Pike se encogió de hombros.
– No he escuchado la grabación. Sólo sé lo que nos ha contado Starkey. ¿Te lo crees?
– No. Claro que no -repuso ella-. Ya se lo he dicho a él. Joder, ¿tengo que repetir la misma conversación? -Parpadeó y cruzó los brazos en un gesto enérgico-. Mierda, no soporto llorar.
– Yo tampoco.
Lucy se frotó la cara con fuerza y replicó:
– No sé si lo dices en broma. Nunca sé si hablas en serio o no.
– Si no te crees esas acusaciones, confía en él.
– ¡Me preocupo por Ben! -gritó ella-. No se trata ni de mí ni de él ni de ti. Tengo que protegerme y proteger a mi hijo. No puedo permitir que esta locura controle mi vida. ¡Soy una persona normal! ¡Quiero serlo! ¿Estás tan desquiciado que crees que esto es normal? ¡Pues no lo es! ¡Esto es una locura!
Levantó los puños como si quiera golpearle el pecho. Pike la habría dejado, pero ella se limitó a quedarse quieta, con las manos en alto, hecha un mar de lágrimas.
Pike ya no sabía qué más decir. Siguió observándola por unos momentos y después apagó la luz.
– Enciéndela cuando me haya ido.
Abrió la puerta y salió. Bajó las escaleras sigilosamente y pasó por entre los arbustos, pensando en lo que le había dicho Lucy, hasta llegar al Marquis. Las ventanillas estaban bajadas. Fontenot se había encorvado tras el volante y semejaba un hurón asomado por encima de un tronco. Pike se colocó a tres metros, y él ni se enteró. Por eso Pike lo odiaba, porque había visto a Elvis salir de casa de Lucy y había advertido que sufría. Los momentos vacíos que se arremolinaban en torno a Pike se llenaron de rabia. Su peso, cada vez mayor, se convirtió en una marea. Podía haberlo matado hacía diez minutos y de repente se planteó hacerlo en aquel instante.
Se acercó más al Marquis. Apoyó la mano en la puerta trasera. Fontenot no se enteró. Dio un golpetazo con la mano abierta contra el capó, produciendo un ruido semejante a un disparo. El ocupante del vehículo dio un respingo y buscó apresuradamente su pistola por debajo de la americana.
Pike le apuntó a la cabeza. Fontenot se quedó paralizado al ver la pistola. Se relajó un poco al reconocer a Pike, pero tenía demasiado miedo para moverse.
– Mierda, ¿qué haces?
– Vigilarte.
El rostro de Fontenot flotaba al final del arma de Pike como un globo con una diana dibujada. Pike intentó decir algo, pero la ola de momentos pesados ahogó su voz hasta convertirla en un susurro y estuvo a punto de arrastrarlo.
– Quiero decirte algo.
Fontenot miró a un lado y a otro, como si esperase ver a alguien.
– ¡Me has acojonado, cabrón! ¿De dónde has salido? ¿Y qué coño estás haciendo?
Pike fue vaciando los momentos que caían sobre él. Hizo un esfuerzo para resistirse a la marea.
– Quiero decírtelo.
– ¿Qué?
Los momentos se vaciaron. Pike recuperó el control. Bajó la pistola.
– ¿Qué es lo que quieres decir, joder?
Pike no contestó.
Se fundió con la oscuridad. Al cabo de pocos minutos volvía a estar bajo el árbol del caucho, sin que Fontenot lo supiera.
Se quedó pensando en Luay y en Elvis. La verdad era que Cole nunca le había contado gran cosa, pero si se prestaba atención no hacía falta preguntar. Los mundos que la gente se construía eran un libro abierto que mostraba sus vidas: la gente creaba lo que nunca había tenido pero siempre había querido. Todo el mundo era igual.
Pike se dispuso a esperar. Se dedicó a observar. Existía, sin más.
Los momentos vacíos fueron pasando uno tras otro.
