Si mordía el anzuelo pensaba darle el número de Iverson. Él sabría improvisar. Karch tendría que buscar una solución para Iverson más adelante, un soborno o una bala. Pero Kibble no picó.
– El hecho de que alguien responda por usted no explica por qué ha irrumpido sin autorización en el domicilio de un sospechoso.
– Yo no he irrumpido -dijo Karch con indignación-. La puerta de la calle estaba abierta. Fíjese que mi coche está aparcado en la entrada. ¿Iba a aparcar ahí si pensase entrar sin permiso?
– Parece que tiene respuestas para todo, señor Karch.
– Mientras sean ciertas. ¿Puede dejar de apuntarme con ese arma? Creo que he establecido suficientemente quién soy y qué estoy haciendo aquí. ¿Quiere ver mi licencia ahora?
Kibble vaciló, pero luego bajó la pistola. Karch bajó las manos a un costado sin que ella protestase. Había tenido la esperanza de que ella se guardara el arma, pero aun así estaba complacido. Decidió continuar con su ofensiva.
– Ahora, ¿puedo preguntarle qué está haciendo usted aquí?
Kibble encogió sus anchos hombros.
– Estoy haciendo mi trabajo, señor Karch. Sólo una visita de rutina de uno de mis casos.
– Me parece una coincidencia muy grande.
– Tuve una charla con ella hace un par de semanas que no me cuadraba. La puse en mi lista de visitas, pero no tuve tiempo de pasar hasta hoy.
– ¿Y viene aquí en lugar de visitar el concesionario?
– Llamé al concesionario, pero tenía un mensaje que decía que no iba a estar hoy, así que vine aquí. Y no me haga más preguntas, señor Karch. Soy yo la que hace las preguntas.
– Muy bien. -Levantó las manos en ademán de rendición.
– Dice usted que hubo un homicidio. Bueno, conozco a Cassie Black probablemente mejor que nadie de por aquí y le digo que de ninguna manera puede estar envuelta en un homicidio.
Karch pensó en el cuerpo de Hidalgo, al pie de la cama del ático del Cleopatra.
– Tendremos que convenir en no estar de acuerdo, agente Kibble. Las pruebas hablan por sí solas. Y después de todo, recuerde que estamos hablando de una ex reclusa que estuvo presa en Nevada por asesinato.
– Fue homicidio sin premeditación, y ambos conocemos las circunstancias. La ley la consideró culpable de la muerte de su compañero, pero ella estaba veinte plantas más abajo cuando él cayó por la ventana. Quizás alguien le empujó, pero no fue Cassie.
– ¿Es eso lo que le dijo? ¿Que alguien le empujó?
– Eso es lo que supuso. Dijo que los casinos querían dar ejemplo con él y que lo empujaron.
– Eso es mentira, pero no importa. ¿Cómo vino aquí?
– Pidió una transferencia de la condicional. Y en cuanto consiguió el trabajo en el concesionario con Ray Morales no hubo más problemas. Un abogado hizo la petición y le aprobaron la transferencia. Conocía a Ray de cuando ella era crupier en Las Vegas. Ray es un ex presidiario rehabilitado. Quería darle una oportunidad a Cassie. Probablemente también quería algo más, pero Cassie nunca se quejó.
Karch ya había pensado antes que Morales había estado en la cárcel. Cuando lo obligó a tumbarse en el suelo del despacho, Morales lo tomó con cierta dignidad, algo que nunca se veía en los ciudadanos comunes. La mujer era como todos, empezó a lloriquear y estaba a punto de gritar, de modo que tuvo que dispararle a ella primero.
– ¿Así que la conocía lo suficiente para saber qué la movía a actuar así? -preguntó Karch.
– ¿Se refiere a por qué empezó a robar a jugadores profesionales en Las Vegas?
Karch asintió.
– Si quiere mi opinión, creo que tenía que ver con su padre. Era un jugador degenerado. Supongo que pensó que era una forma de vengarse de los casinos. No lo sé.
– No creo que lo sepa. ¿Le importa si me siento? Me duele la espalda. -Levantó los brazos como si estirase los músculos, y sin dejar de hablar en ningún momento-. Tengo una pensión de la Metro: incapacidad parcial. Me hice polvo la espalda persiguiendo a un tipo colgado con metadona. Me levantó y me tiró por un tramo de escaleras.
