Robert Crais - El último detective

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Elvis Cole se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su vida: acaba de recibir la llamada de un hombre que asegura tener secuestrado a Ben, el hijo de Lucy, su compañera sentimental. El niño, que estaba al cuidado de Cole mientras su madre se hallaba de viaje, salió al jardín a jugar y pocos minutos después desapareció sin dejar rastro. Según las palabras del hombre que retiene a Ben, el secuestro está relacionado con un oscuro suceso del pasado de Cole. Éste fue el único superviviente de un batallón americano que fue aniquilado en Vietnam, y aunque en su momento fue premiado por su heroicidad, parece que alguien sigue resentido por el hecho. Para complicar aún más las cosas, Cole tiene que enfrentarse con Richard, ex marido de Lucy y padre de Ben, quien además de culparle por lo acontecido entorpece La búsqueda al insistir en la participación de su propio equipo de investigadores. Ayudado por su socio, Joe Pike, y la policía Carol Starkey, Cole se vuelca de pleno en el rescate en una carrera contra el reloj, mientras revive unos espinosos episodios que creía haber enterrado. Robert Crais ahonda en cuestiones vitales al retomar el pasado de su protagonista en esta novela que aúna con acierto una clásica trama detectivesca con un thriller de gran intensidad.

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– Mi familia no era exactamente normal, Luce…

– No quiero que me lo cuentes.

– Me crió mi abuelo. Bueno, sobre todo él. Mi abuelo y mi tía. Y a veces no tenía a nadie…

– Tus secretos son sólo tuyos.

– Pero es que no se trata de secretos. Cuando estaba con mi madre no parábamos de mudarnos. Necesitaba normas, pero no había ninguna. Quería amigos, pero no los tenía por esa vida tan rara que llevaba, así que me despisté y me junté con chavales que no me convenían…

– Chisto No sigas.

– Necesitaba a alguien y no había nadie más. Aparecían con un coche robado y yo me iba con ellos de paseo. Qué estupidez, ¿no?

Me colocó los dedos en los labios.

– Lo digo en serio -agregué-. Mantienes las cosas de tu vida encerradas como si fueran criaturas secretas. Todos lo hacemos, supongo, pero ahora es diferente, hemos cambiado, ya no significa lo mismo para mí.

Me puso la mano en el pecho, a la altura del corazón.

– ¿Cuántas criaturas secretas guardas ahí dentro?

– Voy a encontrar a Ben, Luce. Te juro por Dios que voy a encontrarlo y a devolvértelo.

Meneó la cabeza con tal sutileza que apenas me di cuenta. -No.

– Sí, de verdad. Lo encontraré. Voy a traértelo a casa.

Su tristeza y su dolor eran tan evidentes que me destrozaban por dentro.

– No te culpo por lo que ha sucedido, pero eso da igual. Lo único que importa es que Ben ha desaparecido y que yo debería haberme dado cuenta de que iba a suceder.

– Pero ¿qué dices? ¿Cómo ibas a saberlo?

– Richard tiene razón, Elvis. No debería salir contigo. No debería haber dejado que mi hijo se quedara en tu casa.

Se me hizo un nudo en el estómago acompañado de un calor amargo. Quería que se callara.

– Luce…

– No te culpo de nada, créeme, pero estas cosas… Lo que sucedió en Luisiana, y lo del año pasado con Laurence Sobek… No puedo permitir que ocurran cosas así en mi vida.

– Lucy, por favor…

– Antes de conocerte mi hijo llevaba una infancia normal. Y yo también tenía una vida normal. He dejado que mi amor por ti me cegara, y ahora mi hijo ha desaparecido.

Las lágrimas se acumularon en sus pestañas y después empezaron a caer por sus mejillas. No me culpaba, no: se culpaba a sí misma.

– Luce, no hables así.

– Me da igual lo que haya dicho ese hombre en la grabación, lo que está claro es que te odia, y tiene a mi hijo. Te odia tanto que tu intervención no hará más que empeorar las cosas. Déjaselo a la policía.

– No puedo desentenderme; tengo que encontrado.

Me agarró el brazo y sentí sus uñas hundirse en mi piel.

– No eres la única persona capaz de encontrado -dijo-. No tienes por qué ser tú.

– No puedo dejado. ¿Es que no lo ves?

– ¡Vas a conseguir que lo maten! Hay otros detectives en Los Ángeles y pueden encargarse en lugar de ti. Deja que sean los demás quienes lo encuentren. Prométeme que lo harás.

Quería ayudarla a dejar de sufrir. Quería tomarla con fuerza entre los brazos y sentir que me abrazaba, pero también se me humedecieron los ojos y meneé la cabeza.

– Voy a traértelo a casa, Luce. No puedo hacer otra cosa.

Me soltó y después se enjugó las lágrimas. Tenía la cara ensombrecida y rígida como una máscara mortuoria.

– Vete.

