Ian Rankin - Aguas Turbulentas

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La desaparición de una estudiante, Philippa Balfour ¿niña rica rebelde, hija de un banquero bien acomodado e influyente? conduce a la policía a dos posibles pistas: la primera relacionada con la aparición de una muñeca de madera en un minúsculo ataúd abandonado en un paraje rural, a poca distancia de la casa de los Balfour; la segunda, su participación en un juego de rol a través de Internet dirigido por un misterioso gurú cibernético. Dos posibles pistas que vinculan casos antiguos de asesinatos no resueltos con otros más recientes. La policía, de Lothian y Borders, se pone en marcha, mientras Rebus investiga los deslavazados antecedentes históricos de crímenes sin resolver y la agente Siobhan Clarke sigue la pista virtual del misterioso «Programador», cuyas enrevesadas claves acaban dirigiendo los pasos de la investigación. Las vidas, virtuales y reales, dependen ahora de una fracción de segundo.

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Gill Templer no estaba muy segura, pero asintió con la cabeza.

– Continúe -ordenó, pero fue como si su palabra hubiese roto el hechizo porque Marr hizo una pausa para respirar y pareció perder el hilo de lo que explicaba.

– Era… -dijo, abriendo y cerrando la boca sin decir nada. Luego negó con un gesto-. Estoy cansado y quiero irme a casa. Tengo que hablar con Dorothy.

– ¿Está en condiciones de conducir? -preguntó Templer.

– Perfectamente -respondió él con un profundo suspiro, pero al levantar la vista hacia ella las lágrimas bañaban sus ojos-. Dios mío -exclamó-, qué follón he organizado, ¿verdad? Pues lo haría mil veces de nuevo por revivir esos momentos con ella.

– ¿Está ensayando lo que le va a decir a su señora? -preguntó Pryde muy sereno, con lo que Templer advirtió que sólo a ella le había impresionado la historia de Marr.

Como para subrayar su sarcasmo, Pryde emitió un resoplido semejante al estallido de un globo.

– Santo Dios -dijo Marr casi atemorizado-, rezo para no caer nunca en su falta de sensibilidad.

– ¿Insensibilidad? Usted, que durante años se ha estado acostando con la hija de su amigo, comparado conmigo es un jodido armadillo, señor Marr.

Esta vez, Gill Templer tuvo que sacar del cuarto a su colega tirándole del brazo.

* * *

Rebus iba de un lado a otro como un marginado en Saint Leonard, donde todos estaban impacientes, convencidos de que algo averiguarían gracias a la declaración de Marr y de Claire Benzie. Eso desde luego.

– No, si no lo habéis trabajado -musitó Rebus sin que nadie le hiciera caso.

Sacó los ataúdes del cajón y unos papeles, además de un vaso de café que algún perezoso no se había molestado en tirar a la papelera. Se acomodó en el sillón heredado de Watson, dispuso los ataúdes sobre la mesa apartando los papeles y notó que el asesino se le escurría entre los dedos. El problema era que para que le dieran una segunda oportunidad tendría que aparecer otra víctima, y eso no le gustaba. No quería engañarse: las pruebas que tenía pinchadas en la pared no eran pruebas ni nada, sólo un simple conjunto de coincidencias y especulaciones, una sutil maraña tejida casi en el vacío y que al menor soplo se rompería. Sabía que Betty-Anne Jesperson se había escapado con un amante, mientras que Hazel Gibbs había caído borracha al agua en White Cart Water. Tal vez, Paula Gearing había sabido ocultar a todos una depresión y se había metido ella misma en el mar. En cuanto a la colegiala, Caroline Farmer, ¿no habría emprendido una nueva vida en una ciudad inglesa, lejos del triste pueblo de su adolescencia?

¿Qué más daba que alguien hubiese puesto un ataúd cerca de donde habían muerto? Ni siquiera existía la certeza de que fuera la misma persona en todos los casos; sólo contaba con la afirmación del ebanista y por los resultados de las autopsias no había modo de demostrar que se tratara de crímenes…, salvo en el caso del ataúd de Los Saltos. Otra laguna en el esquema, porque Flip Balfour era el primer caso en el que se podía afirmar que había perecido a manos de un agresor.

Se cogió la cabeza con las manos pensando en que le explotaría si no se la sujetaba. Demasiados fantasmas, demasiadas dudas. Demasiado dolor y duelo, pérdidas y sentimientos de culpabilidad. Se hallaba en el mismo estado de desánimo que otras veces lo había llevado, alguna que otra noche, a casa de Conor Leary, pero ya no tenía a quien recurrir.