Vida en familia
Se llamó Philip James Cole hasta los seis años, cuando su madre anunció, sonriendo como si estuviera ofreciéndole el regalo más maravilloso del mundo:
– Voy a cambiarte el nombre. Vas a llamarte Elvis. Es un nombre mucho más original que Philip James, ¿no te parece? A partir de ahora vas a ser Elvis.
Jimmie Cole no sabía si su madre estaba jugando o no. Quizá fue esa incertidumbre lo que le dio tanto miedo.
– Pero si me llamo Jimmie.
– No, ahora te llamas Elvis. Elvis es un nombre ideal, ¿ no crees? El mejor nombre del mundo. Te habría llamado Elvis cuando naciste, pero aún no lo había oído. Venga, dilo. Elvis. Elvis.
La madre sonrió, expectante. Jimmie meneó la cabeza.
– No me gusta este juego.
– Dilo. Elvis. Es tu nuevo nombre. Qué emocionante, ¿no? Mañana se lo contaremos a todo el mundo.
Jimmie se echó a llorar.
– Me llamo Jimmie.
Su madre sonrió con todo el amor del mundo, tomó su cara con ambas manos y lo besó en la frente con aquellos labios cálidos y húmedos.
– No, te llamas Elvis. A partir de ahora voy a llamarte Elvis, y todos los demás también.
Había estado fuera durante doce días. A veces hacía cosas así, se marchaba sin más, sin decir palabra, porque era su forma de ser. Ella decía que era un espíritu libre como el viento, pero Elvis había escuchado a su abuelo llamarla loca de atar. Desaparecía y su hijo despertaba y se encontraba vacío el piso o la caravana o el lugar en el que estuvieran viviendo aquel mes. El chico conseguía llegar a casa de un vecino, desde donde alguien llamaba a su abuelo o a la hermana mayor de su madre y uno de los dos se lo quedaba hasta que ella volvía. Cada vez que se marchaba, Jimmie se enfadaba consigo mismo por haberla echado. Cada día, mientras su madre estaba lejos, prometía a Dios que si la hacía volver sería mejor chico.
– Serás feliz siendo Elvis. Ya lo verás, Elvis.
Aquella noche su abuelo, un hombre mayor de tez pálida, que olía a naftalina, se puso a agitar el periódico, desesperado.
– No puedes cambiarle el nombre al crío. Tiene seis años, por el amor de Dios. Ya tiene nombre.
– Claro que puedo cambiarle el nombre -replicó su madre con satisfacción-. Para algo es mi hijo.
El niño se puso de pie y después volvió a sentarse en una silla ancha y maltrecha. Su abuelo siempre estaba de mal humor y era muy impaciente.
– Eso es una locura. ¿ Qué le pasa a tu cabeza?
La madre de Jimmie se retorcía los dedos de una mano con la otra.
– ¡A mi cabeza no le pasa NADA! ¡ Y no vuelvas a decirlo!
Su abuelo sacudió la mano.
– ¿ Qué clase de madre desaparece como tú y pasa días sin decir nada? ¿De dónde sacas estas estupideces como lo del nombre? ¡El niño ya tiene un nombre! Lo que debes buscarte es un trabajo, por el amor de Dios. Estoy harto de pagarte las facturas. Deberías estudiar algo.
Su madre se retorció los dedos con tanta desesperación que a Jimmie le dio la impresión de que iba a arrancárselos.
– ¡A mi cabeza no le pasa NADA, NADA, NADA! ¡El que tiene problemas eres TÚ!
Salió disparada de la casita y Jimmie se fue tras ella, aterrado ante la posibilidad de no volver a verla. Más tarde, ya en su piso, su madre dedicó la tarde a pintar un cuadro en que aparecía un pájaro rojo con una cajita de óleos que había comprado en unos grandes almacenes.
Jimmie quería que estuviera contenta, así que le dijo:
– Es muy bonito, mami.
– Los colores no quedan bien. Nunca consigo dar con los colores. Qué pena, ¿no? .
Jimmie no pegó ojo aquella noche. Tema miedo de que lo abandonase.
Al día siguiente, su madre se comportó como si no hubiera sucedido nada. Lo llevó al colegio, lo hizo acercarse al estrado de la clase y dio la noticia:
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