– Tienes cojones, Bosch. Hacer lo que haces y creer que voy a dejar que te salgas con la tuya.
– Supongo que podría decir lo mismo de ti.
– Yo no me habría tragado esta bola.
– Pues te habrías equivocado.
Se inclinó hacia adelante, puso ambas manos en la mesa y me miró a los ojos.
– Eres historia, Bosch. El mundo te ha pasado por encima, pero aquí estás, agarrándote a un clavo ardiendo, jodiendo a la gente que quiere proteger el futuro.
No me impresionó, y creo que así se lo mostré. Me recosté y lo miré.
– ¿Por qué no te calmas, tío? Por lo que yo sé no tienes por qué preocuparte. Tienes un jefe que está más preocupado en taparlo todo que en hacer limpieza. No te pasará nada, Milton. Creo que está cabreado porque te han pillado, no por lo que has hecho.
Me señaló con el dedo.
– No se te ocurra meterte por ese camino. El día que quiera que me des un consejo profesional, entregaré la placa.
– Bien. Entonces ¿qué quieres?
– Quiero avisarte. Ten cuidado, Bosch. Porque no he terminado contigo.
– Estaré preparado.
Se volvió y salió, dejando la puerta abierta. Al cabo de unos segundos volvió Peoples.
– ¿ Está preparado?
– Sí.
– ¿Dónde está el archivo que le di?
– Lo he vuelto a dejar en el cajón.
Se inclinó por encima del escritorio y abrió el cajón para asegurarse. Incluso abrió la carpeta para cerciorarse de que no le había engañado.
– Muy bien, vamos. Traiga su caja.
Lo seguí a través de un par de puertas de seguridad y volví a hallarme en el pasillo de los calabozos, pero antes de acercarnos a las celdas con las ventanas de espejo Peoples abrió una puerta con su tarjeta magnética y me hizo entrar en una sala de interrogatorios. Había una mesa y dos sillas. Mousouwa Aziz ya estaba sentado en una de ellas. Un agente al que no había visto antes estaba apoyado en un rincón, a la izquierda de la puerta. Peoples se colocó en la otra esquina.
– Siéntese -dijo-. Tiene quince minutos.
Dejé la caja en el suelo, aparté de la mesa la silla libre y me senté enfrente de Aziz. Parecía débil y delgado. Una línea de pelo negro le había crecido bajo el rubio teñido. Sus ojos de párpados caídos estaban inyectados en sangre y me pregunté si alguna vez apagaban la luz de su celda. Sin duda las cosas habían cambiado en su mundo. Dos años antes su llegada e identificación en LAX habían supuesto una custodia de unas pocas horas mientras un agente trataba de interrogarlo. Ahora un simple registro en la frontera le estaba costando una interminable reclusión en el sanctasanctórum del FBI.
No esperaba mucho del interrogatorio, pero me sentía obligado a enfrentarme con Aziz cara a cara antes de proceder a descartarlo como sospechoso. Después de ver los informes de inteligencia unos minutos antes, me sentía inclinado a esto último. Lo único que relacionaba al diminuto terrorista en ciernes con Angella Benton era el dinero. En el momento de su detención en la frontera, estaba en posesión de uno de los billetes de cien dólares que habían salido del golpe del rodaje. Sólo uno. Probablemente había infinidad de explicaciones para eso y estaba empezando a pensar que su implicación en el asesinato y el robo no era una de ellas.
Me agaché para coger mi archivo de Angella Benton y lo abrí en mi regazo, donde Aziz no podía verlo. Saqué la foto de Angella que me había dado su familia. La mostraba en un retrato de estudio tomado en el momento de su licenciatura en la Universidad Estatal de Ohio, menos de dos años antes de su muerte. Miré a Aziz.
– Me llamo Harry Bosch. Estoy investigando la muerte de Angella Benton hace cuatro años. ¿ Le suena familiar?
Deslicé la foto por la superficie de la mesa y examiné sus ojos en busca de algo que lo delatara. Sus ojos miraron la fotografía, pero no observé ninguna reacción. No dijo nada.
– ¿La conocía? No respondió.
