodex y luego hizo una llamada, cubriendo el auricular con la mano para impedir que le leyera los labios. Cuando colgó, dijo:

– Tome asiento. Enseguida saldrá alguien.

Ocupé una silla que me ofrecía la panorámica de un pasillo con despachos administrativos a ambos lados. En el extremo opuesto, donde un segundo pasillo se cruzaba con el primero, un mostrador con enfermeras dividía el tráfico peatonal como una roca el flujo de agua de un arroyo. Supuse que las habitaciones hospitalarias se distribuían a lo largo de los dos pasillos periféricos. Las zonas comunes y las habitaciones de los residentes activos y saludables debían de estar en otro sitio. Sabía que el comedor no andaba lejos porque olía mucho a comida. Cerré los ojos y descompuse el menú en sus partes integrantes: carne (quizá cerdo), zanahorias, nabos y algo más, probablemente el salmón del día anterior. Imaginé una hilera de lámparas térmicas calentando las bandejas de acero inoxidable de veinticinco por treinta y cinco centímetros: una a rebosar de cuartos de pollo en salsa de crema, otra llena de boniatos glaseados, una tercera con puré de patata amazacotado y un poco reseco en el contorno. Comparativamente, ¿qué podía tener de malo comer una hamburguesa de cuarto de libra con queso? Si eso era lo que me esperaba al final de mi vida, ¿por qué privarme ahora?

Al cabo de un rato vino a buscarme a la recepción una voluntaria de mediana edad vestida con una bata de algodón rosa. Mientras me conducía por el pasillo permaneció en absoluto silencio, pero, eso sí, lo hizo con gran amabilidad.

Gus ocupaba una habitación semiprivada, y estaba sentado con el tronco erguido en la cama más próxima a la ventana. La vista se reducía al lado interior de la enredadera, tupidas filas de raíces blancas que parecían patas de ciempiés. Tenía el brazo en cabestrillo y por las distintas aberturas del camisón asomaban los hematomas de la caída. Medicare no cubría las atenciones de una enfermera privada, ni teléfono ni televisor.

Una cortina que colgaba de un riel formando un semicírculo ocultaba la cama de su compañero de habitación. En el silencio, oí su respiración estertórea, una mezcla de resuello y suspiro que me llevó a contar cada vez que tomaba aire por si dejaba de respirar y me tocaba a mí realizarle la resucitación cardiopulmonar.

Me acerqué de puntillas a la cama de Gus y, sin proponérmelo, empleé la voz que reservo para las bibliotecas públicas.

– Hola, señor Vronsky. Soy Kinsey Millhone, su vecina.

– ¡Ya sé quién es! No me he caído de cabeza. -Gus adoptó su tono de costumbre, que allí se me antojó un grito. Inquieta, miré en dirección a la otra cama preguntándome si las voces despertarían al pobre hombre.

Con la esperanza de aplacar su mal genio dejé lo que le había llevado sobre la mesa rodante junto a la cama.

– Le he traído una barra de chocolate y unas revistas. ¿Cómo está?

– ¿Y a usted qué le parece? Me duele.

– Ya me lo imagino -musité.

– Déjese de susurros y hable como un ser humano normal. Si no levanta la voz, no oigo una sola palabra.

– Lo siento.

– No basta con sentirlo. Antes de que me haga otra pregunta estúpida, le diré que estoy sentado así porque si me tiendo me duele más. Ahora mismo la palpitación es un suplicio y tengo el cuerpo entero molido. Fíjese en este morado: es de la mucha sangre que me sacaron. Debió de ser un litro y medio en cuatro tubos enormes. Según el informe del laboratorio, soy anémico, pero no había tenido el menor problema hasta que caí en sus manos.

Adopté una expresión compasiva, pero se me había agotado la capacidad de consuelo.

Gus dejó escapar un resoplido de indignación.

