Michael Connelly - Luna Funesta

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C. Black desea cerrar su historial delictivo para siempre. Trabaja en un concesionario de automóviles de Los Ángeles, pero un hecho inesperado le obliga a jugárselo todo a una carta. Necesita dar un golpe final que le permita realizar el último sueño. Para ello recurre a Leo Renfro, un amigo de los viejos tiempos que le propone participar en un gran robo en Las Vegas. Cassie cree que con su experiencia como ladrona de guante blanco logrará salir airosa de la operación.

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– Aguanta así, Thelma -ordenó Cassie-. No hay teléfono en casa. Tengo que ir al coche. Iré a pedir ayuda y volveré aquí, ¿de acuerdo?

Cassie esperó y vio que la mandíbula de Kibble empezaba a temblar.

– ¡No contestes! Guárdate las fuerzas. Pronto llegará una ambulancia.

Cassie empezó a levantarse, pero vio que la boca de Kibble seguía decidida a decir algo. Cassie se acercó y se volvió para aproximar más la oreja.

– Él lo sabe…

Cassie esperó, pero Kibble no dijo nada más.

– ¿Lo sabe? ¿Qué sabe?

Kibble levantó la mirada y Cassie comprendió que estaba tratando de decir algo importante.

– ¿Qué es lo que sabe Karch, Thelma? -Se volvió y se acercó de nuevo.

– Tu hija. Tiene… su foto.

Cassie saltó hacia atrás como si le hubieran pinchado. Miró a Kibble con ojos temerosos y alerta. Luego bajó la vista a la funda de la almohada como si contuviera una bomba a punto de estallar. Dio la vuelta a la funda y vació su contenido. Agarró uno de los álbumes, el que llamaba el álbum escolar, y lo abrió. Faltaba la primera foto y en la ventanilla transparente, un mensaje escrito con rotulador negro le detuvo el corazón:

NADA DE POLICÍA

702-881-8787

Supo sin ningún género de dudas lo que aquel mensaje significaba.

– Corre…

Cassie levantó la mirada del álbum para ver a Kibble.

– Corre…, ve a buscarla…

Cassie la miró un momento antes de asentir. Se levantó de un salto y salió corriendo con el álbum de fotos que contenía el teléfono, dejando todo lo demás atrás.

Capítulo 37

El Towncar de Karch siguió desde lejos al Volvo familiar blanco cuando éste salió de la escuela Wonderland. Como Karch esperaba, el Volvo no fue muy lejos. Subió por Lookout Mountain Road hasta casi la cima de la colina y luego giró en el sendero de entrada de una construcción estilo años veinte, bastante apartada de la calle. Karch redujo la velocidad y cuando pasó junto a la casa vio a la mujer y a la niña que llevaba la mochila de la carita sonriente dirigiéndose hacia la puerta principal. Él siguió adelante hasta una entrada para coches situada a una manzana. Allí dio la vuelta y volvió a bajar. Estacionó al otro lado de la calle, enfrente de la entrada en la que había aparcado el Volvo. La mujer y la niña ya estaban dentro.

Karch reparó en el cartel de la inmobiliaria con el pequeño anuncio colgado que indicaba que la propiedad estaba reservada. En ese momento encajó otra pieza de la historia. Creía que si alguna vez tenía la ocasión de preguntar a Cassidy Black, ésta le diría que todo había empezado con aquel cartel. Ella vio el cartel y todo se puso en marcha.

– Bueno, pues aquí estamos -dijo en voz alta.

Últimamente había estado haciendo muchos comentarios en voz alta cuando no tenía a nadie cerca, pero no le preocupaba, era cosa de familia. Recordaba estar sentado en su habitación y oír a su padre en el dormitorio de al lado hablando solo ante el espejo. Lo hacía mientras movía monedas de veinticinco centavos por sus nudillos (las dos manos a la vez) y practicaba trucos con monedas o naipes. Siempre decía que la charla era tan importante en el arte de la prestidigitación como cualquier cosa que hicieras con las manos. Las palabras podían formar parte del engaño.

Oyó un grito y miró hacia la casa. La niña había salido. Se había cambiado y llevaba un peto tejano encima de una camiseta de manga larga. Estaba jugando con una pelota con el dibujo de una mariquita y encontraba algo en la actividad que la hacía gritar. Karch vio que la mujer observaba a la niña desde el portal. Poco después, la mujer retrocedió y se perdió de vista en el interior de la casa. Al parecer confiaba en la seguridad del patio.

