Michael Connelly - Luna Funesta

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C. Black desea cerrar su historial delictivo para siempre. Trabaja en un concesionario de automóviles de Los Ángeles, pero un hecho inesperado le obliga a jugárselo todo a una carta. Necesita dar un golpe final que le permita realizar el último sueño. Para ello recurre a Leo Renfro, un amigo de los viejos tiempos que le propone participar en un gran robo en Las Vegas. Cassie cree que con su experiencia como ladrona de guante blanco logrará salir airosa de la operación.

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– ¿Qué está diciendo, que ella era la que tenía que subir a esa habitación?

– ¿No lo sabía?

– ¿Cómo iba a saberlo nadie? Max acabó aplastado contra las mesas de crap y ella nunca habló. Aceptó un trato, ahora entiendo por qué.

Karch se estremeció. Las piezas de lo sucedido aquella noche estaban encajando. Pensó que lo comprendía todo seis años demasiado tarde. Se volvió y se alejó de la cama como si huyese de un doloroso recuerdo. En el espejo de encima del escritorio vio que el cuerpo de Kibble se tensaba como si fuese a intentar un movimiento. Luego se vio a sí mismo observándola en el espejo.

– No haga ninguna estupidez, agente Kibble. Acuérdese de esos dos hijos que tiene. ¿Qué dijo Cassie Black de que Max intentase volar esa noche?

– No hablaba de eso, al menos conmigo. Sólo la vez que he mencionado. Y dijo que alguien tuvo que ayudar a Max a romper esa ventana, eso es todo.

– Sí, bueno, tenía razón. Pero la ayuda vino de ella, de nadie más.

– ¿Usted estaba allí?

Karch fijó su mirada en la agente y vio que el miedo asomaba a sus ojos.

– Ahora soy yo el que hace las preguntas, ¿recuerda?

Hizo una pausa para que la agente respondiera, pero Kibble no contestó. Karch levantó lentamente el cañón de la Sig Sauer hasta que estuvo apuntando a la mujer que caminaba por la playa en el póster.

– Hábleme de Tahití.

– ¿Tahití? -Ella miró el póster de la pared-. Tahití era un sueño.

– ¿Era?

– Estuvo allí con Max una vez. Despilfarraron las ganancias de un golpe y se fueron a pasar una semana allí.

Karch miró a la papelera que había junto a la mesilla de noche. Sobre la tapa estaba la foto de Cassie Black y Max con el vaso con sombrilla. Sin duda, la instantánea había sido tomada en Tahití.

– Ella creía que fue allí donde la niña fue concebida -dijo Kibble-. Y el plan era volver allí después de que el bebé naciera. Ya sabe, retirarse y vivir en una isla de Tahití. Vivir felices para siempre y educar a la criatura.

– Pero todo eso saltó por la ventana con Max.

Kibble asintió.

– Nunca lo consiguieron -dijo la agente-, así que Tahití es sólo un sueño para Cassie. Es todo lo que planeaba, lo que nunca logró con Max.

Karch hizo una breve pausa antes de responder. Miró hacia el informe de investigación que estaba en el suelo, a los pies de Kibble.

– Ya casi estamos -dijo por fin, con la mirada todavía en el informe-. Pero nuestra Cassie Black tenía un plan, agente Kibble. Algo me dice que es de las que siempre tienen un plan.

Estaba sumido en sus pensamientos. Revisó rápidamente su teoría y de repente miró a Kibble.

– Una última pregunta -dijo-. ¿Qué hago con usted ahora?

Capítulo 36

Cassie aparcó a una manzana de distancia de la casa de Selma y buscó cualquier indicio de que Karch pudiera estar esperándola. No vio nada obvio: no había coches en el sendero de entrada ni le habían pegado una patada a la puerta. Observó durante diez minutos, pero no captó ninguna señal de alerta. Al final, fue hasta la calle paralela a Selma y giró de nuevo. Avanzó unos metros y volvió a aparcar. Bajó del coche, dejando el dinero en el maletero del Boxster, se metió entre dos casas y escaló la valla que daba al patio trasero. No tenía intención de abandonar el coche durante mucho rato, sólo iba a entrar para recoger una fotografía, y quizás algo de ropa. Sacó la llave de reserva del macetero del porche y entró tranquilamente en la casa por la puerta de la cocina.

