Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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Sabía que Cole debía de estar en la parte de atrás de la casa, pero decidió esperar. Schilling y Fallon podían volver a la habitación en cualquier momento, y entonces Pike podría acabar con ellos. No quería que Cole se enfrentara a aquellos hombres, teniendo en cuenta su estado, y su plan también sería lo más seguro para Ben y Richard. Apoyó el arma contra una acacia para ganar estabilidad y se acomodó a esperar.

Entonces Fallon metió a Cole en la habitación a golpes y Pike se dio cuenta de que no podía esperar más. Corrió hacia la parte de atrás en busca de una entrada.

25

Tiempo desde la desaparición: 54 horas, 12 minutos

El suelo de la mugrienta cocina se inclinó. Noté palpitaciones en la nuca, allí donde me había atizado Fallon. Intenté mantenerme en pie, pero la habitación se movió hacia el otro lado y me di de bruces contra el suelo. Intenté levantarme, pero mis brazos y mis piernas chapoteaban en un océano de vinilo grasiento.

Pensé en Ben.

– Vamos, mamón -ordenó una voz distante.

La cocina se volvió borrosa, y me caí otra vez. Creía que tenía la pistola en la mano, pero cuando me la miré ya no estaba. Levanté la vista y la cocina había desaparecido. Un torreón oscuro se balanceaba sobre mí y junto a la pared del fondo había dos manchas desenfocadas, apiñadas una junto a la otra. Me tambaleé hacia adelante, pero logré sostenerme con la mano. Empecé a verlo todo mejor. Me parece que sonreí, pero quizá sólo fueran imaginaciones mías.

– Te he encontrado.

Ben estaba a tres metros de mí.

A mi espalda, Fallon echó dos pistolas en la montaña de dinero y después se dirigió a Ibo:

– Tenía el arma de Eric. Iré a ver qué ha pasado.

– ¿Se ha cargado a Eric? -preguntó Ibo, señalándome.

– No lo sé. Mételo en la bañera y encárgate de él con la navaja. La escopeta haría demasiado ruido. Luego deshazte de esos dos.

Ibo sacó una navaja larga y curvada y oí que unas voces chillaban en mi interior. Roy Abbott me gritaba que luchara. CromJohnson apelaba a mi espíritu de ranger. Mi madre me llamaba. Sólo importaba Ben. Iba a devolvérselo a Lucy aunque me costase la vida.

Ibo dio un paso hacia mí y en aquel momento Richard Chenier me miró a los ojos como si me viera por primera y última vez y se levantó del suelo haciendo un gran esfuerzo. No se movió ni deprisa ni bien, pero se lanzó a través de la habitacioncita con la entrega de un padre desesperado por salvar a su hijo. La escopeta escupió fuego por encima de mi cabeza. Richard arremetió contra Ibo mientras el primer disparo lo alcanzaba en el costado. Lo arrojó contra mí, y a mí contra Fallon, mientras el segundo le destrozaba el muslo. Yo me tiré sobre la escopeta mientras Ibo se abalanzaba sobre Richard navaja en mano. La escopeta descargó contra el techo mientras Ben echaba a correr hacia la puerta.

Metí el codo, pero Fallon pasó el brazo por delante y me atizó con la escopeta en la cara. Rodeé el cañón con el brazo y acerqué el arma hacia mí, pero Fallon no la soltó. Rebotamos contra la pared, entrelazados con la escopeta en una danza frenética y demoníaca. Le rompí la nariz de un cabezazo. Empezó a resoplar y a sangrar. Tiraba con fuerza de la escopeta, pero la soltó de repente, lo que me hizo caer de espaldas con el arma agarrada. Vi que él recogía la pistola de Schilling de encima del montón de dinero. Todo sucedió en cuestión de milésimas de segundo, quizá menos. Ben gritó.

Pike

Joe Pike rodeó la casa en posición de combate, con la pistola aferrada con ambas manos, lista para disparar. El jardín trasero estaba vacío. Alcanzó la puerta de atrás y miró el interior de la cocina. Esperaba ver a Schilling, pero no había un alma. No le gustaba desconocer la posición de Schilling, pero tenía claro que Fallon iba a matar a Cole en cuestión de momentos.

