Michael Connelly - Hielo negro

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Cal Moore, del departamento de narcóticos, fue encontrado en un motel con un tiro en la cabeza cuando estaba investigando sobre una nueva droga de diseño llamada “hielo negro”. Para el detective Harry Bosch, lo importante no son los hechos aislados, sino el hilo conductor que los mantiene unidos. Y sus averiguaciones sobre el sospechoso suicidio de Moore parecen trazar una línea recta entre los traficantes que merodean por Hollywood Boulevard y los callejones más turbios de la frontera de México.

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– Y con Porter.

– Sí, bueno, Porter era débil. Seguramente está mejor así.

– ¿Y yo? ¿Estaría mejor si Arpis hubiese acertado el tiro en el hotel?

– Bosch, te estabas acercando demasiado. Tenía que detenerte.

Harry ya no tenía nada más que decir o preguntar. Moore pareció intuir que habían llegado al final del trayecto, pero lo intentó una vez más.

– Bosch, en esa bolsa tengo los números de mis cuentas. Son tuyos.

– No me interesa, Moore. Volvemos a Los Ángeles.

Moore se rió de semejante idea.

– ¿De verdad crees que a alguien le importa todo esto?

Bosch no dijo nada.

– ¿En el departamento? -prosiguió Moore-. Ni hablar. Ellos no quieren saber nada de una cosa así. Es un mal rollo para el negocio. Tú en cambio no estás en el departamento. Trabajas allí, pero no formas parte de él. ¿Me entiendes? Ahí está el problema… Si me llevas, vas a quedar tan mal como yo, porque les vas a echar encima un montón de mierda. Tú eres el único a quien le importa todo esto, Bosch. De verdad. Así que coge el dinero y vete.

– ¿Y tu mujer? ¿A ella tampoco le importa?

Eso lo paró, al menos un momento.

– Sylvia -dijo-. No lo sé. La perdí hace mucho tiempo. No sé si le importa; a mí ya me da igual.

Bosch lo escudriñó en busca de la verdad.

– Eso es agua pasada -concluyó Moore-. Así que llévate el dinero. Luego puedo conseguirte más.

– No puedo cogerlo y tú lo sabes.

– Sí, supongo que lo sé. Pero tú también sabes que no puedo volver contigo. Entonces, ¿qué hacemos?

Bosch apoyó todo su peso en el pie izquierdo y la culata de la escopeta sobre su cadera. Hubo un largo silencio durante el cual pensó en sí mismo y en sus propias motivaciones. ¿Por qué no le había pedido a Moore que arrojara la pistola al suelo?

Con un movimiento ágil y rápido, Moore cruzó la mano y se sacó la pistola de la cintura. Estaba levantando el cañón hacia Bosch cuando el dedo de Harry apretó los gatillos de la escopeta. El estruendo de los dos cañones fue ensordecedor. A través del humo, Bosch vio que Moore recibía toda la fuerza de impacto en la cara y su cuerpo saltaba hacia atrás. Sus manos se alzaron hacia el techo antes de derrumbarse sobre la cama. Moore llegó a disparar pero el tiro salió alto e hizo añicos uno de los cristales de las ventanas en forma de arco. Finalmente el arma cayó al suelo.

Unos residuos de las balas flotaron y aterrizaron sobre la sangre del hombre sin cara. Bosch notó que el aire olía a pólvora quemada y que unas gotitas diminutas le cubrían la cara. Por el olor, dedujo que era sangre. Bosch se quedó inmóvil durante más de un minuto, después alzó la vista y se vio en el espejo. Rápidamente desvió la mirada.

A continuación se dirigió a la cama y abrió la cremallera de la bolsa de deporte. Dentro había un montón de fajos de billetes, casi todos de cien dólares, así como una cartera y un pasaporte. Cuando Bosch inspeccionó la cartera, descubrió que los documentos identificaban a Moore como Henry Maze, de cuarenta años, natural de Pasadena.

En el interior del pasaporte había dos fotos sueltas. La primera era una Polaroid que debía proceder de la bolsa de papel blanca. La imagen mostraba a Moore y su mujer con poco más de veinte años. Estaban sentados en un sofá, tal vez en una fiesta, y Sylvia no estaba mirando a la cámara; lo estaba mirando a él. Bosch enseguida comprendió por qué Moore había elegido esa foto; por la preciosa mirada de amor de Sylvia. La segunda foto era una antigua instantánea en blanco y negro con los bordes descoloridos, como si hubiera estado enmarcada. Mostraba a Cal Moore y Humberto Zorrillo de niños. Los dos estaban sin camisa, luchando juguetonamente y riendo. Tenían la piel bronceada y limpia, sólo afeada por el tatuaje de los Santos y Pecadores que ambos lucían en el brazo.

