Ian Rankin - Black & blue

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Tres mujeres jóvenes han aparecido ultrajadas y asesinadas. El criminal se ha guardado como fúnebre recuerdo un objeto de cada una de ellas. Demasiadas coincidencias en tono a una forma de actuar que recuerda a los salvajes procedimientos y la impronta de un asesino en serie que conmocionó a la sociedad escocesa en los años sesenta: el escurridizo John Biblia, cuya verdadera identidad nunca se pudo averiguar. El inspector de policía John Rebus es el vivo reflejo de la frustración de aquellos que no pudieron atrapar a aquel depravado criminal. Ahora está decidido a enfrentarse con alguien que parece querer glorificar la memoria de su macabro predecesor.
En el embarullado curso de la investigación el inspector Rebus topa con otra serie de muertes sin conexión aparente. Un trabajador de la industria del petróleo, un confidente del narcotráfico y un conocido mafioso mueres en extrañas circunstancias; unos sucesos a los que hay que añadir las extrañas implicaciones de personajes de los bajos fondos urbanos y de magnates de las altas esferas del poder económico. Inmerso en varios frentes abiertos, el carácter pendenciero, rebelde y transgresor del inspector le enfrenta además a una investigación interna dirigida por un superior vengativo. Cualquier paso en falso puede acabar con la carrera de Rebus, si bien antes habrá que poner punto final a una obsesión: dar caza a John Biblia.

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Un peligro. La única manera de acabar con tales especulaciones era localizar al Advenedizo. La imitación no era la expresión más sincera de admiración. Potencialmente era letal. Tenía que dar con el Advenedizo. Encontrarlo o dar su pista a la policía. Eso haría.

Capítulo 8

A las seis estaba celebrando haber dormido bien con un solo trago.

Había dormido bien, pero se había despertado demasiado pronto y se había vestido, decidido a dar una vuelta. Cruzó Meadows y se dirigió al puente Jorge IV y a High Street, a la izquierda de Cockburn Street. Cockburn Street: la meca de las compras para los jovenzuelos y los hippies. Rebus recordaba aquel mercado de cuando la calle tenía mucha peor fama que ahora. Angie Riddell había comprado aquel collar en una tienda de Cockburn Street. Quizá lo llevase puesto el día en que él la había invitado al café, pero seguramente no. Desechó el recuerdo, dobló por un pasaje entre edificios -una empinada escalinata- y después por otro a la izquierda de Market Street. Frente a la estación Waverley había un pub abierto adónde iban los ferroviarios del turno de noche a tomarse un par de copas antes de volver a casa a dormir. Pero también se veían hombres de negocios tomándose un lingotazo antes de la jornada que tenían por delante.

Por los periódicos que había allí cerca, la clientela eran tipógrafos y jefes de sección y no faltaban las primeras ediciones con tinta aún fresca. Eso sí, aunque hubiese un periodista tomándose una copa, nadie le molestaba preguntándole por una noticia: era una regla implícita que todos respetaban.

Aquella mañana había tres quinceañeros sentados a una mesa, más bien desmoronados en sus asientos sin apenas tocar sus bebidas. Por lo desaliñados y su cara de sueño, Rebus comprendió que era la etapa final de una jornada de veinticuatro horas ininterrumpidas de alcohol. De día resultaba fácil: comenzabas a las seis de la mañana -en algún sitio como aquél- y hasta medianoche o la una había pubs abiertos. Después, el recurso obligado eran los clubes y casinos, y el maratón concluía en una pizzería de Lothian Road, abierta hasta las seis, donde se tomaba la última copa.

La barra estaba tranquila: ni televisor ni radio, y la máquina tragaperras permanecía desenchufada. Era otra regla implícita: a cierta hora del día, allí sólo se iba a beber. Y a leer los periódicos. Rebus se echó un poco de agua en el whisky y, junto con un diario, se lo llevó a una mesa. Los cristales dejaban ver un sol rosado en un cielo lechoso. Había sido un buen paseo; le gustaba aquella hora tranquila de la ciudad: taxis y madrugadores, primeros paseantes de perros y aire claro, limpio. Pero con la noche aún pegada: un cubo de basura tirado, un banco de los Meadows con el respaldo roto, conos de tráfico sobre las marquesinas de las paradas de autobús. En el bar sucedía lo mismo: el aire viciado de la noche no se había disipado del todo. Encendió un cigarrillo y se puso a leer el periódico.

Le llamó la atención un artículo en las páginas centrales. En Aberdeen se celebraba un congreso internacional sobre polución marina y el papel de la industria petrolera, al que asistían delegados de dieciséis países. Y un recuadro dentro del artículo: la zona de extracción de gas y petróleo en Bannock, ciento cincuenta kilómetros al nordeste en Shetland, estaba en las últimas de su «vida económica útil» y faltaba poco para que expirara la concesión. A los ecologistas les preocupaba el destino de la plataforma principal de extracción de Bannock, una estructura de hormigón y acero de doscientas mil toneladas, y pedían que la empresa propietaria, T-Bird Oil, dijera qué pensaba hacer con ella. Amparándose en la ley, la empresa había presentado a la subsecretaría de Petróleo y Gas del Ministerio de Industria y Comercio un Programa de Abandono cuyo contenido no se había hecho público.

