Mientras la sensación de cosquilleo empezaba a abrirse camino en mis manos, una sensación ardiente de ira se levantaba detrás de mis ojos, nublando mi visión con una negrura aterciopelada. En esa oscuridad había una voz que me urgía a vengarme. Conseguí no escucharla. Todo es una cuestión de poder y de cuándo usarlo. Esos tipos todavía no lo sabían.
Una mano me empujó al interior de la celda y yo involuntariamente me resistí. No quería entrar ahí. Entonces recibí una fuerte patada debajo de mi rodilla izquierda que me dobló la pierna y fui impulsado por un brazo rígido en mi espalda. Atravesé la pequeña celda cuadrada hasta la pared opuesta y tuve que poner las manos para frenarme.
– Ponte cómodo, gilipollas -dijo el agente a mi espalda.
La puerta se cerró antes de que yo pudiera decir nada. Me quedé allí de pie, mirando al cuadrado de cristal y dándome cuenta de que los otros prisioneros que había visto en el pasillo se estaban mirando a sí mismos. El cristal era de espejo.
Instintivamente supe que el agente que me había dado una patada y me había empujado estaba en el otro lado, mirándome. Le saludé con la cabeza, enviándole el mensaje de que no lo olvidaría. Probablemente él se estaba riendo en el otro lado.
La luz de la habitación permanecía encendida. Finalmente me alejé de la puerta y miré en torno a mí. Había un colchón de dos centímetros de grosor en lo que parecía un estante que sobresalía de la pared. En la pared opuesta había una combinación de lavabo e inodoro. Nada más, salvo una caja de acero en una de las esquinas superiores con un cuadrado de cinco centímetros, detrás de la cual vi la lente de una cámara. Me estaban observando. Aunque usara el inodoro me iban a estar observando.
Miré mi reloj, pero no había reloj. De algún modo me lo habían quitado, probablemente cuando me quitaron las esposas, y tenía las muñecas tan entumecidas que no me di cuenta del robo.
Ocupé lo que creí que fue la primera hora de mi encarcelamiento paseando por el reducido espacio y tratando de mantener mi rabia aguda, pero bajo control. Caminaba sin seguir otra pauta que la de usar todo el espacio, y cuando llegaba a la esquina donde estaba la cámara levantaba el dedo corazón de la mano izquierda. Cada vez.
En la segunda hora me senté en el colchón, decidido a no agotarme con el paseo y tratando de no perder la noción del tiempo. Ocasionalmente todavía alzaba el dedo a la cámara, normalmente sin siquiera molestarme en mirar mientras lo hacía. Empecé a pensar en historias de salas de interrogatorios para pasar el rato. Recordé a un tipo al que habíamos llevado como sospechoso en un caso que incluía un robo de droga. Nuestro plan era que sudara un poco antes de entrar en la sala para tratar de que confesara. Pero al poco de que lo metimos en la sala se quitó los pantalones, se anudó las perneras en el cuello y trató de colgarse del aplique de luz del techo. Llegaron a tiempo de salvarlo. Protestó diciendo que prefería ahorcarse a quedarse una hora más en la sala. Sólo llevaba allí veinte minutos.
Empecé a reírme para mis adentros y entonces recordé otra historia que no tenía ninguna gracia. Un hombre que era un testigo periférico de un asalto a mano armada fue puesto en la sala e interrogado acerca de lo que había visto. Era un viernes muy tarde. El testigo era un ilegal y estaba aterrorizado, pero no era un sospechoso y enviarlo de vuelta a México habría supuesto demasiadas llamadas de teléfono y demasiada burocracia. Lo único que quería el detective era información. Sin embargo, antes de obtenerla llamaron al detective y éste salió de la sala. Le dijo al hombre que se quedara allí que enseguida volvía. Pero nunca volvió. Nuevos acontecimientos del caso lo llevaron a la calle y no tardó en olvidarse del testigo. El domingo por la mañana otro detective que había entrado para ponerse al día con la burocracia oyó un ruido y al abrir la sala de interrogatorios se encontró con que el testigo seguía allí. Había sacado vasos vacíos de plástico de la papelera y los había llenado con orina durante el fin de semana. Pero tal y como le habían dicho nunca salió de la sala de interrogatorios.
