David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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Stone dio un paso al frente.

– ¿Dónde está Albert Trent? ¿En la habitación trasera?

Pearl lo miró boquiabierto.

– ¿Cómo? ¿Quién?

Stone le empujó para pasar, abrió la puerta de la habitación trasera y entró. Salió al cabo de un minuto.

– ¿Está arriba?

– ¿Qué demonios estás haciendo? -gritó Pearl-. Llamaré a la policía.

Stone empezó a subir la escalera de caracol como una flecha y le indicó a Reuben que le siguiera arriba.

– Vigila, Foxworth podría estar con él.

Los dos desaparecieron y al cabo de unos instantes oyeron gritos y un forcejeo. Luego el ruido cesó de repente, y Stone y Reuben bajaron agarrando a Albert Trent con firmeza.

Le obligaron a sentarse en una silla, y Reuben se quedó de pie a su lado. El miembro del Comité de Inteligencia parecía verdaderamente derrotado, pero de todas formas Reuben refunfuñó.

– No me des muchas razones para partirte este cuello flacucho.

Stone se dirigió a Pearl, quien, a diferencia de Trent, no había perdido la compostura.

– ¿Qué te crees que estás haciendo? -dijo Pearl, quitándose el delantal-. Este hombre es amigo mío, y está aquí porque le he invitado yo.

– ¿Dónde está Chambers? -preguntó Caleb de buenas a primeras-. ¿También le has invitado a venir?

– ¿Quién? -dijo Pearl.

– Monty Chambers -respondió Caleb exasperado.

– Está aquí mismo, Caleb -dijo Stone.

Se acercó y tiró fuerte de la barba de Pearl. Empezó a despegarse. Con la otra mano, Stone se dispuso a tirar de un trozo del tupido pelo, pero Pearl se lo impidió.

– Permíteme.

Tiró primero de la barba y luego de la peluca, dejando al descubierto una cabeza calva, sin un solo pelo.

– Si de verdad querías ocultar tu identidad, no tenías que haber dejado un cepillo y champú en el cuarto de baño. Los calvos casi nunca lo necesitan.

Pearl se sentó pesadamente en la silla y pasó la mano por la peluca.

– Lavaba la peluca y la barba en el lavabo y luego las cepillaba, lira un rollo, pero casi todo en la vida lo es.

Caleb seguía mirando fijamente a Vincent Pearl, quien ahora era Monty Chambers.

– No entiendo cómo no pude darme cuenta de que eran el mismo hombre.

– El disfraz era muy bueno, Caleb -dijo Stone-. El pelo, la barba, unas gafas distintas, más peso, ropa poco corriente… Todo conformaba un aspecto muy singular, y tú mismo has dicho que viste a Pearl aquí en la tienda sólo un par de veces y por la noche; el alumbrado no es demasiado bueno.

Caleb asintió.

– Hablabas muy poco en la biblioteca, y cuando lo hacías, tu voz era aguda y chillona. ¿Quién se te ocurrió primero? -preguntó Caleb-. ¿Vincent Pearl o Monty Chambers?

Pearl sonrió tímidamente.

– Mi verdadero nombre es Monty Chambers. Vincent Pearl era sólo mi álter ego.

– ¿Por qué querías tener un álter ego? -preguntó Stone.

Al principio Chambers parecía reticente a responder. Sin embargo, luego se encogió de hombros y se dispuso a explicarlo.

– Supongo que ahora ya no importa. De joven era actor. Me encantaba disfrazarme e interpretar. Sin embargo, de tanto talento no supe aprovechar las oportunidades que se me presentaron, por decirlo de algún modo. Mi otra pasión eran los libros. De joven aprendí con un restaurador excelente que me enseñó el oficio. La biblioteca me contrató y de este modo pude iniciar una buena trayectoria profesional. Sin embargo, también quería coleccionar libros, y el sueldo de la biblioteca no me lo permitía. Así pues, me convertí en marchante de libros singulares. Sin duda alguna, tenía el conocimiento y la experiencia pero, ¿quién iba a querer negociar con un humilde restaurador de biblioteca? Los ricos seguro que no, y ellos eran la clientela a la que quería dirigirme. Así pues, me inventé a alguien con quien quisieran tratar a toda costa: Vincent Pearl, histriónico, misterioso e infalible.

– Y cuya librería sólo abría por la noche para que pudiera mantener su trabajo diurno -añadió Stone.

– Compré esta tienda porque estaba al otro lado del callejón de mi casa. Podía disfrazarme, salir de casa y meterme en la tienda como otra persona. Funcionó muy bien. Con los años, mi reputación como marchante prosperó.