Fue una voz de hombre la que contestó a su llamada al teléfono de Jean.

No está, lo siento. Últimamente la he visto muy ocupada.

– ¿Tienen mucho trabajo?

No especialmente. Jean debe de andar en uno de sus misteriosos viajes.

– ¡Ah!

El hombre se echó a reír.

No me refiero a un viaje material. Es que de vez en cuando se entrega a algún proyecto personal y ya puede estallar una bomba en el edificio que ella ni se enteraría.

Rebus sonrió pensando en sí mismo. El caso es que Jean no le había explicado que estuviese ocupada en nada aparte de su trabajo normal. Claro que no era asunto suyo.

– ¿Y en qué está trabajando ahora?

Hmm…, vamos a ver…, Burke y Hare, y la época del doctor Knox.

– ¿Los resurreccionistas?

Curioso término, ¿no cree? Realmente no resucitaron a nadie, tal como lo entendería un buen cristiano.

– Cierto.

Aquel hombre le fastidiaba por su manera de hablar y su tono de voz. Le fastidiaba que le estuviera informando tan a la ligera; ni siquiera había preguntado quién llamaba. Si Steve Holly lograba comunicarse con él, seguro que le sacaba cuanto quisiera sobre Jean; dirección y teléfono incluidos.

En realidad, creo que su investigación se centra en ese médico que hizo la autopsia de Burke. ¿Cómo se llamaba…?

Rebus recordó el retrato del Colegio de Médicos.

– Kennet Lovell -contestó.

Eso es -añadió el hombre un tanto sorprendido de que Rebus supiera el nombre-. ¿Colabora usted con ella? Puede dejarme un recado, si quiere.

– ¿Usted no sabrá por casualidad dónde está?

No me tiene al corriente.

«Hace bien», tuvo ganas de contestarle, pero no lo hizo y colgó. Era Devlin quien había hablado de Kennet Lovell a Jean, comentándole su teoría de que el médico depositaba los ataúdes de Arthur's Seat. Estaría, sin duda, investigando aquello. De todos modos, le extrañaba que no le hubiese dicho nada.

Miró a la mesa de enfrente, la que había utilizado Wylie, y vio que estaba llena de documentos. Frunció el entrecejo, se levantó y fue quitando papeles de encima hasta encontrar los informes sobre la autopsia de Hazel Gibbs y Paula Gearing, cuya devolución había encomendado; además, Devlin se lo había recordado en el Bar Oxford y tenía razón porque allí no hacían nada y a lo mejor los extraviaban entre el papeleo generado por el caso Balfour.

Los llevó a su mesa, trasladó su papeleo a la mesa de al lado y volvió a guardar los ataúdes en el último cajón, salvo el de Los Saltos, que guardó en una bolsa. Fue a la fotocopiadora -era el único lugar del departamento en que había papel- y cogió un folio en el que escribió: «QUE ALGUIEN ENVÍE ESTO, POR FAVOR, A LAS SEÑAS INDICADAS. DE PREFERENCIA EL VIERNES. SALUDOS. J. R.».

Miró al aparcamiento y le intrigó ver que no estaba ya el coche de Siobhan, a quien había seguido.

– Ha dicho que iba a Gayfield Square -le aclaró un compañero.

– ¿Cuándo?

– Hará cinco minutos.

Claro, mientras él hablaba por teléfono con el museo.

– Gracias -dijo saliendo sin más a por el coche.

No había un camino rápido para llegar a Gayfield Square y Rebus se tomó algunas libertades en cruces y semáforos. No vio el coche de ella al aparcar, pero la vio dentro, hablando con Grant Hood, quien vestía otro traje nuevo y lucía un bronceado sospechoso.

– ¿Has tomado el sol, Grant? -preguntó Rebus-. Creía que tu despacho en la central no tenía ventana.

Hood se llevó una mano a la mejilla cohibido.

– Algo me habrá dado… Perdón -añadió, fingiendo que veía a alguien-, tengo que irme.

– Este Grant empieza a preocuparme -dijo Rebus.

– ¿Tú qué crees, que es un bronceado de bote o de lámpara?

Rebus se encogió de hombros. Hood volvió la cabeza y, al ver que lo miraban, terció en la conversación de otros dos agentes como si dialogara realmente con ellos. Rebus se sentó a una mesa.

– ¿Alguna novedad? -preguntó.

– Han soltado a Ranald Marr. Lo único que ha declarado es que Flip le preguntó por la clave masónica.

– ¿Y ha explicado por qué nos mintió?

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