Michael Connelly - Luz Perdida

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Desencantado con el cuerpo de policía de Los Ángeles, Harry Bosch decide abandonarlo tras casi treinta años como miembro del mismo. Sin embargó, desea seguir ejerciendo y retomar aquellos casos que no pudo resolver durante sus años como agente. Uno de ellos es el asesinato de Angella Benton, una joven que trabajaba en unos estudios cinematográficos. Su muerte se produjo días antes del robo de dos millones de dólares que iban a utilizarse durante el rodaje de una película, y Bosch cree que ambos hechos podrían estar relacionados.Si en el ámbito profesional Bosch prefiere ahora actuar por su cuenta, en el terreno personal también es un solitario. El recuerdo de Eleanor, su ex mujer, sigue vivo en su memoria; tanto, que Bosch decidirá visitarla en Las vegas.

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– ¿Kiz?

– Estoy aquí. Mira, Harry, te repito lo que te he dicho en tu casa. No puedo hablar del caso contigo. Lo único que puedo decirte es lo que ya te he dicho. Está abierto y activo y deberías apartarte de él.

Esta vez era mi turno de no responder. Kiz me resultaba una completa desconocida. Hacía menos de un año habría entrado en combate con ella y habría confiado en que ella me cubriría la espalda mientras yo cubría la suya. De repente, no estaba seguro de si podía fiarme de Kiz para decirme si había salido el sol antes de que lo consultara con la sexta planta.

– Harry, ¿estás ahí?

– Sí, estoy aquí. Me he quedado sin habla, Kiz. Pensaba que si había alguien en el departamento que siempre sería franco conmigo ésa ibas a ser tú. Nada más.

– Mira, Harry, ¿has hecho algo ilegal en esta operación por libre tuya?

– No, pero gracias por preguntarlo.

– Entonces no tienes que preocuparte por Núñez. Entra y ve a ver qué quieren. No sé nada de Martha Gessler. Y es todo lo que puedo decirte.

– Vale, Kiz, gracias -dije sin el menor entusiasmo-. Cuídate en la sexta planta. Te llamaré luego.

Antes de que ella pudiera decir la última palabra, cerré el móvil. Me levanté y me dirigí a la entrada del edificio. Ya en el interior, tuve que pasar por un detector de metales, quitarme los zapatos y separar los brazos para que me registraran con un lector óptico de mano. Apenas entendí al tipo del lector óptico cuando me pidió que levantara los brazos. Tenía más pinta de terrorista que yo, pero no protesté. Uno tiene que saber elegir las batallas. Al final, me acerqué al ascensor y subí a la planta doce. Entré en una zona de espera en la que había una gran ventana de vidrio, presumiblemente blindado, que separaba la zona pública del sanctasanctórum del FBI. Dije mi nombre y a quién quería ver en un micrófono y la mujer que había al otro lado del vidrio me invitó a tomar asiento.

En lugar de sentarme, caminé hasta la ventana y miré al cementerio de veteranos que se extendía al otro lado de Wilshire Boulevard. Recordé que había estado exactamente en la misma posición más de doce años antes, cuando conocí a la mujer que después sería mi esposa, mi ex esposa y mi eterno amor.

Me aparté de la ventana y me senté en el sofá de plástico. Había una revista con la foto de Brenda Barstow en la portada sobre una mesita de café desvencijada. Debajo de la foto, el titular decía: «Brenda, la novia de América.»

Estaba a punto de coger la revista cuando se abrió la puerta de la oficina interior y salió un hombre vestido con camisa blanca y corbata. -¿Señor Bosch?

Me levanté y asentí con la cabeza. El hombre me tendió la mano derecha mientras con la izquierda sostenía la puerta de seguridad para impedir que se cerrara.

– Ken Núñez, gracias por venir.

El apretón fue rápido y Núñez se volvió y se encaminó hacia el interior. No dijo nada mientras caminaba. No era como lo había imaginado. Por teléfono parecía un veterano cansado que ya estaba de vuelta de todo. Pero era joven, treinta y pocos. Y en realidad no caminaba por el pasillo, sino que trotaba. Era un joven con aspiraciones, que todavía tenía que probarse algo a sí mismo y a los demás. No estaba seguro de qué prefería, si un agente mayor o un novato.

Abrió la puerta de la izquierda y se apartó para dejarme pasar. Cuando vi que la puerta se abría hacia afuera y que había una mirilla supe que estaba a punto de entrar en una sala de interrogatorios. No iba a asistir una reunión educada, sino que más bien iban a darme una paliza en el culo al estilo federal.

