Michael Connelly - Luz Perdida

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Desencantado con el cuerpo de policía de Los Ángeles, Harry Bosch decide abandonarlo tras casi treinta años como miembro del mismo. Sin embargó, desea seguir ejerciendo y retomar aquellos casos que no pudo resolver durante sus años como agente. Uno de ellos es el asesinato de Angella Benton, una joven que trabajaba en unos estudios cinematográficos. Su muerte se produjo días antes del robo de dos millones de dólares que iban a utilizarse durante el rodaje de una película, y Bosch cree que ambos hechos podrían estar relacionados.Si en el ámbito profesional Bosch prefiere ahora actuar por su cuenta, en el terreno personal también es un solitario. El recuerdo de Eleanor, su ex mujer, sigue vivo en su memoria; tanto, que Bosch decidirá visitarla en Las vegas.

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Llamé a Southwest Airlines y reservé un vuelo de Burbank a Las Vegas que llegaba a las 19.15 y un vuelo de regreso para la mañana siguiente que llegaba a las 8.30 a Burbank.

Eleanor contestó en su móvil al segundo tono y me dio la sensación de que hablaba en susurros.

– Soy Harry, ¿pasa algo?

– No.

– ¿Por qué estás susurrando?

Subió el tono de voz.

– Lo siento, no me había dado cuenta. ¿Qué pasa?

– Estaba pensando en pasarme esta noche para recoger mi bolsa y mis tarjetas de crédito. -Al ver que no respondía enseguida, añadí-: ¿Vas a estar ahí?

– Bueno, voy a ir a jugar esta noche. Más tarde.

– Mi avión llega a las siete y cuarto. Podría pasarme a eso de las ocho. Quizá podríamos cenar juntos antes de que vayas a jugar.

Esperé y de nuevo me pareció que tardaba demasiado en responder.

– Sí, me apetece esa cena. ¿Te quedas a dormir?

– Sí, vuelvo mañana temprano. Tengo cosas que hacer aquí por la mañana.

– ¿Dónde vas a quedarte?

Era una señal tan clara como el agua.

– No lo sé, todavía no he reservado nada.

– Harry, no creo que sea bueno para ti quedarte aquí.

– Vale.

La línea quedó tan silenciosa como los quinientos kilómetros de desierto que nos separaban.

– Ya sé, puedo ponerte como un jugador en el Bellagio. Lo harán por mí.

– ¿Estás segura?

– Sí.

– Gracias, Eleanor. ¿Quieres que vaya a tu casa cuando llegue?

– No, te pasaré a recoger. ¿Vas a facturar equipaje?

– No, tú ya tienes mi bolsa.

– Entonces estaré enfrente de la terminal a las siete y cuarto. Te veo entonces.

Me di cuenta de que estaba susurrando otra vez, pero esta vez no le dije nada.

– Gracias, Eleanor.

– Vale, Harry, tengo que hacer algunos malabarismos para estar libre esta noche, así que he de colgar. Te veré en el aeropuerto. A las siete y cuarto. Chao.

Le dije adiós, pero ella ya había colgado. Sonó como si hubiera otra voz de fondo justo cuando desconectó la llamada.

Mientras pensaba en eso, Louis Armstrong empezó a cantar What a Wonderful World y subí el volumen.

30

A las 19.15 Eleanor y yo repetimos la misma escena del aeropuerto, incluido el beso cuando me metí en el coche. Después, me volví con torpeza y levanté la pesada carpeta del expediente del caso por encima del asiento para dejarla atrás, junto con mi maletín.

– Parece el expediente de un caso, Harry.

– Lo es. Pensaba que podría leerlo en el avión.

– ¿Y?

– Tenía a un niño gritón en el asiento de atrás. No podía concentrarme. ¿Por cierto, a quién se le ocurre traer a un niño a Las Vegas?

– En realidad no creo que sea un mal sitio para criar a un hijo.

– No estoy hablando de criarlo. Me refiero a ¿por qué traer a un niño tan pequeño de vacaciones a la ciudad del pecado? Llévalo a Disneylandia, ¿no?

– Creo que necesitas un trago.

– Y algo de comer. ¿Dónde quieres cenar?

– Bueno, ¿te acuerdas de cuando íbamos a Valentino en Los Ángeles?

– No me lo digas.

Ella se rió y el simple hecho de poder mirarla de nuevo me estremeció. Me encantaba la forma en que el pelo le realzaba su maravilloso cuello.

– Sí, tienen uno aquí. He hecho una reserva.