Entró y se dirigió hacia el pasillo, con la pistola en alto, aunque le ardía el hombro y no podía agarrada con firmeza. El suelo de vinilo gimió con su peso, pero él no se atrevió a detenerse. Echó un vistazo a la puerta trasera en busca de Schilling y en aquel instante la escopeta de Fallon disparó por dos veces, con tal estruendo que tembló toda la casa.

Pike avanzó aún más deprisa. Recorrió el pasillo y llegó hasta la habitación. Actuaba por instinto, sin pensar, para no perder tiempo. Fallon y Cole estaban luchando. De repente Cole se tambaleó y cayó de espaldas con la escopeta. En aquel mismo instante Pike saltó sobre Fallon con el dedo sobre el percutor, a punto de meterle una bala en pleno cráneo, cuando oyó que Ibo gritaba:

– ¡Tengo al crío!

Sostenía a Ben delante de la cabeza, a modo de escudo, y le había puesto una navaja en la garganta.

Pike giró hacia Ibo con la 357, pero ni el disparo fue limpio ni su pulso resultó lo bastante firme. Fallon vio a Pike en aquel mismísimo instante y levantó también la pistola, a una velocidad inhumana, algo casi nunca visto por Pike, que volvió a dirigir su 357 hacia él, consciente en aquella fracción de segundo de que Fallon podía acabar con él. De repente, sin embargo, Fallon titubeó, porque Cole le apuntaba con la escopeta y gritaba para captar su atención. Todos quedaron atrapados en ese instante, entre latido y latido, en que el corazón humano se detiene.

Schilling

Los disparos y los gritos sobresaltaron a Schilling, convencido de que su muerte era inminente. Despertó en África. Creía que las tropas del Gobierno estaban matando a sus hombres en plena noche. Hizo ademán de coger su fusil para salir corriendo hacia la selva, pero el fusil no estaba a su lado y se encontraba en el jardín delantero de una casa de Los Ángeles. Se arrastró hasta los setas que crecían junto a la casa vecina.

«Me cago en todo», pensó, y acto seguido vomitó.

Se sintió algo despejado, aunque aún se notaba borracho y mareado. Se dio cuenta de que Ibo, Fallon y Cole estaban gritando. No, no estaba en África, sino en Los Ángeles. Los demás seguían dentro, con el dinero.

Tanteó el suelo alrededor en busca de la pistola, pero no la encontró. Mierda. Fue a gatas hasta la casa.

Cole

Las tres pistolas zigzagueaban como serpientes listas para saltar sobre su presa. Yo apunté a Fallon, pero luego volví a encañonar albo. El arma de Fallon pasó de Pike a mí y luego volvió a Pike. Y la de éste iba de Fallon a Ibo y al revés. Ibo sostenía a Ben en lo alto para protegerse la cabeza y el pecho. Si alguien apretaba el gatillo acabaría disparando todo el mundo, y todos terminaríamos cosidos a balazos.

Ibo volvió a gritar, escudado tras el cuerpo oscilante de Ben:

– ¡TENGO AL NIÑO! Richard gimió.

Ben forcejeó para soltarse. Actuaba como si la navaja no existiese, o quizá ya todo le diese igual. No dejaba de mirar a Richard.

Apunté a las piernas de Ibo. Con la escopeta de Fallon podía arrancarle una, pero eso no serviría para impedir que hiriese al chico. Me acerqué a la pared en busca de un mejor ángulo. Ibo se refugió en el rincón y levantó a Ben aún más. Era una pesadilla de más de dos metros que se asomaba por detrás de la oreja de Ben.

– ¡Me lo cargo!

Pike y Fallon estaban pegados el uno al otro. Los dos sostenían las armas con ambas manos y los brazos muy tensos.

– ¿No ves la navaja? -dijo Fallon-. Si me disparas, le rajará el cuello al niño.

– Ni se enterará. Y tú tampoco -respondió Pike.

– ¿Joe? -lo llamé.

– Soy bueno.

– ¡Lo haré! -gritó Ibo.

– ¿Puedes darle, Joe?

– Aún no.

Moví la escopeta hacia Fallon, pero luego decidí apuntar albo otra vez. La habitación era pequeña y el sudor hacía aumentar la humedad del ambiente. Aquello parecía una cripta.

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