– Trabajaba en una productora de cine que asaltaron. Usted terminó con parte de ese dinero. ¿Cómo? Nada.
– ¿De dónde salió el dinero?
Alzó los ojos de la foto para mirarme. No dijo nada.
– ¿Estos agentes le han dicho que no hable conmigo?
Nada.
– ¿Lo han hecho? Mire, si no la conoce, entonces dígamelo.
Aziz volvió a posar sus ojos tristes en la mesa. Parecía estar mirando otra vez la foto, pero sabía que no era así. Estaba viendo algo que se hallaba mucho más lejos. Sabía que era inútil, algo que probablemente ya sabía antes de sentarme.
Me levanté y me volví hacia Peoples.
– Puede quedarse con el resto de los quince minutos.
Peoples se separó de la pared y miró a una cámara instalada en el techo. Hizo el pequeño giro con un dedo y la puerta se abrió electrónicamente. Sin pensarlo me acerqué a la puerta y la empujé. Casi inmediatamente oí un grito como el de un alma en pena detrás de mí. Aziz, que ya se había subido a la mesa, me golpeó en la parte superior de la espalda con todo su peso -sesenta kilos a lo sumo- y yo traspuse el umbral y quedé en el pasillo.
Aziz seguía encima de mí y cuando empezaba a caerme sentí que sus brazos y piernas pugnaban por aferrarse. Después saltó y echó a correr por el pasillo. Peoples y el otro agente corrieron rápidamente tras él. Cuando me levanté vi que lo arrinconaban en una esquina. Peoples se quedó atrás mientras el otro agente avanzaba y derribaba al pequeño prisionero sin contemplaciones.
Con Aziz controlado, Peoples se volvió y se me acercó.
– Bosch, ¿está bien?
– Estoy bien.
Me levanté e hice una actuación de plancharme la ropa. Me sentía avergonzado. Aziz me había pillado por sorpresa y sabía que probablemente eso sería la comidilla de la sala de brigada que estaba al otro extremo del pasillo.
– No estaba preparado. Supongo que me he oxidado después de tanto tiempo retirado.
– Sí, nunca puede uno darles la espalda.
– Mi caja. La olvidaba.
Volví a la sala de interrogatorios y cogí la foto que estaba sobre la mesa y la caja. Cuando salí de nuevo al pasillo estaban conduciendo a Aziz, con las manos esposadas a la espalda.
Observé cómo pasaba y después Peoples y yo los seguimos a una distancia prudencial.
– Y entonces -dijo Peoples-, todo esto ha sido para nada.
– Probablemente.
– Y todo podría haberse evitado si…
No terminó, así que lo hice yo por él.
– Si su agente no hubiera cometido esos crímenes en pantalla. Sí.
Peoples se detuvo en el pasillo y yo hice lo mismo. Esperó a que el otro agente y Aziz pasaran por la puerta.
– No estoy cómodo con este acuerdo -dijo-. No tengo garantías. Puede atropellarle un camión al salir de aquí. ¿Significa eso que las cintas acabarán en las noticias?
Lo pensé un instante y asentí.
– Sí. Será mejor que ese camión no me atropelle.
– No quiero vivir y trabajar con esa espada de Damocles.
– No le culpo. ¿Qué va a hacer con Milton?
– Lo que le dije. Está fuera. Sólo que él todavía no lo sabe.
– Bueno, avíseme cuando eso ocurra. Entonces podremos volver a hablar de esa espada de Damocles.
Parecía que iba a decir algo más, pero se lo pensó mejor y empezó a caminar otra vez. Me acompañó al ascensor a través de las puertas de seguridad. Usó la tarjeta magnética para llamarlo y después para pulsar el botón del vestíbulo. Mantuvo la mano en el sensor de la puerta.
– No voy a bajar con usted -dijo-. Creo que ya hemos dicho suficiente.
Asentí y él se apartó, pero se quedó observando, tal vez para asegurarse de que no me escabullía del ascensor y trataba de liberar a los terroristas encarcelados.
Justo cuando la puerta empezaba a cerrarse, golpeé el sensor con el dorso de la mano y ésta volvió a abrirse lentamente.
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