Recordarlo me deprimió. Al cabo de un rato, me quité la cazadora y me tendí en el colchón. Me tape la cara con la cazadora para tratar de bloquear la luz. Intenté dar la impresión de que estaba durmiendo, de que no me importaba lo que me estaban haciendo. Pero no estaba durmiendo y probablemente ellos lo sabían. Lo había visto todo antes, cuando estaba al otro lado del cristal.
Al final, traté de concentrarme en el caso, revisando mentalmente los últimos hechos y tratando de ver cómo encajaban. ¿Por qué había intervenido el FBI? ¿Porque me había hecho con una copia del expediente de Lawton Cross? Me parecía improbable. Decidí que había pinchado en hueso en la biblioteca al mirar los artículos de Mousouwa Aziz. Habían hablado con la bibliotecaria o revisado el ordenador; las nuevas leyes les autorizaban a hacerlo. Eso fue lo que los hizo saltar. Eso era lo que querían saber de mí.
Después de lo que supuse que eran cuatro horas en la jaula, la puerta se abrió con un zumbido electrónico. Me quité la cazadora de la cara y me incorporé justo cuando entraba un agente al que no había visto antes. Llevaba una carpeta y una taza de café. El agente al que conocía como Parenting Today estaba de pie detrás de él, con una silla de aluminio.
– No se levante -dijo el primer agente.
Me levanté de todos modos.
– ¿Qué coño es…?
– He dicho que no se levante. Siéntese o me voy y volvemos a intentarlo mañana.
Dudé un momento, sosteniendo mi pose de hombre enfadado, pero enseguida me senté en el colchón. Parenting Today dejó la silla justo en el interior de la celda y luego salió y cerró la puerta. El agente que quedaba se sentó y dejó su café humeante en el suelo. El aroma llenó la sala.
– Soy el agente especial John Peoples del FBI.
– Me alegro por usted. ¿Qué estoy haciendo aquí?
– Está aquí porque no escucha.
Me miró para asegurarse de que hacía precisamente lo que él decía que no hacía. Tenía mi edad, quizá un poco más. Conservaba todo el pelo y lo llevaba ligeramente largo para los criterios del FBI. Supuse que no era una elección de estilo, sino que estaba demasiado ocupado para cortárselo.
La clave eran sus ojos. Cada rostro tiene un rasgo magnético, algo que te atrae. Una nariz, una cicatriz, una barbilla partida. Con Peoples todo te atraía a aquellos ojos hundidos y oscuros. Eran ojos de preocupación, guardaban un pesado secreto.
– Le advirtieron que no se metiera, señor Bosch -dijo-. Le dijeron de manera muy explícita que se olvidara de este asunto y aun así aquí estamos.
– ¿Puede responderme a una pregunta?
– Puedo intentarlo. Si no está clasificada.
– ¿Mi reloj está clasificado? ¿Dónde está mi reloj? Me lo regalaron cuando me retiré y quiero recuperarlo.
– Señor Bosch, olvídese de su reloj por el momento. Estoy tratando de meterle algo en esa cabeza dura suya, pero usted se resiste, ¿no?
Extendió el brazo para coger el café y tomó un sorbo. Hizo una mueca cuando le quemó en la boca. Volvió a dejar la taza en el suelo.
– Aquí hay en juego cosas más importantes que su pequeña investigación y su reloj de cien dólares.
Puse cara de sorpresa.
– ¿De verdad cree que eso es todo lo que se gastaron después de tantos años?
Peoples puso ceño y negó con la cabeza.
– No nos está ayudando, señor Bosch. Está comprometiendo una investigación que es vitalmente significativa para este país y lo único que quiere es mostrar lo listo que es.
– Es la perorata de la seguridad nacional, ¿no? ¿Es eso? Bueno, agente especial Peoples, la próxima vez puede ahorrársela. Yo no considero que una investigación de asesinato no sea importante. Cuando se trata de un asesinato no hay compromisos.
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