Ian Rankin - Aguas Turbulentas

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La desaparición de una estudiante, Philippa Balfour ¿niña rica rebelde, hija de un banquero bien acomodado e influyente? conduce a la policía a dos posibles pistas: la primera relacionada con la aparición de una muñeca de madera en un minúsculo ataúd abandonado en un paraje rural, a poca distancia de la casa de los Balfour; la segunda, su participación en un juego de rol a través de Internet dirigido por un misterioso gurú cibernético. Dos posibles pistas que vinculan casos antiguos de asesinatos no resueltos con otros más recientes. La policía, de Lothian y Borders, se pone en marcha, mientras Rebus investiga los deslavazados antecedentes históricos de crímenes sin resolver y la agente Siobhan Clarke sigue la pista virtual del misterioso «Programador», cuyas enrevesadas claves acaban dirigiendo los pasos de la investigación. Las vidas, virtuales y reales, dependen ahora de una fracción de segundo.

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– ¿Te prestas tú a decir un par de mentiras por mí? -replicó él sonriendo.

– Usted dirá.

Rebus asintió con la cabeza.

– Lo malo es que habría más de diez testigos que afirmarían lo contrario.

– ¿Usted cree?

– Bueno, el tiempo lo dirá -contestó él.

Se fue cojeando a Urgencias, donde ponían a Siobhan unos puntos en la cabeza. Estaba hablando con Eric Bain, pero interrumpieron la conversación al verlo.

– Me explicaba Eric cómo intuiste dónde estaba.

Rebus asintió con la cabeza.

– Y cómo entrasteis en el piso de Costello.

Rebus hizo una «O» con los labios.

– El señor Fuerza -prosiguió ella- derribando a patadas la puerta de un sospechoso sin permiso ni mandamiento judicial.

– Técnicamente -replicó Rebus- estaba suspendido de empleo; lo que significa que no era un policía de servicio.

– Lo que aún es peor -dijo ella volviéndose hacia Bain-. Eric, tendrás que darle cobertura.

– Cuando llegamos, la puerta estaba abierta; por intento de robo, probablemente -explicó Bain.

Siobhan asintió con la cabeza y le sonrió. Acto seguido, le apretó la mano.

* * *

Donald Devlin ocupaba una habitación del Hospital Western General bajo vigilancia policial; había ingresado medio ahogado y ahora se encontraba en coma según los médicos.

– Esperemos que no salga de él -opinó el ayudante de jefe de policía, Colin Carswell-. Así nos evitamos los gastos del juicio.

Carswell no había dicho palabra a Rebus, pero Gill Templer le dijo que no se preocupase.

– No ha hablado contigo porque es incapaz de disculparse.

Rebus hizo un gesto afirmativo.

– Acabo de ir a un médico -añadió.

– ¿Y bien? -preguntó ella mirándolo.

– ¿Sirve como revisión?

David Costello estaba detenido en Gayfield Square, pero Rebus no se acercó por allí; sabía que estarían abriendo botellas de whisky y cerveza y que los murmullos de la fiesta llegarían hasta el cuarto en que interrogaban a Costello. Pensó en la ocasión en que había preguntado a Donald Devlin si su joven vecino era capaz de matar: «David no es lo bastante cerebral». Pero lo cierto era que Costello había seguido un método y Devlin lo había encubierto; un viejo que patrocinaba a un joven.

Al llegar a casa echó un vistazo al piso y comprendió que representaba el único referente fijo en su vida; allí había lidiado con todos los casos en que había intervenido y con los monstruos con que se había tropezado, allí, sentado en su sillón y mirando por la ventana. Les había hecho un hueco en el bestiario de su mente y allí los tenía.

Si renunciaba a aquello, ¿qué le quedaba? No tendría ya un remanso fijo en su mundo particular ni una jaula para sus demonios.

Al día siguiente llamaría a la agente de la propiedad para decirle que no se mudaba.

Al día siguiente.

Esa noche tenía otras jaulas que llenar.

Capítulo 14

Era una tarde de domingo de sol hiriente y bajo que proyectaba una geometría cambiante de sombras increíblemente largas y oblicuas. El viento combaba los árboles y las nubes se desplazaban como máquinas bien engrasadas. Rebus dejó atrás el indicador: «LOS SALTOS, HERMANADO CON ANGOISE», y miró a Jean, que iba callada a su lado. Llevaba toda una semana así, tardando en contestar cuando sonaba el teléfono y en abrir cuando llamaban a la puerta. Los médicos habían dicho que el tiempo todo lo cura…

Aunque Rebus le había propuesto quedarse en casa, ella decidió acompañarlo. Aparcaron junto a un BMW reluciente, al lado del cual se veían restos de agua jabonosa en la cuneta. Rebus puso el freno de mano y se volvió hacia ella.