– Ben y tú sois mi familia.

– No, no lo somos.

Sentía una pesadez insoportable, como si estuviera hecho de lomo y piedra.

– Sois mi familia.

– ¡FUERA!

– Lo encontraré.

– CONSEGUIRÁS QUE LO MATEN!

Salí y me dirigí hacia el coche. Ya no notaba el frío. El dulce perfume del jazmín se había desvanecido.

Joe Pike

Elvis subió al coche, pero se quedó allí sentado, inmóvil. Pike apartó suavemente una hoja para ver mejor. Cuando la mejilla de Cole quedó iluminada se dio cuenta de que estaba llorando. Respiró hondo. Hacía un gran esfuerzo para mantener sus momentos vacíos, pero no siempre resultaba sencillo.

Después de ver a Cole alejarse, Pike salió de su refugio bajo el árbol del caucho y avanzó entre las sombras que rodeaban la casa hasta llegar al jardín contiguo. Avanzó por un callejón hasta situarse una calle por detrás de Fontenot, y después cruzó hasta el lado de Lucy. Pasó a cinco metros de Fontenot, pero éste no le vio. Pike se metió tras las aves del paraíso y después subió hasta la puerta de Lucy. Fontenot había desaparecido: el edificio bloqueaba su campo de visión.

Pike se apartó bastante de la mirilla. Lucy había estado incómoda en su presencia desde de la historia de Sobek, por lo que quería que lo viera antes de abrir. Llamó con los nudillos, procurando no hacer mucho ruido.

La puerta se abrió.

– Lamento lo de Ben -dijo Pike.

Era una mujer fuerte y atractiva, incluso destrozada por los nervios como en aquel momento. Antes de que Lucy y Ben dejaran Luisiana para irse a vivir a Los Ángeles, antes de lo de Sobek, Pike había jugado al tenis con ella y con Elvis. Ninguno de los dos socios sabía demasiado de aquel deporte, pero disputaron un partido contra Lucy para ver qué tal se les daba. Se colocaron en un lado de la pista y ella en el otro. Era rápida y diestra; sus pelotas se colaban bajas, justo por encima de la red, y no conseguían alcanzadas. Se había reído, relajada y segura de sí, mientras les pegaba una paliza. Ahora parecía perdida.

– ¿Dónde está Elvis?

– Se ha ido.

Lucy miró la calle, detrás de él.

– ¿Cuándo has vuelto de Alaska? -preguntó.

– Hace unas semanas. ¿Puedo pasar?

Lo dejó entrar. Tras cerrar la puerta, se quedó esperando con la mano todavía en el pomo. Pike advirtió que se sentía violenta. No iba a quedarse mucho tiempo.

– Estoy vigilando al otro lado de la calle. Me ha parecido que debías saberlo.

– Richard ya tiene a alguien fuera.

– Lo sé. Lo he visto. Él a mí no.

Lucy cerró los ojos y se apoyó contra la puerta como si quisiera dormir hasta que todo hubiera pasado. A Pike le dio la impresión de que la comprendía. Debía de estar sufriendo mucho con la desaparición de Ben. Recordó cómo su madre recibía los puñetazos que iban dirigidos a él. Cada noche.

No tenía muy claro por qué se había presentado allí ni qué quería decir. Tener las ideas claras era muy útil. Últimamente había demasiadas cosas poco claras.

– He visto salir a Elvis.

Ella negó con la cabeza, sin abrir los ojos, todavía apoyada contra la puerta.

– No quiero que ninguno de los dos se inmiscuya. Lo único que vais a conseguir es que empeore la situación de Ben.

– Está pasándolo mal.

– Joder, yo también. Y, además, ¿a ti qué te importa? Ya sé que sufre, y lo lamento.

Él buscó las palabras con prudencia.

– Quiero decirte algo.

El peso del silencio de Pike hizo que Lucy abriera los ojos.

– ¿Qué?

No sabía cómo empezar.

– Quiero decírtelo.

Lucy empezó a ponerse de mal humor y se apartó de la puerta.

– Joder, Joe, nunca dices nada y de repente te presentas aquí dispuesto a hablar. Si quieres soltar algo, hazlo de una vez.

– Te quiere.

– Qué bien. No tenemos ni idea. de lo que le está pasando a Ben, pero a ti sólo te importa lo que sienta Elvis.

Pike la observó detenidamente.

– No te caigo bien.

– No me gusta comprobar que la violencia os sigue a todas partes, lo mismo a ti que a él. Conozco a muchos policías y ninguno vive así. Conozco a fiscales federales y estatales que han pasado años trabajando en acusaciones contra asesinos y jefes mafiosos y a ninguno de ellos le han secuestrado un hijo. Y eso es en Nueva Orleans. ¡Por favor! ¡Y ninguno atrae la violencia como vosotros! No sé cómo he podido ser tan tonta para meterme en un lío como éste.

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