11

En cuanto entré, vi una mesa cuadrada situada en el centro de la sala de interrogatorios. Sentado a la mesa, dándome la espalda, había un hombre vestido con camisa negra y vaqueros. Era rubio y llevaba el pelo muy corto. Miré por encima de su hombro muy musculado y vi que estaba leyendo el expediente de una investigación. Lo cerró y levantó la mirada mientras yo rodeaba la mesa para sentarme en la silla que había al otro lado.

Era Roy Lindell. Sonrió al ver mi reacción.

– Harry Bosch -dijo-. Cuánto tiempo sin verte, amigo.

Me quedé parado un momento, pero enseguida aparté la silla y me senté. Entretanto, Núñez cerró la puerta, dejándome a solas con Lindell.

Roy Lindell tenía ya en torno a los cuarenta, pero no había perdido su imponente físico. Los músculos que yo recordaba continuaban marcándose a través de la camisa. Todavía mantenía el bronceado de Las Vegas y los dientes nacarados. Lo había conocido en un caso que me llevó a la capital de Nevada y me metió en medio de una operación encubierta del FBI. Obligados a trabajar juntos, logramos, hasta cierto punto, dejar de lado las animosidades jurisdiccionales y departamentales y cerrar el caso. Por supuesto, las medallas se las puso el FBI. Eso había sido seis o siete años antes. Me encontré con él en Los Ángeles durante una investigación, pero no habíamos permanecido en contacto. No porque el FBI se hubiera llevado los méritos en el primer caso, sino simplemente porque los polis no se relacionan con los federales.

– Casi no te reconozco sin la coleta, Roy.

Extendió su manaza por encima de la mesa y yo lentamente me estiré para estrechársela. Tenía el aire de confianza que suelen tener los hombres corpulentos. Y también la sonrisa granuja que suele acompañarlo. Lo de la coleta había sido una pulla. Cuando lo conocí -y antes de conocer su condición de agente encubierto-, me tomé la libertad de cortarle la coleta con una navaja.

– ¿Qué tal estás? Le has dicho a Núñez que estás retirado, ¿eh? No me había enterado.

Asentí con la cabeza, pero no respondí nada más. Estábamos en su campo y quería dejar que él hiciera los primeros movimientos.

– ¿Y qué tal eso de estar retirado?

– No me quejo.

– Te hemos investigado un poco. Ahora eres detective privado, ¿eh?

Había sido un día de mucho trabajo en Sacramento.

– Sí, tengo una licencia.

Estuve a punto de repetir la historia que le había contado a Keisha Russell de que formaba parte del proceso de dejar el departamento, pero decidí no molestarme.

– Debe de estar bien, tener un pequeño negocio, hacerte tus horas y trabajar para quien quieras trabajar.

Para mí ya bastaba en cuanto a preliminares.

– Mira, Roy, no hablemos de mí. Vamos al grano. ¿Qué estoy haciendo aquí?

Lindell asintió con la cabeza para decir que le parecía bien.

– Bueno, lo que ha pasado es que llamaste y preguntaste por una agente que trabajaba aquí, y al hacerlo has disparado algunas alarmas.

– Martha Gessler.

– Eso es. Marty Gessler. ¿Así que sabías de quién estabas hablando cuando le dijiste a Núñez que no sabías de quién estabas hablando?

Negué con la cabeza.

– No. Lo deduje de su reacción. Recordé a una agente que desapareció sin dejar rastro. Tardé un poco hasta que recordé el nombre. ¿Qué es lo último que se sabe de ella? Ha desaparecido, pero supongo que no se la ha olvidado.

Lindell se inclinó hacia adelante y puso sus voluminosos brazos juntos encima del expediente cerrado. Sus muñecas eran tan gruesas como las patas de la mesa. Recordé cuánto me había costado esposarle en Las Vegas, cuando él trabajaba infiltrado y yo todavía no lo sabía.

– Harry, te considero un viejo amigo. No hemos hablado en bastante tiempo, pero digamos que hemos compartido un par de batallas, así que no quiero putearte mucho aquí. Pero la forma en que esto va a funcionar es que yo voy a hacer las preguntas. ¿Está bien?

– Hasta cierto punto.

– Estamos hablando de una agente desaparecida.

– Y tú no te andas con bromas.

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