Michael Connelly - Hielo negro

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Cal Moore, del departamento de narcóticos, fue encontrado en un motel con un tiro en la cabeza cuando estaba investigando sobre una nueva droga de diseño llamada “hielo negro”. Para el detective Harry Bosch, lo importante no son los hechos aislados, sino el hilo conductor que los mantiene unidos. Y sus averiguaciones sobre el sospechoso suicidio de Moore parecen trazar una línea recta entre los traficantes que merodean por Hollywood Boulevard y los callejones más turbios de la frontera de México.

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Los dos se quedaron en silencio un momento, pensando en todo lo que había dicho Bosch. Harry sabía que todavía quedaban muchos cabos sueltos; muchos engaños que descubrir.

– ¿Por qué todos los asesinatos? -preguntó ella-. ¿Porter y Juan 67? ¿Qué tenían que ver ellos?

Aquí era donde le fallaban las respuestas.

– No lo sé. Supongo que se metieron en medio. Zorrillo hizo que asesinaran a Jimmy Kapps porque era un chivato. Creo que Moore fue quien se lo dijo a Zorrillo. Después, apalizaron hasta matarlo a Juan 67 (por cierto, se llamaba Gutiérrez-Llosa) y llevaron el cadáver a Los Ángeles. No sé por qué. Finalmente Moore mató a Zorrillo y lo suplantó. Por qué mató a Porter, no lo sé. Supongo que pensó que tal vez Lou lo descubriría.

– Eso es muy cruel.

– Sí.

– ¿Cómo ha podido suceder? -preguntó ella, más a sí misma que a Bosch-. Están a punto de enterrar a este traficante de drogas con todos los hono res…, el alcalde y el director del departamento. Todos los medios de comunicación…

– Y tú sabrás la verdad.

Teresa pensó un rato antes de hacer la siguiente pregunta.

– ¿Por qué lo hizo?

– No lo sé. Estamos hablando de vidas distintas. El policía y el traficante. Pero debía de haber algo entre ellos: una conexión de algún tipo que se remonta a sus tiempos del barrio. Y de alguna forma, el policía se pasó al otro bando y comenzó a ayudar al traficante en las calles de Los Ángeles. ¿Quién sabe por qué? Tal vez por dinero, tal vez por algo que había perdido hace tiempo, cuando era niño.

– ¿Qué quieres decir?

– No lo sé. Aún estoy pensando.

– Si estaban tan unidos, ¿por qué lo mató?

– Supongo que eso tendremos que preguntárselo a él. Si es que lo encontramos. Tal vez fue como tú dices; lo hizo para suplantar a Zorrillo, para quedarse su dinero. O tal vez lo empujó la culpabilidad. Había ido demasiado lejos y quería terminar… Moore estaba (o está) colgado del pasado. Lo dijo su mujer. Quizás intentaba recobrar algo, retroceder en el tiempo. Aún no lo sé.

Hubo otro silencio. Bosch dio la última calada a su cigarrillo y añadió:

– Era un crimen casi perfecto; dejar un cuerpo en unas circunstancias que el departamento no quisiera investigar.

– Pero tú lo hiciste.

– Sí.

«Y aquí estoy», pensó. Sabía lo que tenía que hacer en ese momento: terminar la faena. En el parque vio las figuras fantasmagóricas de varias personas que se despertaban para enfrentarse a otro día de desesperación.

– ¿Por qué me has llamado, Harry? ¿Qué quieres que haga?

– Te he llamado porque tengo que confiar en alguien. Y tú eres la única que puede ayudarme.

– ¿Qué quieres que haga?

– Desde tu despacho tienes acceso a las huellas dactilares del Departamento de Justicia, ¿no?

– Sí. Así es como hacemos la mayoría de identificaciones. Y así es como las haremos de ahora en adelante. Ahora tengo a Irving cogido por los huevos.

– ¿Todavía guardas la tarjeta de huellas que él trajo para la autopsia?

– Mmm, no lo sé. Pero estoy segura de que los peritos hicieron una fotocopia para ir con el cadáver. ¿Quieres que las compare?

– Sí, compáralas y verás que no coinciden.

– Antes estabas seguro.

– Estoy seguro, pero más vale que lo confirmes.

– ¿Y después qué?

– Pues supongo que nos veremos en el funeral. Yo tengo que hacer una parada más y después me iré para allá.

– ¿Qué parada?