Los ecologistas señalaban que existían más de doscientas instalaciones para extracción de petróleo y gas en la plataforma continental del Reino Unido, todas ellas con una vida de producción limitada. El Gobierno apoyaba al parecer la opción de dejar in situ la mayoría de las instalaciones de aguas profundas con un programa mínimo de mantenimiento. Se hablaba incluso de venderlas para el reciclaje, sugiriéndose el empleo en cárceles y complejos casino-hotel. Gobierno y empresas petroleras procedían al cálculo de los costes reales para determinar el término medio entre gastos, seguridad y medio ambiente. La reivindicación de los ecologistas era preservar el medio ambiente a toda costa. Animados por su triunfo sobre la Shell cuando el Brent Spar, los grupos de presión querían lograr algo similar en Bannock y estaba previsto convocar en Aberdeen manifestaciones, reuniones y conciertos al aire libre cerca del lugar en que se celebraba el congreso.

Aberdeen se había convertido en el centro del universo de Rebus.

Terminó el whisky sin pensar en tomarse otro, pero cambió de idea. Siguió hojeando el periódico: nada nuevo sobre Johnny Biblia. En la sección inmobiliaria echó un vistazo a los precios en la zona Marchmont-Sciennes y no pudo por menos que reírse de algunos detalles del anuncio de New Town: «lujosa casa urbana, cinco plantas de gran categoría…», «garaje aparte, veinte mil libras». En Escocia aún había lugares donde por veinte mil libras comprabas una casa, puede que hasta con garaje. Miró la sección Propiedad rural y eran igualmente precios de locura, con sus correspondientes fotos. Una de ellas al sudeste de la ciudad, con vistas al mar, por el precio de su piso de Marchmont. Sueña, marinero…

Regresó a casa, cogió el coche y se fue a Craigmillar, una zona de la ciudad que aún no figuraba en la sección inmobiliaria y que seguramente tardaría lo suyo.

El turno de noche estaba a punto de concluir y vio a agentes que no conocía. Les preguntó qué tal y le dijeron que había sido una noche tranquila; los calabozos estaban vacíos y las «galleteras» también. En el «cobertizo» se sentó a su mesa y se encontró con más papeleo esperándole. Fue a por un café y cogió la primera hoja.

Ninguna pista en el caso de Alian Mitchison; la policía local había interrogado al director del orfelinato. La comprobación de la cuenta bancaria no había revelado nada. Nada por parte del DIC de Aberdeen respecto a Tony El. Entró un agente trayéndole un paquete con sello de Correos de Aberdeen y remite de T-Bird Oil. Lo abrió. Publicidad con una nota de cortesía de Stuart Minchell, Departamento de Personal, media docena de folletos bien maquetados y en papel satinado, mucha fotografía y pocos datos. Rebus, autor de miles de informes, reconocía la paja. Minchell le adjuntaba un ejemplar de T-BIRD OIL ROMPE EL EQUILIBRIO, idéntico al que llevaba Mitchison en la mochila. Lo abrió, miró el mapa de la zona de Bannock, representada sobre la cuadrícula topográfica con el área que ocupaba. Una nota explicando que el mar del Norte había sido dividido en casillas de cien millas cuadradas sobre las cuales las petroleras habían presentado sus ofertas para obtener concesiones de prospección. Bannock estaba en el linde de aguas internacionales, y aunque unas millas más al este había otras bolsas de petróleo, era ya en aguas noruegas.

«Bannock será el primer yacimiento de T-Bird Oil sujeto a un estricto desmantelamiento», leyó. Al parecer había siete opciones, desde dejarlo tal como estaba hasta un desmantelamiento integral. La «modesta propuesta» de la empresa era dejar la estructura y aparcar el tema para más adelante.

«Ah, sorpresa -dijo Rebus para sus adentros, al leer-: si se dejaba aparcado habría fondos para futuras prospecciones y desarrollo.»

Guardó los folletos en el sobre y los metió en el cajón para seguir con el papeleo. Debajo del montón había un fax; era de Stuart Minchell, remitido la víspera a las siete de la tarde: más detalles sobre los dos compañeros de trabajo de Alian Mitchison. El que trabajaba en el terminal de Sullom Voe se llamaba Jake Harley y estaba de vacaciones en las Shetland haciendo senderismo y algo de ornitología, por lo que seguramente no se habría enterado aún del fallecimiento de su amigo. El que trabajaba en el mar se llamaba Willie Ford y cumplía el período de trabajo de dieciséis días y, «naturalmente», se habría enterado.

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