– En Las Vegas tienen una copia de todo.

– Salvo de ti. No hay ningún duplicado de Harry Bosch.

La sonrisa permaneció en su rostro cuando lo dijo y eso también me gustó. Pronto caímos en un silencio que probablemente era lo más cómodo que puede serlo entre dos personas que han estado casadas. Eleanor maniobró con pericia a través de un tráfico que podía rivalizar con el que uno se encuentra en las calles y autovías atascadas de Los Ángeles.

Hacía tres años desde mi última visita al Strip, pero Las Vegas era un lugar que me enseñaba que el tiempo era relativo. En tres años todo parecía haber cambiado de nuevo. Vi nuevos hoteles y atracciones, taxis con anuncios electrónicos en el techo, monorraíles que conectaban los casinos.

La versión de Las Vegas de Valentino estaba en el Venetian, una de las joyas más nuevas en la corona de casinos de lujo del Strip. Era un lugar que ni siquiera existía la última vez que había estado en la ciudad. Cuando Eleanor se detuvo en la rotonda donde se hallaban los aparcacoches le pedí que abriera el maletero para guardar allí mi maletín y el expediente del caso.

– No puedo. Está lleno.

– No quiero dejar esto fuera, sobre todo el expediente.

– Bueno, mételo en la bolsa y déjala en el suelo. No pasará nada.

– ¿No tienes sitio ahí dentro aunque sólo sea para el expediente?

– No, todo está metido a presión y si lo abro, se caerá algo. No quiero que me pase eso aquí.

– ¿Qué llevas?

– Sólo ropa y cosas que quiero llevar al Ejército de Salvación, pero no he tenido tiempo.

Dos aparcacoches nos abrieron las dos puertas simultáneamente y nos dieron la bienvenida al hotel. Yo bajé del Lexus, abrí la puerta de atrás, guardé el expediente en mi bolsa y coloqué ésta debajo del asiento de Eleanor.

– ¿Vienes, Harry? -preguntó Eleanor desde detrás de mí.

– Sí, ya voy.

Mientras el aparcacoches se llevaba el Lexus, me fijé en el maletero. La parte posterior no parecía particularmente hundida. Leí la matrícula y me la repetí tres veces en silencio.

Valentino era Valentino. En mi opinión, el restaurante de Los Ángeles había sido clonado a la perfección. Era como intentar determinar la diferencia entre un McDonald's y otro; a un nivel culinario muy diferente, claro.

No forcé la conversación durante la cena. Me sentía cómodo y feliz de estar con ella. Al principio la charla, aunque escasa, estuvo centrada en mí y en mi retiro o ausencia de él. Le hablé del caso en el que estaba trabajando, sin olvidar la relación con su vieja amiga y colega Marty Gessler. En otra vida, Eleanor había sido agente del FBI y todavía conservaba la mente analítica de un investigador. Cuando vivimos juntos en Los Ángeles ella había sido con frecuencia una tabla de salvación para mí y en más de una ocasión me había ayudado con sugerencias o ideas.

Esta vez sólo tenía un consejo que darme y era que me alejara de Peoples y Milton, e incluso de Lindell. No porque los conociera personalmente. Sólo conocía la cultura del FBI y conocía a los de su clase. Por supuesto, su consejo me llegaba demasiado tarde.

– Me esfuerzo todo lo posible por evitarlos -dije-. No me importaría en absoluto no verlos nunca más.

– Pero no es muy probable.

De repente pensé en algo.

– No llevas el móvil encima, ¿no?

– Sí, pero no creo que les guste que uses el móvil en un sitio como éste.

– Ya lo sé. Saldré un momento. Acabo de acordarme de que tengo que hacer una llamada o todo se irá al traste.

Ella sacó el móvil del bolso y me lo dio. Yo salí del restaurante y me quedé de pie en un centro comercial cerrado que había sido construido para que pareciera un canal veneciano en el que no faltaban ni las góndolas. El cielo de cemento estaba pintado de azul con toques de nubes blancas. Era una engañifa, pero al menos tenía aire acondicionado. Llamé al móvil de Janis Langwiser y le dije que no había problema.

– Estaba empezando a preocuparme porque no había tenido noticias tuyas. Te he llamado dos veces a casa.

– No pasa nada. Estoy en Las Vegas y volveré mañana.

– ¿Cómo sé que no te están presionando?

– ¿Tienes identificador de llamada?

– Ah, sí. Vi que era un número setecientos dos. Vale, Harry. No olvides llamarme mañana. Y no pierdas mucho dinero.

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