Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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Dice un antiguo refrán que ningún plan de ataque sobrevive al primer contacto con el enemigo.

Schilling se detuvo junto a la limusina y dejó que se le acostumbrara la vista a la oscuridad. Estaba a menos de seis metros de mí. Permanecí completamente inmóvil. El corazón me latía con fuerza. Contuve la respiración.

Dio un paso hacia adelante y después se detuvo otra vez como si hubiera notado algo. Ladeó la cabeza. El perro aulló.

Schilling cogió las bolsas y después pasó junto al coche blanco y se dirigió hacia la puerta principal de la casa, para llevar el dinero al sedán azul. Al principio me moví lentamente, pero fui ganando velocidad. Me oyó cuando ya estaba a mitad de camino. Se agachó de golpe y dio media vuelta con rapidez, pero ya era demasiado tarde. Le aticé entre los ojos con la pistola y después lo agarré para que no se desplomara y le golpeé dos veces más. Lo dejé en el suelo, busqué la pistola que llevaba y me la metí por la cintura. Me acerqué a toda prisa a la puerta de atrás. Estaba abierta. En la cocina no había nadie. El silencio y la quietud que reinaban en la casa resultaban insoportables. Ibo y Fallon podían regresar en cualquier momento con más bolsas de dinero, pero aquella quietud me asustaba mucho más que eso. Quizá me hubieran oído. Quizás Ibo y Fallon estuviesen atando los cabos sueltos. Todos los secuestros terminaban igual.

Debería haber esperado a Pike, pero me metí en la cocina y fui hacia el pasillo. Me zumbaba la cabeza y el corazón se me había acelerado. Quizá por eso no oí que Fallon se acercaba a mí por detrás hasta que fue demasiado tarde.

Ben

Mike metió el coche por un camino que discurría paralelo a una casita a oscuras.

– ¿Dónde estamos? -preguntó Ben.

– En la última parada.

Mike tiró de él para hacerlo bajar del coche por la izquierda y lo metió en la casa. Eric los esperaba en una cocina lúgubre pintada de rosa con las paredes sucias y un hueco enorme en lugar de nevera. En el suelo había dos bolsas de deporte verdes, una encima de la otra. Las bolas de polvo que se amontonaban en los rincones eran del tamaño de perros pequineses.

– Tenemos un problemilla. Mira.

– ¿Por el dinero?

– No, por el gilipollas.

Salieron de la cocina tras Eric, que los condujo a una habitación pequeña. Ben vio a Mazi, que metía dinero en más bolsas de deporte verdes, y luego, de repente, a su padre. Richard Chenier estaba tirado en el suelo, contra la pared. Se sujetaba el vientre con las manos y tenía los pantalones y el brazo cubiertos de sangre.

– ¡Papá! -exclamó.

Echó a correr hacia su padre y ninguno de los secuestradores lo detuvo. Richard gimió de dolor cuando su hijo lo abrazó, y el chico se echó a llorar otra vez, sobre todo al notar la sangre húmeda.

– Venga, colega. Venga.

Su padre le acarició la mejilla y tampoco pudo contener las lágrimas. Ben estaba aterrado creyendo que iba a morirse.

– Lo siento, cariño. Lo siento mucho -dijo Richard-. Todo esto es culpa mía.

– ¿Vas a ponerte bien? ¿Vas a curarte, papá?

Los ojos de su padre estaban tan llenos de tristeza que Ben sollozó desesperado. Le costaba respirar.

– Te quiero mucho, hijo mío. Lo sabes, ¿verdad? Te quiero.

A Ben se le atragantaron las palabras.

Mike y Eric también estaban hablando, pero el chico no los oía. Al cabo de un rato Mike se puso en cuclillas a su lado y examinó la herida.

– Vamos a ver. Parece que te ha dado en el hígado. ¿Puedes respirar bien?

– Cabrón de mierda. Hijo de puta -masculló Richard.

– Ya veo que respiras estupendamente.

Eric se acercó y se quedó de pie junto a Mike.

– Se derrumbó dentro del coche. ¿Qué coño iba a hacer? Teníamos que salir pitando y este gilipollas se había quedado en el asiento de atrás.