Karch consultó su reloj y esperó a que volviera a salir a controlar a la niña. Quería formarse una idea de los intervalos para saber de cuánto tiempo disponía. Siguió pensando en Cassidy Black mientras aguardaba. Estaba convencido de que pronto contaría con la mejor baza en la partida que estaban jugando. Y la última mano sería en la mesa de él, no en la de ella.

La mujer volvió a asomarse al cabo de seis minutos. Karch también se había fijado en el tráfico y sólo habían pasado tres vehículos en ese periodo. El tráfico escapaba a sus predicciones, pero calculó que para estar seguro tendría entre dos y tres minutos para entrar y salir.

Comprobó una vez más el nombre en el informe de Renaissance Investigations. Entonces salió del coche y cruzó la calle, controlando las casas vecinas para cerciorarse de que no habría testigos. No vio a nadie. Tenía luz verde. El plan seguía adelante.

La niña levantó la mirada de la pelota cuando Karch se acercó a un metro de la cerca. Ésta era más un adorno que una medida de seguridad, pues apenas era más alta que las rodillas de Karch. Si lo necesitaba podría inclinarse por encima de ella y agarrar a la pequeña.

La niña no dijo nada, sólo dejó de jugar y lo miró.

– ¿Qué tal estás? -dijo Karch-. Eres Jodie Shaw, ¿verdad?

Jodie se volvió hacia la casa, pero no vio a su madre en el umbral. Observó a Karch.

– Eres Jodie, ¿verdad?

La chiquilla asintió y Karch dio los últimos pasos que le separaban de la cerca. Llevaba las manos en los bolsillos, en una postura subliminalmente no amenazadora.

– Eso esperaba. Mira, tu papá me ha enviado desde la oficina. Me ha pedido que te recoja para la fiesta sorpresa.

– ¿Qué fiesta sorpresa?

Karch sacó las manos de los bolsillos y se acercó. Adoptó una postura de catcher de béisbol para situarse a la altura de la niña. Aun así tenía la cara por encima de la cerca. Todavía no había rastro de la madre, pero sabía que iba contrarreloj. Miró por encima de ambos hombros. No había vecinos ni coches aproximándose. Aún tenía luz verde.

– La fiesta que ha preparado para tu mamá. No quiere que ella se entere, pero será muy divertida. Van a ir un montón de amigos e incluso habrá un espectáculo de magia.

Karch se inclinó por encima de la cerca hacia la oreja derecha de la niña y simuló sacar una moneda de la nada; cuando había sacado la mano del bolsillo el cuarto de dólar estaba entre el anular y meñique, como en el clásico truco de Goshman. La niña miró la moneda y su boca se abrió en una sonrisa de sorpresa.

– ¡Hala!

– ¿Y qué me dices de este otro lado?

Con la mano izquierda sacó otra moneda de veinticinco centavos de la otra oreja. La sonrisa de la niña ya era más que amplia.

– ¿Cómo lo has hecho?

– Si te lo digo tendría que…, eh, bueno, si vienes ahora conmigo a ver a tu padre, entonces te prometo que él y yo te enseñaremos a hacerlo. ¿Qué dices, Jodie? ¿De acuerdo? Nos está esperando, pequeña.

– No soy pequeña y no me dejan irme con extraños.

Karch maldijo en silencio y volvió a mirar hacia el umbral. Todavía no había nadie.

– Ya sé que no eres pequeña, es sólo una manera de hablar que tengo, nada más. Además, en realidad no soy un extraño. Quiero decir que nosotros dos no nos conocíamos, pero yo conozco a tu padre y él me conoce a mí. Lo suficiente para elegirme para que te viniera a buscar y te llevara a la fiesta.

Volvió a mirar la puerta principal por última vez. Sabía que se estaba demorando en exceso. Se había pasado de tiempo y el semáforo verde se había puesto rojo.

– Es igual, el caso es que tu papá quiere que vayas a su oficina para… -se enderezó y pasó los brazos por encima de la cerca- que puedas gritar «¡Sorpresa!» cuando llegue tu mamá.

Levantó a la niña por las axilas. Sabía que la clave era mantenerla en silencio durante diez metros: desde la cerca hasta el coche. Eso era todo. Después, ya no importaba. Se volvió y cruzó corriendo la calle hasta el Lincoln.

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