– No, más bien tres. Creo que hice un artículo de un año después. Una puesta al día. Ésa fue la última vez que escribí sobre ella. Pero gracias por recordármelo. Puede ser momento de echar otro vistazo.
– Eh, si lo haces, espera unos días, ¿vale?
– O sea que estás trabajando en algo, Harry.
– Más o menos. No sé si está relacionado con Martha Gessler o no. Pero dame la semana que viene, ¿vale?
– No hay problema si juegas limpio y vienes a hablar conmigo entonces.
– Vale, llámame. Mientras tanto, ¿puedes sacarme los recortes de aquel caso? Me gustaría leer lo que escribiste entonces.
Creo que todavía lo llamaban sacar los recortes, aunque ya todo estaba en el ordenador y los recortes de periódico eran cosa del pasado.
– Claro que puedo hacerlo. ¿Tienes fax o mail ?.
No tenía ni una cosa ni la otra.
– Tal vez simplemente podrías mandármelos por correo. Por correo normal, quiero decir. La oí reír.
– Harry, así nunca serás un detective privado moderno. Apuesto a que lo único que tienes es una gabardina.
– Tengo un móvil.
– Bueno, ya es algo.
Sonreí y le di mi dirección. Ella dijo que los recortes saldrían en el correo de la tarde. Me pidió el número del móvil para poder llamarme la semana siguiente y también se lo dije.
Le di las gracias y cerré el teléfono. Me quedé sentado allí un momento, recapitulando. Me había interesado por el caso de Martha Gessler en su día. No la conocía, pero mi ex esposa sí. Habían trabajado juntas en la unidad de robos muchos años antes. Su desaparición fue noticia durante varios días, después los artículos se hicieron más esporádicos hasta que desaparecieron por completo. Me había olvidado de ella hasta ese momento.
Noté una quemazón en el pecho y sabía que no era por el martini del mediodía. Sentí que me estaba acercando a algo. Como cuando un niño no puede ver algo en la oscuridad, pero de todos modos está seguro de que está ahí.
Saqué el estuche del instrumento de la parte de atrás del Mercedes y caminé hasta las puertas de doble batiente de la residencia. Saludé con la cabeza a la mujer que se hallaba tras el mostrador y pasé. No me detuvo porque ya me conocía. Recorrí el pasillo, doblé a la derecha y abrí la puerta de la sala de música. Había un piano y un órgano en la parte delantera de la sala y un pequeño grupo de sillas alineadas para ver las actuaciones, aunque sabía que éstas eran escasas. Quentin McKinzie estaba repantinga-do en una silla de la fila delantera, con la barbilla caída y los ojos cerrados. Lo sacudí suavemente por el hombro e inmediatamente levantó la cabeza.
– Lo siento. Llego tarde, Sugar Ray.
Creo que le gustaba que le llamara por su nombre artístico. Había sido conocido profesionalmente como Sugar Ray McK porque cuando tocaba amagaba y serpenteaba en el escenario como Sugar Ray Robinson en el ring .
Saqué una silla de la fila delantera y la acerqué para ponerme frente a él. Me senté y dejé el estuche en el suelo. Abrí los cierres y dejé a la vista el reluciente instrumento que estaba encajado en el forro de terciopelo granate.
– Hoy tendrá que ser breve -dije-. Tengo una cita a las cuatro en Westwood.
– Los pensionistas no tienen citas -dijo Sugar Ray, cuya voz sonó como si hubiera crecido en la misma calle que Louis Armstrong-. Los pensionistas tienen todo el tiempo del mundo.
– Bueno, estoy trabajando en algo y podría…, bueno, voy a tratar de mantener mi horario, pero durante las dos próximas semanas se me va a complicar. Llamaré a la residencia y te dejaré un mensaje si no puedo llegar a la lección.
Llevábamos seis meses viéndonos dos veces por semana. La primera vez que había visto a Sugar Ray fue en un buque hospital en el mar del Sur de China, donde él formó parte del séquito de Bob Hope que vino a entretener a los heridos en la Navidad de 1969. Muchos años después, de hecho en uno de mis últimos casos como policía, estaba trabajando en un homicidio y me topé con un saxofón robado con su nombre grabado en la parte interior de la boquilla. Localicé a Sugar Ray en Splendid Age y se lo devolví. Pero ya era demasiado viejo para tocar. Sus pulmones ya no tenían fuerza.
