Michael Connelly - Hielo negro

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Cal Moore, del departamento de narcóticos, fue encontrado en un motel con un tiro en la cabeza cuando estaba investigando sobre una nueva droga de diseño llamada “hielo negro”. Para el detective Harry Bosch, lo importante no son los hechos aislados, sino el hilo conductor que los mantiene unidos. Y sus averiguaciones sobre el sospechoso suicidio de Moore parecen trazar una línea recta entre los traficantes que merodean por Hollywood Boulevard y los callejones más turbios de la frontera de México.

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El hombre del brazalete la condujo hacia una hilera de sillas plegables bajo el toldo y junto al agujero que había sido cavado en la tierra. Por el camino ella volvió un momento la cabeza y Bosch creyó que lo miraba a él, pero las gafas ocultaban sus ojos y su rostro no mostró ninguna reacción. Después de que ella se sentara, los portadores del féretro, un grupo compuesto por Rickard, el resto de la unidad de narcóticos de Moore, y unos cuantos más que Bosch no conocía, trajeron el ataúd de acero plateado.

– Vaya, ya has vuelto -dijo una voz a sus espaldas.

Bosch se volvió y vio a Teresa Corazón que caminaba hacia él.

– Sí, acabo de llegar.

– No te has afeitado.

– No. ¿Tú qué tal?

– Fenomenal.

– Me alegro. ¿Qué pasó esta mañana después de que hablásemos?

– Lo que tú dijiste. Sacamos las huellas dactilares del Departamento de Justicia y las comparamos con las que nos había dado Irving. Pertenecían a dos personas distintas, o sea que ése del pijama de plata no es Moore.

Bosch asintió. Obviamente, ya no necesitaba la confirmación de Teresa, porque lo había comprobado personalmente. Bosch pensó en el cuerpo sin rostro de Moore que yacía sobre la cama del castillo.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó él.

– Ya lo he hecho.

– ¿Qué?

– He tenido una pequeña charla con el subdirector Irving antes de misa. Tendrías que haber visto la cara que ha puesto.

– Pero no ha parado el funeral.

– Porque cree que lo más probable es que Moore, si sabe lo que es mejor para él, no vuelva a asomarse por aquí. Irving espera que este follón sólo le cueste una recomendación para el puesto de forense jefe. Él mismo se ofreció a hacerlo; ni siquiera tuve que explicarle lo delicada que era su situación.

– Espero que disfrutes del trabajo, Teresa. Aunque vas a meterte en la boca del lobo.

– Lo haré. Y, Harry, gracias por llamarme esta mañana.

– ¿Sabe Irving cómo descubriste esto? ¿Le dijiste que yo te había llamado?

– No, pero creo que no hacía falta.

Ella tenía razón. Irving debía de saber que Bosch era responsable de eso de alguna manera. Harry miró por encima de Teresa para ver a Sylvia Moore otra vez; estaba sentada en silencio, entre dos sillas vacías que nadie iba a ocupar.

– Me voy con el grupo -le anunció Teresa-. He quedado aquí con Dick Ebart. Quiere fijar una fecha para pedir el voto de toda la comisión.

Bosch asintió. Ebart era un hombre de casi setenta años que llevaba veinticinco como miembro de la comisión del condado. Él había propuesto a Teresa para el puesto.

– Harry, sigo queriendo que nos veamos sólo por trabajo. Te agradezco lo que has hecho por mí hoy, pero me gustaría mantener las distancias, al menos por un tiempo.

Bosch asintió y la vio alejarse con sus zapatos de tacón y paso inseguro, por culpa del césped. Por un momento Bosch se la imaginó en un abrazo carnal con Ebart, que era fácilmente reconocible en las fotos de los periódicos por su cuello flácido y arrugado como el papel crepé. La imagen le repugnó y se dio asco por habérsela imaginado. Rápidamente se la sacó de la cabeza y continuó observando a Teresa mientras se mezclaba con la gente, le daba la mano a varias personas y se convertía en el personaje político que tendría que interpretar a partir de entonces. Bosch sintió un poco de tristeza por ella.