– Tardaré un minuto. ¿Te quedas en el coche?

Ella reflexionó un instante y asintió con la cabeza. Rebus cogió del asiento de atrás el ataúd envuelto en un periódico con un titular de Steve Holly en la primera página, bajó del coche sin cerrar la puerta y llamó a la Casita del Torno.

Le abrió Bev Dodds en persona, sonriente y en delantal con volantes.

– Siento no ser un turista -dijo Rebus, haciendo que se le disipase la sonrisa-. Qué, ¿el negocio va viento en popa?

– ¿Qué desea?

Rebus le mostró el envoltorio.

– Pensé que le gustaría recuperarlo. Al fin y al cabo, es suyo, ¿no?

Ella abrió las hojas de periódico.

– Ah, gracias -contestó.

– Es realmente suyo, ¿verdad?

– Bueno, es propiedad de quien lo encuentra -dijo ella sin mirarlo a la cara.

Pero Rebus negó con un gesto.

– No; me refiero a que es obra suya, señorita Dodds. He visto el nuevo letrero -añadió señalando con la cabeza-. ¿No me dice quién lo ha hecho? Me apuesto algo a que es obra suya. La madera está muy bien trabajada. Seguro que no le faltan formones y herramientas adecuadas.

– ¿Qué es lo que quiere? -preguntó ella con voz destemplada.

– Cuando vine con Jean Burchill, que se ha quedado en el coche y que ya está bien, por cierto, gracias por interesarse…, cuando estuvo conmigo aquí, dijo usted que iba con frecuencia al museo.

– ¿Y? -inquirió ella mirando por encima del hombro de Rebus, pero apartó la vista al cruzar su mirada con la de Jean Burchill.

– Dijo que, sin embargo, no había visto los ataúdes de Arthur's Seat -siguió Rebus, frunciendo sarcásticamente el entrecejo-. Habría debido darme cuenta en ese momento -añadió mirándola, pero ella no contestó nada y Rebus advirtió que se ruborizaba y le daba vueltas al ataúd con las manos-. Pero, claro, usted ha obtenido un buen negocio extra, ¿verdad? Pues escuche lo que le digo…

Vio que tenía los ojos bañados en lágrimas y que alzaba la vista para mirarlo.

– ¿Qué? -preguntó con voz ahogada.

– Que ha tenido suerte de que no lo advirtiera antes -dijo él con un dedo imperativo-, porque a lo mejor se lo habría dicho a Donald Devlin y ahora se vería como Jean, si no mucho peor.

Se dio media vuelta camino del coche, arrancó de paso el letrero de CERÁMICAS y lo tiró al arroyo. Ella continuó allí en la puerta mirando cuando él puso el motor en marcha. Por la acera llegaba una pareja de turistas y Rebus sabía adónde iban y a qué. Dio un forzado golpe de volante para maniobrar, de forma que las cuatro ruedas aplastaran el letrero.

Llegados a Edimburgo, Jean le preguntó si iban a Portobello. Él asintió y le preguntó a su vez si le parecía bien.

– Muy bien -contestó ella-. Necesito que alguien me ayude a quitar el espejo del dormitorio.

Rebus la miró.

– De momento; hasta que se me curen los hematomas -añadió ella en voz baja.

Rebus hizo un gesto afirmativo.

– ¿Sabes lo que necesito, Jean?

– ¿Qué? -preguntó ella volviéndose hacia él.

– Esperaba que tú fueras capaz de decírmelo… -respondió él moviendo la cabeza a un lado y a otro.

* * *

En Edimburgo no hay más que represión sexual e histeria.

PHILIP KERR, The Unnatural History Museum

Nota del Autor

En primer lugar, muchas gracias a Mogwai, cuyo disco Stanley Kubrick tuve como música de fondo durante la redacción final del libro.

El libro de poemas del piso de David Costello es I Dream of Alfred Hitchcock, de James Robertson, y el que cita Rebus se titula Shower Scene.

Después de la primera redacción del libro descubrí que el Museo de Escocia encargó en 1999 a dos investigadores norteamericanos, el doctor Allen Simpson y el doctor Sam Menefee de la Universidad de Virginia, el examen de los ataúdes de Arthur's Seat para que emitieran un dictamen, y éstos llegaron a la conclusión de que la explicación más verosímil era que fuesen obra de algún zapatero conocido de los homicidas Burke y Hare, que los había hecho con una lezna y con bisagras de latón procedentes de hebillas de zapato con el propósito de dar a las víctimas un simulacro de sepultura cristiana, dada la creencia de que a los cuerpos sometidos a disección les estaba vedada la resurrección.

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