Aun así, hice lo que debía. Fue como devolver un niño perdido a sus padres. Me invitó a la cena de Navidad. Permanecimos en contacto y después de que entregué la placa volví a visitarle con un plan que evitaría que su instrumento acumulara polvo.
Sugar Ray era un buen maestro porque no sabía cómo enseñar. Me contaba historias y me explicaba cómo amar al instrumento para arrancarle los sonidos de la vida. Cualquier nota que pudiera tocar era capaz de despertar un recuerdo y una historia. Sabía que nunca iba a ser bueno con el saxo, pero iba dos veces por semana para pasar una hora con él y escuchar historias de jazz y compartir la pasión que él todavía sentía por su arte imperecedero. De algún modo se me metía dentro y salía con mi aliento cuando me llevaba el instrumento a la boca.
Levanté el saxofón del estuche y lo puse en posición para tocar. Yo siempre empezaba la lección intentando interpretar Lullaby , un tema de George Cables que había oído por primera vez en un disco de Frank Morgan. Era una balada lenta, de modo que me resultaba más fácil, pero también era una composición hermosa. Era triste y rotunda y levantaba el ánimo, todo al mismo tiempo. La canción no duraba ni un minuto y medio, pero para mí decía todo lo que podía decirse acerca de estar solo en el mundo. A veces creía que si podía aprender a tocar bien ese tema, tendría bastante. Ya no ansiaría más.
Ese día lo sentí como un canto fúnebre. Pensé en Martha Gessler durante toda mi interpretación. Recordé su imagen en el diario y en las noticias de las once. Recordé a mi esposa contando que habían sido las únicas dos mujeres de la unidad de robos. Los hombres se excedían con ellas constantemente hasta que se reivindicaron trabajando juntas y deteniendo a un atracador conocido como el Bandido del Pas de Deux, porque siempre daba unos pasos de baile al salir del banco con el botín.
Mientras tocaba, Sugar Ray observaba el trabajo de mis dedos y asentía de manera aprobatoria. A mitad de la balada cerró los ojos y se limitó a escuchar, marcando el ritmo con la cabeza. Era todo un elogio. Cuando terminé la pieza, abrió los ojos y sonrió.
– Vamos mejorando -dijo.
Asentí.
– Todavía tienes que sacarte el humo de los bronquios para aumentar tu capacidad pulmonar.
Asentí una vez más. No había fumado un cigarrillo desde hacía más de un año, pero había pasado la mayor parte de mi vida fumando dos paquetes al día y el daño estaba hecho. A veces meter aire en el instrumento era como empujar una roca por una cuesta.
Hablamos y toqué durante otros quince minutos. Hice un intento -sin esperanza alguna- con Soul Eyes , el standard de Coltrane, y luego probé suerte con el tema clásico de Sugar Ray, The Sweet Spot . Era un riff complicado, pero había estado ensayando en casa porque quería agradar al anciano.
Al final de la lección abreviada di las gracias a Sugar Ray y le pregunté si necesitaba algo.
– Sólo música -dijo.
Respondía lo mismo siempre que le preguntaba. Volví a dejar el instrumento en el estuche -siempre insistía en que me lo llevara para ensayar- y lo dejé en la sala de música.
Cuando volvía por el pasillo hacia la entrada principal me crucé con Melissa Royal. Sonreí. -Melissa.
– Hola, Harry. ¿Cómo ha ido la lección?
Ella estaba allí para ver a su madre, una víctima del Alzheimer que nunca la reconocía. Nos habían presentado en la cena de Navidad y después nos habíamos encontrado ocasionalmente en la residencia. Ella empezó a programar las visitas a su madre para que coincidieran con mis lecciones de las tres en punto. No me lo dijo, pero yo lo sabía. Tomamos café juntos varias veces y un día le pedí que saliera conmigo para escuchar jazz en el Catalina. Ella dijo que se había divertido, aunque yo sabía que no le importaba mucho la música. Simplemente estaba sola y buscaba a alguien. Por mí no había problema. Nos pasa a todos.
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