Bosch metió la cartera y el pasaporte en la bolsa, pero se guardó las dos fotos en el bolsillo de la chaqueta. A continuación caminó hasta la ventana y miró por el cristal roto hacia Coyote Trail y las tierras que llevaban a la frontera. No venían coches de policía, ni de la patrulla de fronteras. Nadie había llamado siquiera a una ambulancia. Las gruesas paredes del castillo habían silenciado la muerte del nombre que yacía en su interior.

El sol ya estaba alto en el cielo y Harry notó su calor a través del agujero triangular del cristal roto.

Capítulo 33

Bosch no comenzó a sentirse bien del todo hasta que llegó a las contaminadas afueras de Los Ángeles. Aunque le desagradaba la ciudad, sabía que allí se curarían sus heridas. Para evitar el centro, Harry cogió la autopista -al ser mediodía, no había mucho tráfico- y puso rumbo al paso de Cahuenga. Cuando alzó la vista hacia las montañas, descubrió el rastro carbonizado que había dejado el incendio de Navidad. Pero incluso aquello lo consoló. El calor del fuego seguramente había abierto las semillas de las flores silvestres, por lo que en primavera la ladera sería un estallido de color. El barranco se cubriría de flores y pronto aquella cicatriz sobre la tierra desaparecería completamente.

Era más de la una. Bosch llegaba demasiado tarde para la misa de funeral en la misión de San Fernando, así que atravesó el Valle en dirección al cementerio. El entierro de Calexico Moore, caído en cumplimiento del deber, iba a tener lugar en el Eternal Valley, en Chatsworth, ante el jefe de policía, el alcalde y todos los medios de comunicación. Bosch sonrió mientras conducía. «Estamos todos aquí reunidos para honrar y dar sepultura a… un camello».

Bosch llegó al cementerio antes que el séquito de motos, pero los medios ya estaban instalados en un risco cerca de la carretera de entrada. Unos hombres vestidos con trajes negros, camisas blancas, corbatas negras y brazaletes de luto en el brazo izquierdo le señalaron donde podía aparcar. Harry usó el espejo retrovisor para ponerse una corbata. Iba sin afeitar y todo arrugado, pero le daba igual.

La fosa estaba cerca de una robleda. Uno de los hombres con brazalete le había indicado el camino. Harry atravesó el césped cubierto de tumbas, mientras el viento desordenaba su cabello. Al llegar a la robleda, Bosch se colocó a una distancia razonable del toldo verde donde yacían las coronas de flores. Apoyado contra uno de los árboles, se fumó un cigarrillo mientras examinaba los coches que comenzaban a llegar. Unos cuantos se adelantaron a la procesión. Pero entonces oyó el sonido de los helicópteros que se aproximaban: la patrulla aérea de la policía que sobrevolaba el coche fúnebre y los aparatos de las televisiones que revoloteaban como moscas por todo el camposanto. A continuación las primeras motocicletas entraron en el cementerio y las cámaras de televisión apostadas en el risco se dispusieron a filmar toda la cola. Bosch calculó que debía de haber unas doscientas motos y pensó que el funeral de un policía era el mejor día para saltarse un semáforo, exceder el límite de velocidad o hacer una maniobra ilegal, ya que no quedaba ni un solo guardia de tráfico en toda la ciudad.

El coche fúnebre y las limusinas de los asistentes siguieron a las motocicletas. Después llegaron el resto de coches y finalmente la gente aparcó donde pudo y se encaminó hacia el lugar indicado desde todas direcciones. Entonces Bosch vio que uno de los hombres con brazalete ayudaba a Sylvia Moore a salir de una limusina, en la que viajaba sola. Aunque estaba a más de cincuenta metros de distancia, Harry enseguida se percató de que estaba preciosa. Lucía un sencillo vestido negro que el fuerte viento pegaba contra su cuerpo, marcando su figura. Llevaba el pelo recogido con un pasador negro, que tuvo que aguantarse para que no se le cayera, guantes y gafas de sol negras y pintalabios rojo. Bosch no podía apartar la vista de ella.

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