Ian Rankin - Aguas Turbulentas

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La desaparición de una estudiante, Philippa Balfour ¿niña rica rebelde, hija de un banquero bien acomodado e influyente? conduce a la policía a dos posibles pistas: la primera relacionada con la aparición de una muñeca de madera en un minúsculo ataúd abandonado en un paraje rural, a poca distancia de la casa de los Balfour; la segunda, su participación en un juego de rol a través de Internet dirigido por un misterioso gurú cibernético. Dos posibles pistas que vinculan casos antiguos de asesinatos no resueltos con otros más recientes. La policía, de Lothian y Borders, se pone en marcha, mientras Rebus investiga los deslavazados antecedentes históricos de crímenes sin resolver y la agente Siobhan Clarke sigue la pista virtual del misterioso «Programador», cuyas enrevesadas claves acaban dirigiendo los pasos de la investigación. Las vidas, virtuales y reales, dependen ahora de una fracción de segundo.

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Quien mirase a David Costello no vería más que su propio reflejo. ¿Era precisamente lo que pretendía? Tras él iban sus padres separados y con el paso cambiado; más que un matrimonio, parecían simples conocidos. Al dispersarse la concurrencia, David se encontró junto al profesor Devlin, quien le tendió la mano, pero el joven sólo lo miró y el patólogo se contentó con darle una palmadita en el brazo.

En aquel momento sucedió algo: llegaba un coche…, se oyó el ruido de la puerta al cerrarse y un hombre vestido de modo informal, con suéter de cuello de pico y pantalones grises, entró corriendo en el cementerio. Rebus vio que era Ranald Marr: iba sin afeitar y se le notaba el cansancio en los ojos llorosos, por lo que se figuró que habría dormido en el Maserati. Advirtió que Steve Holly fruncía el entrecejo sorprendido. El cortejo fúnebre había llegado a la tumba cuando Marr le dio alcance y se situó frente a John Balfour y su esposa. Balfour se soltó del brazo de ella y dio un abrazo a Marr. Templer y Pryde miraron a Colin Carswell, quien les hizo un gesto con las palmas de las manos hacia abajo para indicarles que no se precipitaran.

Rebus pensó que los periodistas no habían advertido el gesto de Carswell ocupados como estaban intentando comprender aquella interrupción, y en ese mismo instante vio que Siobhan miraba la fosa y el féretro como si hubiera visto algo sorprendente, y que, de pronto, daba media vuelta y echaba a andar entre las tumbas como si buscase algo en el suelo.

«Yo soy la resurrección y la vida…», comenzó a recitar el sacerdote. Marr estaba junto a John Balfour con la mirada fija en el féretro y, apartada unos metros, Siobhan se movía aún entre las tumbas; Rebus se imaginaba que los periodistas no la veían porque la tapaba el grupo congregado en torno a la fosa; la vio agacharse frente a una lápida baja a leer la inscripción y luego se incorporó y se retiró, ya más despacio.

Volvió la cabeza y se percató de que Rebus la observaba y le dirigió una fugaz sonrisa, que a él se le antojó forzada. A continuación se alejó del grupo y él la perdió de vista.

Carswell musitó algo a Gill Templer; sin duda, instrucciones para detener a Ranald Marr. Rebus sabía que probablemente le permitirían salir del cementerio antes de decirle que los acompañase. Tal vez lo llevaran a Los Enebros para interrogarlo, pero lo más probable es que, sin pasar por el bufé del entoldado, lo esperara una taza de té grisáceo en Gayfield Square.

«Polvo eres y en polvo te convertirás.»

Rebus, sin poder evitarlo, recordó los primeros compases de la canción de Bowie Ashes to Ashes.

Un par de periodistas se disponían ya a marchar a Edimburgo o a Los Enebros para hacer el reportaje sobre los invitados. Rebus metió las manos en los bolsillos de la gabardina y se puso a pasear por el perímetro del cementerio. Ya caía la lluvia de tierra sobre el féretro de Philippa Balfour, la última lluvia que recibiría la pulida madera. La madre lanzó un grito que el viento se llevó hacia las colinas.