Faltaban pocos minutos para el servicio, pero la gente seguía llegando. Entre los congregados, Bosch vislumbró la calva brillante del subdirector Irvin Irving que llevaba el uniforme completo de gala y la gorra bajo el brazo. Estaba de pie junto al jefe de policía y uno de los hombres fuertes del alcalde. Por lo visto el alcalde se estaba retrasando, como siempre. Entonces Irving reparó en Bosch, se separó del grupo y se dirigió hacia él. Mientras caminaba parecía contemplar la vista desde las montañas. No miró a Bosch hasta que llegó al roble.

– Detective.

– Jefe.

– ¿Cuándo ha llegado?

– Ahora mismo.

– Podría haberse afeitado.

– Sí, ya lo sé.

– ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer?

Lo dijo con una expresión de nostalgia y Bosch no sabía si quería una respuesta.

– No sé si lo sabe, detective, pero cuando usted no se presentó ayer en mi despacho, le puse un uno barra ochenta y uno.

– Me lo imaginaba. ¿Estoy suspendido?

– De momento no hemos hecho nada al respecto. Soy un hombre justo y quería verlo a usted primero. ¿Ha hablado con la forense?

Bosch no iba a mentirle y, además, en esa ocasión tenía las de ganar.

– Sí, quería que comparase unas huellas dactilares.

– ¿Qué pasó allá abajo, en México, para que se le ocurriera algo semejante?

– Nada importante, jefe. Seguramente lo verá en las noticias.

– No me refiero a esa redada catastrófica que llevó a cabo la DEA. Hablo de Moore. Bosch, necesito saber si tengo que detener este funeral.

– Ahí no puedo ayudarle, jefe. La decisión no es mía. -Bosch hizo una pausa-. Tenemos compañía.

Irving se volvió para mirar. El teniente Harvey Pounds, también vestido con uniforme de gala, caminaba hacia ellos, seguramente para averiguar cuántos casos había cerrado Bosch. Pero Irving alzó la mano como un guardia de tráfico y entonces Pounds se paró en seco y se alejó.

– Lo que quiero decirle, detective Bosch, es que parece que estamos a punto de enterrar a un narcotraficante mexicano mientras un policía corrupto anda suelto. ¿Se da cuenta del bochorno que…? -Irving se calló de repente-. ¡Maldita sea! No entiendo por qué he dicho esto en voz alta, y menos a usted.

– No se fía mucho de mí, ¿verdad?

– En asuntos como éste, no me fío de nadie.

– Pues no se preocupe.

– No me preocupa. Sé en quien debo y en quien no debo confiar.

– Me refiero a lo de enterrar a un traficante de drogas mientras un policía corrupto anda suelto. No pasa nada.

Irving lo miró detenidamente, entrecerrando los ojos, como si pudiera asomarse a los pensamientos de Bosch.

– ¿Qué dice? ¿Que no pasa nada? Esto es una situación embarazosa de proporciones inimaginables para esta ciudad y este departamento. Esto podría…

– Oiga, le digo que se olvide. ¿Me entiende? Estoy intentando facilitarle las cosas.

Irving volvió a observarlo un buen rato. Se apoyó en el otro pie y una vena de la cabeza comenzó a latir con fuerzas renovadas. Harry sabía que Irving no se sentiría cómodo compartiendo un secreto semejante con alguien como él. Con Teresa Corazón podía tratar porque los dos jugaban al mismo juego, pero Bosch era distinto. Harry disfrutó el momento, aunque el silencio comenzaba a ser demasiado largo.

– He hablado con los de la DEA sobre el desastre de esta mañana. Dicen que el hombre que creían que era Zorrillo se ha escapado. No saben dónde está.

Aquello era un último intento desesperado de que Bosch hablara. Pero no funcionó.

– Nunca lo sabrán.

Irving no respondió, pero Bosch sabía perfectamente que era mejor no interrumpir sus silencios. El subdirector estaba tramando algo. Harry lo dejó trabajar mientras contemplaba cómo se tensaban los músculos de su enorme mandíbula.

– Bosch, dígame si voy a tener un problema con esto. Cualquier tipo de problema, porque necesito saber en los próximos tres minutos si tengo que plantarme delante del jefe de policía, del alcalde y de todas esas cámaras y poner un final a todo esto.

– ¿Qué están haciendo los de la DEA?

– ¿Qué pueden hacer? Vigilar los aeropuertos y ponerse en contacto con las autoridades locales; difundir la foto y la descripción, pero nada más. Se ha escapado o, al menos, eso dicen. Yo quiero estar seguro de que no va a volver.

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