Michael Connelly - El Observatorio

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Una noche aparece un cadáver en un observatorio de las colinas de Hollywood. Aparentemente, se trata de un asesinato común, por lo que el detective de policía Harry Bosch se hace cargo del caso. No obstante, pronto se descubrirá que la víctima, Stanley Kent, trabajaba en el sector clínico y tenía acceso a sustancias radiactivas. Esto convierte un simple homicidio en un asunto de terrorismo. El FBI toma las riendas y empieza una carrera contrarreloj para encontrar a los culpables, pues saben que tienen sustancias peligrosas en su poder y pueden hacer uso de ellas -y provocar una masacre- en cualquier momento. Rachel Walling, agente del FBI y ex pareja de Harry Bosch, pondrá las cosas muy difíciles al detective, pero éste seguirá su instinto y se dará cuenta de que en este caso absolutamente nada es lo que parece.

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Dejó la foto y abrió los cajones de la mesa uno por uno. Estaban llenos de objetos personales pertenecientes a Stanley; varias gafas de lectura, libros y frascos de medicamentos. El cajón inferior estaba vacío, y Bosch recordó que era el lugar donde Stanley guardaba su pistola.

Bosch cerró los cajones y fue a la esquina de la habitación, al otro lado de la mesa. Estaba buscando un nuevo ángulo, una visión fresca. Se dio cuenta de que necesitaba las fotos de la escena del crimen y se las había dejado en una carpeta en el coche.

Recorrió el pasillo hacia la puerta de entrada. Al llegar a la sala vio a Maxwell en el suelo, delante de la silla donde Bosch lo había dejado. Había logrado pasar las caderas entre las muñecas esposadas y tenía las rodillas dobladas arriba con las muñecas detrás de ellas. Levantó la mirada a Bosch con el rostro colorado y sudoroso.

– Estoy atascado -dijo Maxwell-. Ayúdame.

Bosch casi rio.

– En un minuto.

Salió a la calle y fue al coche, donde recogió las carpetas que contenían los informes y fotos de la escena del crimen. También se había dejado la copia de la foto de Alicia Kent enviada por correo electrónico.

Al volver a la casa y dirigirse por el pasillo hacia las habitaciones de atrás, Maxwell lo llamó.

– Vamos, ayúdame, tío.

Bosch no le hizo caso. Recorrió el pasillo y miró el despacho al pasar. Ferras estaba revisando los cajones del escritorio, apilando encima de la mesa las cosas que quería mirar.

En el dormitorio, Bosch sacó la foto que había recibido Kent por e-mail y puso las carpetas sobre la mesita. Sostuvo la foto para compararla con la habitación. Se acercó a la puerta del armario con lunas y la abrió en un ángulo que encajaba con el de la fotografía. Se fijó en el albornoz blanco que en la foto aparecía sobre un sillón en la esquina del dormitorio. Entró en el vestidor y buscó la prenda, que puso en la misma posición en el sillón.

Se situó en el lugar del dormitorio desde donde creía que se había tomado la foto del e-mail. Examinó la habitación, esperando que algo le llamara la atención. Se fijó en el reloj parado en la mesilla de noche y luego lo cotejó con la foto. El reloj estaba apagado allí también.

Bosch se acercó a la mesilla, se agachó y miró detrás de ésta. El reloj estaba desenchufado. Metió la mano y volvió a enchufarlo. En la pantalla digital empezó a destellar 12.00 en numerales rojos. El reloj funcionaba. Sólo había que ponerlo en marcha.

Bosch pensó en esto y supo que tenía otra pregunta para Alicia Kent. Supuso que los hombres que estaban en la casa habían desconectado el reloj. La cuestión era por qué. Quizá no querían que Alicia Kent supiera cuánto tiempo había pasado atada en la cama.

Bosch dejó de lado las preguntas y se acercó a la cama, donde abrió una de las carpetas y sacó las fotografías de la escena del crimen. Las estudió y se fijó en que la puerta del armario estaba abierta en un ángulo ligeramente diferente al de la foto del e-mail y que el albornoz no estaba, porque Alicia Kent se lo había puesto después de su rescate. Cruzó hacía el armario, colocó la puerta en el mismo ángulo en que estaba en la fotografía de la escena del crimen, retrocedió y examinó la habitación.

No surgió nada. La transferencia todavía lo eludía. Sentía una desazón en las entrañas, como si se le estuviera pasando algo. Algo que estaba allí mismo en la habitación con él.