Rebus miró una pequeña lápida que tenía ante sí. El difunto había vivido entre 1876 y 1937; apenas sesenta y un años. Se había perdido lo peor de Hitler y quizá, por su edad, tampoco habría combatido en la primera guerra mundial. Era carpintero, probablemente con clientes de las granjas locales; pensó por un instante en el autor de los ataúdes, pero al leer de nuevo el nombre de la lápida, Francis Campbell Finlay, no pudo por menos de reprimir una sonrisa. Siobhan había mirado el cuadrilátero de la fosa donde iban a reposar los restos de Philippa Balfour, un lugar en que el sol no brillaría. Programador la había dirigido hasta allí, pero ella sólo se había percatado una vez dentro del recinto. Había buscado el nombre de Frank Finlay y lo había encontrado. Se preguntó qué más habría encontrado al agacharse junto a aquella lápida. Miró al grupo de invitados que abandonaba el cementerio, vio que los chóferes apagaban el cigarrillo y se disponían a abrir las puertas. No veía a Siobhan pero sí a Carswell, que hablaba con Ranald Marr, y que éste respondía asintiendo resignadamente con la cabeza. Carswell alargó la mano y Marr le entregó las llaves del coche.

Rebus fue el último en salir del cementerio. Algunos vehículos maniobraban ya para dar la vuelta y un tractor aguardaba a que dejaran paso. Rebus no reconoció al conductor. Vio a Siobhan junto al arcén con los codos apoyados en el techo de su coche, sin prisas, y cruzó la carretera para saludarla.

– Ya me imaginé que te veríamos por aquí -dijo ella al tiempo que Rebus apoyaba también los codos en el techo del coche-. Te han echado la bronca, ¿verdad?

– No hago nada ilegal, como le he dicho a Gill.

– ¿Has visto llegar a Marr?

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿Qué van a hacer?

– Carswell va a llevarlo a casa de Balfour porque Marr quiere darle una explicación.

– ¿De qué?

– Ya se verá.

– No me parece a mí que vaya a confesarse culpable.

– No -asintió ella.

– No sé si… -dijo Rebus sin acabar la frase.

Siobhan apartó la vista del espectáculo que en aquel momento daba Carswell tratando de girar en redondo con el Maserati.

– ¿Qué?

– Esa última clave de Oclusión. ¿Tienes alguna otra idea?

Pensaba en la acepción de confinamiento de la palabra y en que no había mayor confinamiento que el de un ataúd.

Siobhan parpadeó y luego movió la cabeza, negando.

– ¿Y tú? -preguntó a su vez.

– ¿Quieres que siga pensando?

– Daño no hará.

El Maserati rugía carretera adelante acelerado en exceso por Carswell.

– No, claro que no -dijo Rebus mirándola-. ¿Vas a Los Enebros?

– No, vuelvo a Saint Leonard.

– Tienes trabajo, ¿eh?

Siobhan apartó los brazos del techo del coche y metió la mano en el bolsillo de su chubasquero negro.

– Sí -asintió-, trabajo.

Rebus advirtió que llevaba en la mano izquierda las llaves del coche y se preguntó qué habría en aquel bolsillo.

– Ve con cuidado, ¿de acuerdo? -añadió él.

– Te veré en el rancho -dijo ella.

– Ya sabes que estoy en la lista negra.

Ella sacó la mano del bolsillo y abrió la puerta.

– Es verdad -repuso subiendo al coche.

Rebus se inclinó a mirar por la ventanilla y Siobhan le dirigió una breve sonrisa. Él se apartó y el coche arrancó patinando ligeramente hasta entrar en el firme.

Siobhan hacía lo mismo que él habría hecho en su caso: no compartir con nadie lo que había encontrado. Rebus apretó el paso hasta su coche, dispuesto a seguirla.

En Los Saltos aminoró la marcha al pasar ante la casita de Bev Dodds, a quien esperaba haber visto en el entierro. El sepelio había atraído a algunos curiosos, pero había dos coches de la policía a ambos lados de la carretera para disuadir a los intrusos. Aquel miércoles había poco sitio donde aparcar, pero pensó que cualquier otro día entre semana habría sitio de sobra. La ceramista había reemplazado su rudimentario letrero por otro más vistoso y bien hecho. Pisó levemente el acelerador para no perder de vista el coche de Siobhan, mientras recordaba que los ataúdes seguían guardados en el cajón de abajo de su mesa y que Bev quería que le devolviese el que había encontrado ella; a lo mejor se portaba bien y lo recogía aquella misma tarde para llevárselo el jueves o el viernes. Eso le servía de pretexto para ir al rancho y volver a preguntar a Siobhan, suponiendo que se dirigiera allí.

Recordó que tenía media botella de whisky debajo del asiento. Sí que le apetecía un trago; lo normal después de un entierro. El alcohol diluye la sensación de inevitabilidad de la muerte. «Tentador», pensó al tiempo que ponía en el casete una cinta de Alex Harvey, «The Faith Healer». Pero el primer Alex Harvey era muy distinto del Alex Harvey del final; se preguntó en qué grado habría intervenido el alcohol en la muerte del cantante de Glasgow. No, mejor no iniciar una lista de muertos por alcohol, porque nunca se acaba.

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