– Quiero ver un castillo. Es una larga historia. Ya te lo contaré luego.

– ¿No quieres impedir que se celebre el funeral?

Harry reflexionó unos momentos antes de responder. Pensó en Sylvia Moore y en el misterio que ella todavía entrañaba para él. Y a continuación consideró la idea de que un traficante de droga recibiera una despedida de héroe.

– No, no quiero. ¿Y tú?

– Ni hablar.

Bosch sabía que las razones de Teresa eran muy distintas a las suyas, pero le dio igual. Ella ya casi tenía asegurado el puesto de forense jefe. Si Irving se interponía en su camino, Teresa podía hacerle quedar fatal, peor que uno de los clientes de sus autopsias. «Bueno, mejor para ella», pensó Bosch.

– Hasta luego.

– Ten cuidado, Harry.

Bosch colgó y encendió otro cigarrillo. El sol de la mañana estaba alto y comenzaba a disipar la niebla del parque. La gente comenzaba a moverse y Bosch creyó oír a una mujer que reía. En ese momento se sintió totalmente solo en el mundo.

Capítulo 32

Cuando Bosch aparcó delante de la verja de hierro forjado al final de Coyote Trail, comprobó que el camino circular frente al Castillo de los Ojos seguía vacío. No obstante, la gruesa cadena, que el día anterior mantenía cerradas las dos mitades de la verja, colgaba con el candado abierto. Moore estaba en casa.

Harry dejó el coche allí mismo, bloqueando la entrada, y entró en el jardín a pie. Atravesó corriendo el césped parduzco, medio agachado e incómodo, consciente de que las ventanas de la torre lo contemplaban como los ojos negros y acusadores de un gigante. Al llegar a la puerta principal, Bosch se pegó a la fachada de estuco. Estaba jadeante y sudoroso, a pesar de que el aire de la mañana todavía era bastante fresco.

La puerta principal estaba cerrada con llave. Bosch permaneció inmóvil un buen rato a la escucha de algún ruido, pero no oyó nada. Finalmente se agazapó bajo la hilera de ventanas del primer piso y dio la vuelta a la casa hasta llegar a un garaje con cuatro puertas. Allí encontró otra puerta también cerrada con llave.

Bosch reconoció la parte trasera de la casa de las fotografías que había encontrado en la bolsa de Moore. Una de las puertas correderas junto a la piscina estaba abierta y una cortina blanca ondeaba al viento como una mano que lo invitaba a entrar.

La puerta abierta daba a una gran sala de estar llena de fantasmas, es decir, muebles cubiertos con sábanas viejas. Y nada más. Bosch se dirigió a su izquierda, atravesó sigilosamente la cocina y abrió una puerta del garaje. Dentro había un coche, cubierto con más sábanas, y una camioneta verde pálida con la palabra «Mexitec» en el lateral. Al palpar el capó de la camioneta, Bosch descubrió que todavía estaba caliente. A través del parabrisas, distinguió una escopeta de cañones recortados que yacía en el asiento del pasajero, Bosch abrió la puerta y sacó el arma. Tan silenciosamente como pudo, la abrió y vio que los dos cañones estaban cargados. Luego la cerró, enfundó su pistola y se la llevó consigo.

Bosch levantó la sábana de la parte delantera del otro coche y descubrió el Thunderbird que había visto en la foto del padre y el hijo. Al mirar dentro del vehículo, Bosch se preguntó cuánto tenía que remontarse uno para encontrar lo que motivaba las decisiones de una persona. En el caso de Moore, no sabía la respuesta y en el suyo tampoco.

Bosch regresó a la sala de estar y se detuvo a escuchar. Nada. La casa estaba quieta, vacía y olía a polvo, como el tiempo que transcurre lenta y dolorosamente esperando a alguien o algo que no va a llegar. Los fantasmas ocupaban todas las habitaciones. Bosch estaba admirando la forma de un sillón amortajado cuando oyó el ruido. Vino de arriba y fue como el sonido de un zapato que caía sobre un suelo de madera.

Bosch se dirigió a la parte delantera de la casa, donde había un amplio vestíbulo del cual arrancaba una majestuosa escalera de piedra. Bosch subió los peldaños y siguió escuchando, pero el ruido de arriba no se repitió.

En el segundo piso caminó por un pasillo alfombrado y se asomó a las puertas de cuatro dormitorios y dos baños, todos ellos vacíos.

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