El fracaso provoca presión. Bosch miró el reloj y vio que la reunión federal -si es que realmente se producía- iba a empezar dentro de menos de tres horas.

Salió del dormitorio y recorrió el pasillo hacia la cocina, deteniéndose en cada habitación y registrando los armarios y cajones, pero sin encontrar nada sospechoso o fuera de lugar. En el gimnasio, abrió una puerta de armario y lo encontró lleno de ropa de abrigo con olor a humedad en las perchas. Los Kent obviamente se habían trasladado a Los Ángeles desde climas más fríos, y como la mayoría de la gente que venía de otro lugar, se negaban a separarse de su ropa de invierno. Nadie estaba seguro de qué dosis de Los Ángeles sería capaz de soportar. Siempre era bueno estar preparado para salir corriendo.

Sin tocar nada del contenido del armario, cerró la puerta. Antes de salir de la habitación se fijó en una decoloración rectangular en la pared, junto a los ganchos donde colgaban las colchonetas de entrenamiento. Había ligeras marcas de cinta adhesiva que indicaban el lugar donde un póster o quizás un calendario grande había estado pegado a la pared.

Cuando llegó a la sala de estar, Maxwell todavía estaba en el suelo, con la cara colorada y sudando de tanto debatirse. Había logrado pasar una pierna a través del aro creado por sus muñecas esposadas, pero aparentemente no podía pasar la otra para colocar las manos delante. Estaba tendido en el suelo de baldosas con las muñecas atadas detrás de las piernas. A Bosch le recordó a un niño de cinco años sosteniéndose a sí mismo en un esfuerzo por mantener el control de la vejiga.

– Casi hemos terminado, agente Maxwell -dijo Bosch.

Maxwell no respondió.

En la cocina, Bosch salió por la puerta de atrás al patio y el jardín. Verlo a la luz del día cambió su perspectiva. El patio se hallaba en una pendiente, y Bosch contó cuatro filas de rosales que subían por el terraplén. Algunos estaban en flor y otros no. Unos se sostenían en palos que llevaban etiquetas de identificación de diferentes variedades de plantas. Bosch subió por la colina y examinó unos pocos antes de volver a la casa.

De nuevo en la cocina, cerró la puerta de atrás a su espalda y abrió otra, que sabía que conducía a un garaje adjunto de dos plazas. Había una fila de armarios en la pared del fondo del garaje. Abrió uno a uno los armarios y examinó el contenido. Había sobre todo herramientas para el jardín y utensilios domésticos, así como muchos sacos de fertilizante y nutrientes de suelo para cultivar rosas.

Vio un cubo de basura con ruedas. Bosch lo abrió; tenía dentro una bolsa de plástico. La sacó, la abrió y vio que contenía lo que parecían residuos de cocina. Encima había unas toallas de papel arrugadas que estaban manchadas de violeta. Parecía que alguien había secado un líquido derramado. Sostuvo una de las toallas y olió en ella zumo de uva.

Después de volver a dejar la basura en el cubo, salió del garaje y se encontró con su compañero en la cocina.

– Está tratando de soltarse -dijo Ferras de Maxwell.

– Deja que lo intente. ¿Has terminado en la oficina?

– Casi. No sabía dónde estabas.

– Ve a terminar y nos largaremos.

Después de que Ferras se fuese, Bosch miró en los armarios de la cocina y en la despensa, y examinó todos los alimentos y artículos apilados en los estantes. A continuación, fue al cuarto de baño de invitados y observó el lugar donde se había recogido la ceniza de cigarrillo. En la cisterna de porcelana blanca había una decoloración marrón de una longitud que equivalía aproximadamente a la mitad de un cigarrillo.

Bosch miró con curiosidad la marca. Habían pasado siete años desde que dejó de fumar, pero no recordaba haber dejado nunca que un cigarrillo se consumiera así. Si lo hubiera terminado, lo habría arrojado al inodoro y habría tirado de la cadena. Estaba claro que ese cigarrillo se había olvidado.

Una vez que hubo concluido con la casa, Bosch volvió a la sala de estar y llamó a su compañero.

– Ignacio ¿estás preparado? Nos vamos.

Maxwell todavía estaba en el suelo, pero parecía cansado de su lucha y resignado a su apuro.

– Vamos, ¡maldita sea! -gritó finalmente-. ¡Quítame las esposas!

Bosch se acercó.

– ¿Dónde está tu llave? -preguntó.

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