– Un día en esta cama y ya tengo el trasero en carne viva. Si me quedo otro más acabaré llagado por todas partes.

– Debería comentárselo a su médico o a una enfermera.

– ¿A qué médico? ¿A qué enfermera? Aquí no ha venido nadie en las últimas dos horas. Además, el médico es un idiota. No sabe de qué habla. ¿Qué ha dicho de mi alta? Más le vale firmarla pronto o me marcharé por mi propio pie. Puede que esté enfermo, pero no soy un prisionero, a menos que ser viejo sea un delito, que es lo que piensan en este país.

– No he hablado con la enfermera de planta, pero va a venir Henry y puede preguntárselo. Telefoneé a su sobrina en Nueva York para informarla de lo que ha pasado.

– ¿A Melanie? Es una inútil. Está demasiado ocupada y ensimismada para preocuparse de personas como yo.

– En realidad, no llegué a hablar con ella. Le dejé un mensaje en el contestador y espero que me devuelva la llamada.

– No servirá de nada. No ha venido a visitarme desde hace años. Le dije que la desheredaría. ¿Sabe por qué no lo he hecho?

Porque me saldría demasiado caro. ¿Por qué habría de pagar a un abogado cientos de dólares para que ella no vea un céntimo? ¿Qué sentido tiene? También me he hecho un seguro de vida, pero no me gusta hablar con mi agente porque siempre intenta venderme algo nuevo. Si retiro su nombre como beneficiaría, me veré obligado a pensar a quién pongo para sustituirla. No me queda nadie más y no pienso dejarle nada a una organización benéfica. ¿Por qué iba a hacerlo? He trabajado mucho para ganar ese dinero. Que los demás hagan lo mismo.

– Pues me parece muy bien -solté por decir algo.

Gus miró la cortina en semicírculo.

– ¿Y a ése qué le pasa? Vale ya de tanto jadeo. Me está poniendo los nervios de punta.

– Creo que duerme.

– Pues es muy desconsiderado.

– Si quiere, puede taparle la cara con una almohada -comenté-. Era broma -añadí al ver que no se reía. Eché una ojeada a mi reloj. Llevaba con él casi diez minutos-. Señor Vronsky, ¿le traigo un poco de hielo antes de marcharme?

– No, ya puede marcharse. Me importa un rábano. Piensa que me quejo demasiado, pero no sabe de la misa la media. Usted nunca ha sido vieja.

– Ya, sí, claro. Ya nos veremos.

Negándome a pasar un segundo más en su compañía, huí. Sin duda su irritabilidad era fruto del sufrimiento y el dolor, pero yo no tenía por qué ponerme a tiro. Tan malhumorada como él, fui a buscar mi coche al aparcamiento.

Como en cualquier caso ya estaba de mal talante, decidí intentarlo de nuevo con la citación de Bob Vest. Su desatención al gato bien podía quedar impune, pero más le valía ocuparse de su ex esposa e hijos. Fui a su casa y aparqué otra vez en la acera de enfrente. Volví a probar en vano con mi habitual llamada a la puerta. ¿Dónde demonios se había metido el tipo aquel? Habida cuenta de que ése era mi tercer intento, en rigor podía darme por vencida y zanjarlo con una declaración jurada de imposibilidad de entrega, pero presentía que estaba cada vez más cerca y no deseaba rendirme.

Regresé al coche y comí lo que me había preparado y puesto en una bolsa de papel marrón: un sándwich de queso, pimiento y aceitunas con pan integral y un racimo de uvas, lo que ascendía a dos raciones de uvas en dos días. Me había llevado un libro y alterné la lectura con la radio. A intervalos encendía el motor, ponía la calefacción y dejaba que el interior del Mustang se llenara de un agradable calor. La cosa empezaba a alargarse. Si Vest no llegaba antes de las dos, me marcharía. Siempre podía decidir más tarde si merecía la pena intentarlo de nuevo.

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