Mike se incorporó y miró el dinero.

– Ahora no te preocupes de eso. Vamos a seguir con el plan. Meted el dinero en las otras bolsas y dejadlo en el coche. Por ahora están bajo control. Ya nos ocuparemos de ellos antes de irnos.

– En el aeropuerto había alguien más.

– Olvídate. Era Cole. Allí sigue, como un imbécil.

Mike y Eric dejaron a Mazi metiendo el dinero en las bolsas y se fueron a otra habitación.

Ben se acurrucó contra su padre y le susurró:

– Elvis nos salvará.

Su padre hizo fuerza para incorporarse un poco y se estremeció de dolor. Mazi giró la cabeza y después volvió a concentrarse en el dinero.

Richard se contempló la mano manchada de sangre y después miró a su hijo a los ojos.

– Yo soy el culpable de todo lo que ha sucedido. La aparición de estos animales, todo lo que te ha pasado, todo es culpa mía. Soy el imbécil más imbécil del mundo.

Ben no entendía nada. No sabía por qué decía aquellas cosas su padre, pero al escuchadas sintió miedo y volvió a echarse a llorar.

– No, no es verdad. Tú no eres imbécil.

Richard le acarició la cabeza otra vez.

– Yo sólo quería recuperarte.

– No te mueras.

– Nunca podrás entenderlo, ni tú ni nadie, pero lo que quiero que recuerdes es que te quería.

– ¡No te mueras!

– No voy a morirme, tranquilo, y tú tampoco.

Richard miró a Mazi y después a Ben. Le acarició nuevamente la cabeza y después se lo acercó a la cara y le dio un beso en la mejilla.

– Te quiero, hijo mío -le susurró al oído-. Y ahora corre. Echa a correr y no te detengas.

La tristeza de la voz de su padre le daba terror. Se abrazó a él y le aferró con desesperación.

Notó el arrullo del aliento de Richard en la oreja.

– Lo siento.

Su padre le dio otro beso y en aquel instante se oyó un ruido sordo en otra habitación. Mazi se irguió de un salto, las manos aún llenas de billetes, y al instante apareció por la puerta Mike, que metió dentro a Elvis Cole de un empujón. El detective cayó con una rodilla en el suelo. Abría y cerraba los ojos. Le sangraba la cabeza. Mike le hundió el cañón de la pistola en el cuello y se dirigió a Mazi:

– Mételo en la bañera y encárgate de él con la navaja. La escopeta haría demasiado ruido. Luego deshazte de esos dos.

En la mano de Mazi apareció una navaja larga y fina. Richard lo repitió por última vez, ya en voz alta:

– Corre.

Entonces, Richard Chenier se incorporó y se abalanzó sobre Mazi Iba con una furia que su hijo no había visto jamás en él. Le alcanzó por la espalda y le empujó con toda su desesperación contra Elvis y Mike cuando éste ya empuñaba la escopeta. El estruendo del disparo retumbó por toda la casa.

Ben echó a correr.

Pike

Pike avanzaba sigilosamente por entre los arbustos que crecían al costado de la casa, haciendo menos ruido que el aire. Pasó primero junto a una habitación vacía que estaba a oscuras a excepción de la luz que entraba por una puerta abierta. Oyó las voces graves de varios hombres, pero no consiguió distinguir quiénes eran ni qué decían.

Schilling apareció por el pasillo al que daba la habitación, llevando dos bolsas de deporte hacia la parte trasera de la casa y desapareció. Pike amartilló el 357.

De las dos ventanas siguientes salía mucha luz. Pike se acercó sin hacer ruido, aunque evitó que le diese la luz. Ibo estaba con Richard y Ben, pero no se veía a Fallon ni a Schilling. Se sorprendió al descubrir que Richard y Ben seguían con vida, pero se imaginó que Fallon habría decidido conservarlos como rehenes hasta el último momento. Si hubiera tenido suerte, Fallon, Ibo y Schilling habrían estado en la misma habitación. Pike les habría disparado por la ventana y habría acabado con aquella pesadilla. Encontrar sólo a Ibo suponía que no podía pegarle un tiro, porque perdería el factor sorpresa frente a Fallon y Schilling.

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