Karch había estado allí. El lugar no había sido registrado y destruido como la casa de Leo, pero él había estado allí. Cassie lo percibió, había algo cambiado, algo que faltaba. Entró en la sala de estar sin hacer ningún ruido y confirmó su instinto al ver el colgador y los siete candados sobre la mesilla del café. No había trabajado con los candados desde antes de viajar a Las Vegas y desde luego no los había dejado a la vista. Lo había hecho él.

Se quedó quieta y concentrada en los sonidos de la casa durante casi dos minutos. Al no oír nada, retrocedió hasta la cocina y se armó con el cuchillo más largo que tenía. Lo llevó a su costado mientras cruzaba la sala de estar y entraba cautelosamente en su dormitorio.

Lo primero que vio fue el cartel. Colgaba torcido y alguien había dibujado una gran equis que le pareció que había sido pintada con sangre. Pasó un largo instante antes de que pudiera apartar la mirada y abarcar el resto de la estancia. La habitación había sido registrada. Las pertenencias de Cassie eran tan escasas que apenas daban sensación de desorden al estar esparcidas por el suelo. Pero enseguida se agachó y cogió los dos álbumes de fotos. La simple idea de que Karch los hubiera manejado y hojeado le causó repulsión. Dejó los álbumes en la cama para llevárselos, aunque sabía que no iba a volver a necesitarlos. Entonces empezó a examinar el suelo en busca de la única foto que sí necesitaba, la única irreemplazable.

Finalmente, la vio en la papelera, con el cristal que la protegía hecho añicos. La levantó y sacudió los cristales del marco. La foto parecía intacta y Cassie dejó escapar un suspiro de alivio. Era la única fotografía de ella con Max. Durante cinco años había permanecido pegada a la pared, junto a su catre, en High Desert. La sacó del marco y la colocó encima de los dos álbumes que había dejado en la cama. Miró el reloj y vio que eran casi las tres. Tenía que darse prisa. Agarró una almohada de la cama y quitó la funda para guardar los álbumes y la foto de Max.

A continuación sacó varios puñados de ropa interior y calcetines de la cómoda y los metió en la funda de almohada. No tenía más joyas que el reloj Timex y un par de pendientes que casi nunca llevaba: los aros de plata que Max había comprado para regalárselos en su cumpleaños.

Luego fue al armario para coger otro par de vaqueros y algunas blusas. Abrió la puerta con la mirada ya dirigida hacia el cordel del interruptor, por eso no vio a Thelma Kibble hasta que la luz se encendió y miró hacia abajo para ver con qué se había tropezado.

Su agente de la condicional estaba caída en el suelo del vestidor, con la espalda apoyada en la pared del fondo y las piernas abiertas. La cabeza estaba inclinada en un extraño ángulo, la boca completamente abierta y el delantero del vestido largo y suelto era una mancha carmesí. Una mano ahogó un grito en la garganta de Cassie. Se echó hacia atrás y se dio cuenta de que era la suya. La otra mano soltó la funda de la almohada, que cayó al suelo haciendo un ruido sordo.

El ruido indujo a Kibble a abrir lentamente los ojos, y este simple movimiento pareció agotar las reservas de energía de aquel enorme cuerpo. Cassie se dejó caer de rodillas entre las piernas abiertas de Kibble.

– Thelma, Thelma, ¿qué ha ocurrido?

Sin esperar una respuesta que ya conocía, descolgó uno de los dos vestidos que poseía y lo arrugó para utilizarlo como compresa. Vio una única herida de bala en el pecho de la agente, de la cual había manado una gran cantidad de sangre, tanta que Cassie se sorprendió de que la mujer continuara con vida. Apretó el vestido sobre la herida y se fijó en que los labios de Kibble trataban de articular alguna palabra.

– Thelma, no hables, no hables. ¿Ha sido Karch? ¿Un hombre llamado Karch?

La boca dejó de moverse por un instante y se produjo una ligera señal de asentimiento.

– Oh, Thelma, lo siento mucho.

– … paró con mi propia pistola… -La voz era apenas un susurro áspero.

– No hables, Thelma. Voy a pedir auxilio. Quédate aquí y conseguiré ayuda. ¿Puedes sostener esto?

Cassie levantó la mano izquierda de la mujer y la colocó sobre el vestido arrugado, sin embargo, cuando la soltó, la mano empezó a caer. Cassie alcanzó entonces una canasta de ropa y la arrastró para situarla contra el costado de Kibble. Levantó de nuevo el brazo de la agente y le apoyó el codo en la canasta, luego volvió a ponerle la mano izquierda sobre la improvisada compresa. Esta vez el peso del sólido brazo de Kibble mantenía la mano y la compresa en su lugar.

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