Continué, y acababa de coger una copia del informe que contenía los números de serie de una selección aleatoria de los billetes posteriormente robados, cuando escuché la voz de Danny detrás de mí. Se había quedado observando desde el umbral de la casa y yo no me había dado cuenta.
– ¿Has encontrado lo que estabas buscando?
Me volví y la miré. Lo primero en lo que me fijé fue en que se había aflojado el cinturón y la bata se había abierto para revelar el camisón azul pálido de debajo.
– Ah, sí, está aquí. Estaba echando un vistazo. Ya puedo irme si quieres.
– ¿Qué prisa tienes? Lawton todavía está dormido y no se despertará hasta la mañana.
Me sostuvo la mirada al decir la última frase. Yo estaba tratando de interpretar lo que había dicho y lo que significaba, pero antes de que pudiera responder, el sonido y las luces de un coche que aparcaba rápidamente en el sendero de entrada rompieron el momento.
Me volví y vi un coche estándar del gobierno -un Crown Victoria- aparcando en la zona iluminada por la luz del garaje. Había dos hombres en el coche y reconocí al que iba sentado en el asiento del pasajero. Con el menor movimiento de que fui capaz metí el informe de los números de serie en el T &L. Después cogí ambos y los deslicé por la grieta que dejaba el capó entreabierto. Oí que las hojas caían por la ranura hasta el motor. Rápidamente me alejé del coche, dejando el resto del expediente abierto en el capó, y volví a salir al umbral del garaje.
Un segundo Crown Vic se metió en el sendero de entrada. Los dos hombres del primer coche ya habían bajado y entrado en el garaje.
– FBI -dijo el hombre al que reconocí como Parenting Today.
Mostró una tarjeta de identificación con una placa adherida a ésta. Y casi con la misma rapidez la cerró y se la guardó.
– ¿Cómo está el niño? -le pregunté.
Pareció confundido por un momento y pausó su ritmo, pero enseguida continuó y se colocó delante de mí mientras su compañero, que no había mostrado placa, se quedaba a unos pasos a mi derecha.
– Señor Bosch, vamos a necesitar que nos acompañe -dijo Parenting Today.
– Bueno, ahora mismo estoy muy ocupado. Estoy tratando de ordenar este garaje.
El agente miró por encima de mi hombro a Danny Cross.
– Señora, ¿puede volver a entrar y cerrar la puerta? Enseguida nos marcharemos.
– Éste es mi garaje. Es mi casa -respondió Danny.
Sabía que su protesta era inútil, pero de todas formas me gustó que lo intentara.
– Señora, es un asunto del FBI. No le concierne. Por favor entre en la casa.
– Si es en mi garaje, me concierne.
– Señora, no voy a volver a pedírselo.
Hubo una pausa. Yo mantuve la mirada en el agente. Oí que la puerta se cerraba detrás de mí y supe que mi testigo se había ido. En el mismo momento, el agente que tenía a mi derecha levantó las dos manos y cargó contra mí, empujándome contra la puerta lateral del Malibu. Mi codo resbaló por el techo y golpeó una caja que cayó en el suelo al otro lado del coche. Sonó como si contuviera una cristalería.
El agente tenía mucha práctica y yo no opuse resistencia. Sabía que eso habría sido un error. Era lo que esperaban. Con dureza, el federal apoyó mi pecho en el coche y me esposó las manos a la espalda. Sentí que las esposas se ceñían con fuerza en torno a mis muñecas y acto seguido sus manos me cachearon en busca de armas e invadieron mis bolsillos en un registro de rutina.
– ¿Qué están haciendo? ¿Qué pasa?
Era Danny, que había oído el golpe.
– Señora -dijo Parenting Today con voz ruda-, vuelva a entrar y cierre la puerta.
El otro agente me apartó del coche de un tirón y me empujó fuera del garaje, hacia el segundo vehículo. Miré a Danny Cross justo cuando ella estaba cerrando la puerta. Una expresión de preocupación había sustituido la cara de desaprobación a la que tanto me había acostumbrado. También me fijé en que había vuelto a apretarse el cinturón de la bata.
El agente silencioso abrió la puerta de atrás del segundo coche y empezó a empujarme para que entrara.
– Cuidado con la cabeza -dijo justo cuando me ponía la mano en el cuello y me empujaba por el marco de la puerta.
