Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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Segunda Parte. EL DIABLO ANDA SUELTO

11

Tiempo desde la desaparición: 28 horas, 02 minutos

Joe Pike

Pike estaba sentado, inmóvil, entre las ramas rígidas y las hojas coriáceas de un árbol del caucho, frente a la casa de Lucy Chenier. Las pequeñas separaciones entre las hojas le permitían ver con claridad las escaleras que llevaban hasta su piso, y con más dificultad la calle y la acera. Pike llevaba un Colt Python 357 Magnum en una pistolera prendida a la cadera derecha, un cuchillo de combate de quince centímetros, una Beretta pequeña del calibre 25 sujeta al tobillo derecho y una porra de cuero. Raramente tenía que recurrir a ellos. Lucy se encontraba a salvo.

Cuando Cole le había dejado allí unas horas antes, Pike se había acercado al piso de Lucy a pie desde tres calles de distancia. Ante la posibilidad de que el secuestrador de Ben estuviese vigilando, Pike estudió los edificios, las azoteas y los coches de la zona. Cuando quedó satisfecho y estuvo seguro de que no había nadie, rodeó la manzana para salir por detrás de las casas de una planta del otro lado de la calle. Se metió entre los densos árboles y arbustos que las rodeaban y se convirtió en una sombra entre otras sombras. Se preguntaba qué estaría sucediendo en la comisaría de Hollywood, pero su trabajo era esperar y vigilar, así que eso fue lo que hizo.

El Lexus blanco apareció al cabo de una hora aproximadamente. Lucy aparcó en la calle y subió a toda prisa. Pike no la había visto desde que le habían dado el alta, hacía ya varios meses; era más baja de lo que recordaba y la rigidez con que andaba indicaba que estaba alterada.

La limusina negra de Richard apareció diez minutos después y aparcó en segunda fila junto al Lexus. Richard se apeó y subió las escaleras. Cuando Lucy abrió la puerta quedó envuelta en un halo de luz dorada. Intercambiaron unas palabras y Richard entró. La puerta se cerró tras él.

El Marquis llegó por el otro lado de la calle. Fontenot iba al volante y DeNice ocupaba el asiento del acompañante. Se detuvieron, pero no apagaron el motor. Myers bajó de la limusina para charlar con ellos. Pike intentó captar lo que decían, pero hablaban en voz muy baja. Myers estaba enfadado y dio una palmada en el capó del Marquis.

– ¡Y una mierda! ¡Poneos las pilas y encontrad al chico!

Acto seguido se fue a buen paso hacia las escaleras. DeNice bajó del Marquis y subió a la limusina. Fontenot aceleró y se alejó, pero se metió en el camino de acceso a una casa, a sólo una manzana de distancia, dio la vuelta y aparcó en la oscuridad, entre dos árboles. Cuando aún no había terminado la maniobra, Richard y Myers bajaron corriendo a la calle, se metieron en la limusina y salieron a toda prisa. Pike esperaba que Fontenot los siguiera, pero no se movió de allí. Se quedó quieto tras el volante. Ya eran dos los que vigilaban a Lucy. Bueno, uno y medio.

A Pike se le daba bien esperar, por eso había destacado en los marines y en otras cosas. Podía pasarse días aguardando sin moverse y sin aburrirse, porque no creía en el concepto del tiempo. Para él, el tiempo era lo que llenaba los momentos, por lo que, si esos momentos estaban vacíos, el tiempo no tenía sentido. El vacío no pasaba ni discurría, existía sin más. Quedarse vacío era como ponerse en punto muerto: Pike existía sin más.

El Corvette amarillo de Cole se detuvo junto al bordillo. Como siempre, le hacía falta un buen lavado. Pike mantenía su Jeep Cherokee impecable, lo mismo que su piso, sus armas, su ropa y su persona. Hallaba paz en el orden y no comprendía cómo Cole podía conducir un coche sucio. La limpieza era orden; y el orden, control. Pike había dedicado la mayor parte de su vida a intentar mantener el control.

Elvis Cole

Los jacarandás de la calle de Lucy estaban iluminados por farolas viejas y amarillentas. El aire resultaba más frío que en Hollywood y soplaba cargado de perfume a jazmín. Pike estaba vigilando, pero ni lo vi ni lo busqué. Fontenot llamaba la atención, apoltronado en un coche un poco más allá, como Boris Badenov creyéndose Sam Spade. Me imaginé que Richard también había querido que alguien vigilara a Lucy.