Nada de lo que contaba era cierto, todo formaba parte del juego de manos. Mientras hablaba, su mano izquierda se metió bajo la americana y extrajo la veinticinco milímetros del bolsillo de seda cosido a la cinturilla del pantalón.
– Nunca he visto fuerza semejante en una sola persona…
Karch llevó las manos hacia adelante y las juntó en un improvisado estiramiento durante el cual se pasó la pistola a la derecha. Entonces, mientras se quejaba, se sentó en la cama y apoyó la mano en la colcha, ocultando el arma. Kibble estaba a poco más de un metro de distancia, todavía sosteniendo su Beretta a un costado. Sostenía la Sig Sauer por el cañón en la otra mano, también a un costado. Karch sabía que ya era suya, pero antes quería sacarle más información.
– Hábleme del bebé que tuvo con Max Freeling -dijo.
Kibble se lo pensó un momento antes de contestar.
– ¿Qué bebé y qué tiene eso que ver con los robos en Las Vegas?
Karch sonrió y negó con la cabeza.
– Ella no vino aquí porque alguien le ofreciera un trabajo vendiendo coches, agente Kibble. Vino porque ella y Max tuvieron una hija que terminó aquí. -Levantó la mirada hacia la agente-. Pero supongo que eso ya lo sabe, ¿no?
– No sabía nada de dónde estaba la niña, pero sí, tiene razón. Cassie estaba embarazada cuando la detuvieron. Lo mantuvo en secreto hasta que resultó evidente. Por entonces ella ya había llegado a un acuerdo y estaba en High Desert. La niña nació allí. Ella le dio el pecho tres días hasta que la entregó en adopción.
Karch asintió. No conocía los detalles, pero se había figurado los elementos principales de la historia.
– ¿Tiene hijos, agente Kibble?
– Dos.
– Tres días es tiempo suficiente para crear un vínculo, ¿no le parece? Un vínculo que nadie puede romper.
– Con tres minutos basta.
– ¿Sabe?, estoy cansado… -saltó de la cama y colocó la pistola de veinticinco milímetros en el grueso cuello de la agente Kibble- de su manera sarcástica de responderme, agente Kibble. Está… -le dio una palmada a la Beretta para quitársela de una mano y luego le quitó la Sig Sauer de la otra- empezando a molestarme.
Kibble se quedó de piedra y sus ojos se abrieron como platos.
– ¿Qué está haciendo?
– Estoy clavándole el pequeño cañón de una pistola de calibre veinticinco en su papada, agente Kibble. Voy a hacerle unas cuantas preguntas más y usted va a dejarse de ironías. ¿Está claro?
– Sí -susurró ella-. Ya le he dicho que tengo dos hijos. Soy lo único que tienen, así que por favor no…
Karch la esquivó y luego la puso boca abajo en la cama. Se guardó la veinticinco milímetros en el bolsillo y la apuntó con la Sig Sauer, después de comprobar que el silenciador continuaba perfectamente acoplado. Esperó hasta que los ojos aterrorizados de ella lo miraron antes de hablar.
– Bueno, si quiere volver a verlos, conteste unas preguntas y sin esa ironía de mierda.
– Vale, vale, ¿qué preguntas?
– ¿Qué más sabe del bebé que tuvieron? La niña.
– Nada. Sólo lo que me contó una vez del parto. Es lo único que mencionó sobre el tema.
– ¿Cómo surgió?
– Estaba enseñándole unos fotos de mis chicos y ella lo mencionó. Fue al principio. Acababa de llegar de Nevada. Yo estaba intentando conocerla un poco y me pareció una buena chica.
– ¿Qué más le dijo? ¿No le contó que su hija vino a parar aquí?
– Nunca lo mencionó. Me dijo que le había contado a Max que estaba embarazada esa noche, la noche que él cayó por la ventana.
– ¿Esa noche?
– Eso es lo que dijo. Me explicó que iba a ser su último trabajo. Ella le contó que iba a tener un hijo antes y Max se puso protector y decidió hacerlo él.
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