Caí de bruces en el asiento de atrás. El cerró de golpe y estuvo a punto de pillarme el tobillo. Casi pude oír un lamento a través del cristal.
El agente golpeó con el puño el techo del coche y el conductor puso la marcha atrás y aceleró. El Crown Victoria brincó hacia atrás y el movimiento repentino me hizo caer al suelo desde el asiento. No pude frenar mi caída y mi mejilla impactó en el suelo pegajoso. Con las manos a la espalda intenté volver a colocarme en el asiento. Lo hice con rapidez, impulsado por la rabia y la vergüenza. Quedé sentado cuando el coche brincó hacia adelante y fui propulsado al asiento. El coche se alejó acelerando de la casa y por la ventanilla de atrás vi a Parenting Today de pie en el garaje y mirándome. Sostenía el informe de Lawton Cross en un costado.
Respiré pesadamente y observé al agente que empequeñecía en la ventana. Sentía en el rostro la porquería de la alfombrilla, pero no podía hacer nada al respecto. Me ardía la cara. No era dolor ni tampoco rabia ni vergüenza. Lo que me quemaba era pura impotencia.
A mitad de camino de Westwood dejé de hablar con ellos. Era inútil y lo sabía, pero había pasado veinte minutos azuzándolos primero con preguntas y luego con amenazas veladas. Dijera lo que dijera no había respuesta. Cuando finalmente llegamos al edificio federal, aparcaron en el garaje subterráneo y a mí me sacaron del coche y me metieron en un ascensor en el que ponía «Exclusivo Transporte de Seguridad». Uno de los agentes puso una tarjeta en la ranura del panel de control y pulsó el botón número 9. Cuando el cubo de acero inoxidable se elevó, pensé en lo bajo que había caído desde el momento en que llevaba una placa. No tenía ningún derecho para esos hombres. Ellos eran agentes y yo no era nada. Podían hacer conmigo lo que quisieran y todos lo sabíamos.
– No siento los dedos -me quejé-. Las esposas están demasiado apretadas.
– ¡Qué bien! -dijo uno de los agentes, sus primeras palabras de la tarde para mí.
Las puertas se abrieron y cada uno de ellos me agarró por un brazo antes de empujarme por el pasillo. Llegamos a una puerta que un agente abrió con la tarjeta magnética, y después recorrimos un pasillo hasta otra puerta, ésta con una cerradura de combinación.
– Date la vuelta -dijo un agente.
– ¿Qué?
– De espaldas a la puerta.
Seguí las instrucciones y me dieron la vuelta mientras otro agente tecleaba la combinación. Pasamos y me condujeron a un pasillo escasamente iluminado lleno de puertas con pequeñas ventanas cuadradas a la altura de la cabeza. Primero pensé que eran salas de interrogatorios, pero entonces me di cuenta de que había demasiadas. Eran celdas. Volví la cabeza para mirar por algunas de esas ventanas mientras pasábamos y en dos de ellas vi a hombres que me devolvían la mirada. Tenían la piel oscura y parecían originarios de Oriente Próximo. Llevaban barbas descuidadas. En una tercera ventana vi a un hombre pequeño, cuyos ojos apenas llegaban a la parte inferior de la ventanilla. Tenía el pelo rubio decolorado con medio centímetro negro en las raíces. Lo reconocí por la foto que había visto en el ordenador de la biblioteca: Mousouwa Aziz.
Nos detuvimos delante de una puerta con el número 29 y alguien que quedaba fuera de mi campo de visión la abrió electrónicamente. Uno de los agentes entró detrás de mí y oí que movía una llave en las esposas. Ya no era capaz de sentirlo. Enseguida mis muñecas estuvieron libres y yo coloqué las manos delante para poder frotarlas y recuperar la circulación sanguínea. Estaban blancas como el jabón, y tenía una circunferencia de color rojo intenso en cada una de las muñecas. Siempre había creído que esposar a un sospechoso demasiado fuerte era una estupidez. Lo mismo que golpear la cabeza de un custodiado en el marco de la puerta del coche. Fácil de hacer, fácil de escapar impune, pero no dejaba de ser un movimiento estúpido, un acto de matón propio de un chico al que le complace meterse con los niños más pequeños en el patio de la escuela.
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