– ¿Cómo se pasa de marchante de libros a espía? -preguntó Caleb con voz temblorosa-. ¿Cómo se pasa de restaurador de libros a asesino?

Trent intervino hablando más alto.

– ¡No digas nada! No tienen ninguna prueba.

– Tenemos las claves -dijo Milton.

– No, no las tenéis -dijo Trent con desdén-. Si las tuvierais, habríais ido a la policía.

– «E», «w», «h», «f», «w», «s», «p», «j», «e», «m», «r», «t», «i», «z». ¿Continúo? -preguntó Milton educadamente.

Lo miraron todos, mudos de asombro.

– Milton, ¿por qué no nos lo dijiste antes? -inquirió Caleb.

– No pensé que fuera importante, porque no teníamos la prueba en el libro. Sin embargo, leí las letras resaltadas antes de que desaparecieran, y cuando veo algo, no lo olvido jamás -explicó amablemente al pasmado Trent-. Bueno, se me acaba de ocurrir que como recuerdo todas las letras, las autoridades podrían intentar descifrar el mensaje cuando se las diga.

Chambers miró a Trent y se encogió de hombros.

– El padre de Albert y yo éramos amigos, quiero decir yo como Monty Chambers. Cuando murió, me convertí en la figura paterna de Albert, supongo, o al menos en una especie de tutor. Esto ocurrió hace años. Albert regresó a Washington después de terminar la universidad, y empezó a trabajar para la CIA. El y yo hablamos durante muchos años sobre el mundo de los espías. Luego pasó al Capitolio, y aún hablábamos más. Entonces le conté mi secreto. Los libros no le gustaban demasiado. Es un defecto de su carácter que, desafortunadamente, nunca le he reprochado.

– ¿El qué? ¿El espionaje? -apuntó Stone.

– ¡Imbécil, cierra el pico! -gritó Trent a Chambers.

– Vale, se acabó. A dormir, pequeño.

Reuben pegó un puñetazo a Trent en la mandíbula que le dejó sin sentido. Se enderezó y se dirigió al librero.

– Continúa.

Chambers miró a Trent inconsciente.

– Sí, supongo que soy un imbécil. Poco a poco, Albert me contó cómo se podía ganar dinero vendiendo lo que él llamaba secretos «menores». Me dijo que ni siquiera era espionaje, que eran negocios normales y corrientes. Me explicó que en su cargo como miembro del comité había conocido a un hombre que tenía contactos en todas las agencias de inteligencia y que tenía mucho interésen hacer negocios con él. Más tarde resultó que ese hombre era muy peligroso. Sin embargo, Albert me contó que muchas personas vendían secretos, en ambos bandos, que era algo casi normal.

– ¿Y te lo creíste? -preguntó Stone.

– Una parte de mí no, pero otra parte de mí quería creérselo porque coleccionar libros es una pasión cara y el dinero iba a venirme bien. Ahora veo que sin duda me equivoqué, pero en ese momento no me pareció tan mal. Albert me dijo que el problema era que tarde o temprano siempre pillaban a todos los espías cuando hacían las entregas. Me dijo que había pensado en la manera de evitarlo y que yo podía ayudarle.

– Con tus conocimientos de restaurador de libros raros tenías la pericia y el acceso a la biblioteca -dijo Caleb.

– Sí, y Albert y yo éramos viejos amigos, así que no había nada sospechoso si él me traía un libro; al fin y al cabo era mi especialidad. Dentro de los libros, marcaban algunas letras con un pequeño puntito. Cogía las letras cifradas que me había dado y las ponía en los libros de la biblioteca con un tinte químico. Siempre me han gustado las letras tan bien destacadas de las obras incunables que los artesanos crearon desde el nacimiento de la imprenta. Para mí eran como verdaderos cuadros en miniatura, con cientos de años de antigüedad, y con el cuidado adecuado pueden parecer tan vivas hoy como cuando se hicieron por primera vez. Había experimentado con materiales de este tipo durante años, como aficionado. Ya no hay mercado para este tipo de cosas. En realidad, no fue demasiado difícil encontrar una sustancia química para que las letras reaccionaran con el tipo de lentes adecuado, que también creé yo. Además de los libros viejos, mis otras fascinaciones han sido la química, el poder y la capacidad de manipular la luz. También disfruto con mi trabajo en la biblioteca -explicó, haciendo una pausa-. Bueno, al menos he disfrutado, porque ahora se ha acabado mi trayectoria profesional. -Suspiró profundamente-. Por otro lado, Albert y su gente dispusieron que algunas personas acudieran a la sala de lectura con estas gafas especiales. Creo que venían regularmente, no sólo para ver los mensajes cifrados, para no levantar sospechas.

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