Subí las escaleras y llamé dos veces con los nudillos, sin hacer mucho ruido. Podía haber abierto con mi llave, pero para eso habría re querido una confianza en mí mismo que en aquel momento no sentía.

– Soy yo.

La cerradura de seguridad giró con un chasquido apagado. Lucy abrió la puerta. Iba cubierta con un albornoz blanco y llevaba el cabello mojado y peinado hacia atrás. Así siempre estaba guapa, aunque tuviera cara de desconfianza y no sonriera.

– Te han entretenido mucho -comentó.

– Teníamos que hablar de muchas cosas.

Dio un paso atrás para indicarme que entrara y después cerró la puerta con llave. Llevaba el teléfono inalámbrico en la mano. En la televisión decían algo sobre la debilidad ósea de los vegetarianos. La apagó y fue hasta la mesa del comedor, todo ello sin mirarme, como tampoco me había mirado al irse de la comisaría.

– Quiero hablar contigo de todo esto -dije.

– Ya lo sé -contestó-. ¿Te apetece un café? No está recién hecho, pero acabo de hervir agua y hay Nescafé.

– No, gracias.

Dejó el teléfono en la mesa pero no lo soltó.

– Llevo un buen rato sentada aquí con este teléfono -dijo, sin apartar la vista de él-. Desde que he llegado a casa me da miedo dejarlo. Han intervenido la línea, por si vuelve a llamar, pero no sé. Me han dicho que puedo utilizarlo con normalidad, que no me preocupe. ¡Ja! Con normalidad.

Me imaginé que clavar la vista en el teléfono era más fácil que mirarme a mí. Puse una mano sobre la suya.

– Luce, lo que ha dicho…, no es verdad. Nada de eso sucedió, nada.

– ¿Hablas del tío de la grabación o de Richard? No tienes por qué disculparte. Ya sé que serías incapaz de hacer algo así.

– No asesinamos a nadie. No éramos criminales.

– Lo sé.

– Lo que ha dicho Richard…

– Chisto -Sus ojos se posaron en mí durante un instante. El siseo era una orden-. No quiero que te expliques. No te lo he pedido nunca y nunca me lo has contado, así que no me lo cuentes ahora.

– Lucy…

– No. No me importa.

– Luce…

– Os he oído hablar a Joe y a ti. He visto lo que guardas en la caja de puros. Son cosas tuyas, no mías. Lo entiendo, es como lo de los ex novios y las tonterías que hacemos de pequeños…

– No te ocultaba nada.

– Me decía: «Ya me lo contará si lo considera necesario», pero ahora ya no parece importante…

– No te guardaba secretos. Hay cosas que es mejor dejar atrás, y ya está. Hay que pasar página. Eso es lo que he intentado, y no sólo con lo de la guerra.

Retiró la mano de debajo de la mía y se echó hacia atrás en la silla.

– Lo que ha hecho Richard esta noche es imperdonable. ¿Cómo ha podido investigarte? Quiero disculparme. La forma en que ha soltado la carpeta sobre la mesa…

– Me metí en líos cuando era joven. Nada muy grave. No te lo he ocultado.

Meneó la cabeza para indicarme que callara y levantó el teléfono con ambas planos como si fuera objeto de estudio.

– Hace tanto rato que agarro este dichoso teléfono que se me ha dormido la mano. No sé si voy a volver a ver a mi niño y se me ha ocurrido que ojalá pudiera meterme por el aparato, por esos agujeritos, y salir por el otro extremo de la línea… -Se puso tensa hasta parecer frágil. Me incliné hacia ella, quería tocarla, pero se apartó-. Para recuperar a mi niño. Me imaginaba que lo hacía como se ve una en un sueño, y cuando salía por el otro teléfono recuperaba mi forma normal. Ben estaba en una cama cómoda, tapadito, y dormía sin que le pasara nada. Yo contemplaba su carita, la de un niño de diez años que dormía sin preocupaciones, y no me veía con fuerzas de despertarlo. Me quedaba mirando aquel rostro e intentaba imaginar cómo serías tú a su edad… -Levantó a vista y en sus ojos percibí tristeza y dolor-. Pero no podía. Nunca he visto una foto tuya de pequeño. Nunca mencionas a tu familia, ni de dónde eres, ni nada de eso, salvo cuando haces algún chiste. ¿Sabes cómo te pincho con lo de Joe, que si nunca habla, que si parece que lleve una máscara en vez de cara? Pues tú no dices más que él, no hablas de las cosas importantes, y me resulta muy extraño. Supongo que has pasado página.

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