En Constitution Avenue la manifestación contra la pobreza se dirigía hacia el Capitolio. Después, muchos manifestantes disfrutarían de la feria del libro, que era gratis y estaba abierta al público.
Stone había escogido el punto de intercambio con sumo cuidado, gracias a la información que le había proporcionado Alex Ford. Estaba cerca del Smithsonian Castle en Jefferson Street. Con miles de personas alrededor, sería casi imposible que un tirador consiguiera disparar y acertar, incluso de cerca. En la mochila Stone llevaba el dispositivo que le permitiría completar esta misión adecuadamente, porque cuando tuviera a Caleb sano y salvo, no tenía ninguna intención de permitir que Albert Trent y sus compañeros espías huyeran.
– Delante, a las dos en punto, al lado del aparcamiento para las bicis.
Stone asintió y avistó a Caleb; estaba de pie en una pequeña zona ajardinada parcialmente rodeado por un seto que le llegaba a la altura de la cintura, con una gran fuente ornamentada detrás. Ofrecía cierta intimidad y protegía de la multitud. Detrás de Caleb había dos hombres encapuchados que llevaban gafas de sol oscuras. Stone estaba seguro de que iban armados, pero también sabía que los francotiradores federales estaban colocados en el tejado del castillo, con las miras globulares sin duda ya apuntando a los hombres. Sin embargo, sólo dispararían si fuera necesario. También sabía que Alex Ford ayudaba a coordinar la operación.
Stone observó a Caleb, intentando atraer su atención, pero había tanta gente alrededor que era difícil. Caleb parecía muy asustado, lo cual era normal, pero Stone detectó algo más en la expresión de su amigo que no le gustó: desesperación.
Fue entonces cuando Stone vio que Caleb tenía algo en el cuello.
– ¡Dios mío! -murmuró-. Reuben, ¿lo ves?
– ¡Qué cabrones! -exclamó el grandullón sorprendido.
Stone se dirigió a Milton y Annabelle, quienes les seguían detrás.
– ¡Apartaos!
– ¿Qué? -preguntó Annabelle.
– Pero, Oliver… -protestó Milton.
– ¡Haced lo que os digo! -espetó Stone.
Los dos se detuvieron. Annabelle parecía especialmente dolida por la orden de Stone, y Milton estaba paralizado. Reuben, Stone y Trent avanzaron hasta estar cara a cara con Caleb y sus captores.
Caleb se quejaba de algo pero no se oía por el ruido de la fuente que tenía detrás, y señalaba lo que parecía un collar de perro que llevaba en el cuello.
– ¿Oliver?
– Ya lo sé, Caleb; ya lo sé.
Stone señaló el dispositivo y se dirigió a los hombres encapuchados.
– ¡Quitádselo inmediatamente!
Ambos hombres movieron la cabeza. Uno sostenía una cajita negra con dos botones.
– Sólo cuando estemos lejos y a salvo.
– ¿Pensáis que voy a permitir que os marchéis dejando a mi amigo con una bomba atada al cuello?
– En cuanto nos hayamos marchado, la desactivaremos -respondió el hombre.
– ¿Y se supone que tengo que creeros?
– Exactamente.
– Pues no os marcharéis y si detonáis la bomba, moriremos todos.
– No es una bomba -explicó el mismo hombre, levantando la caja-. Si pulso el botón rojo, tu amigo se tragará suficientes toxinas como para matar a un elefante. Habrá muerto antes de que suelte el botón. Si pulso el botón negro, el sistema quedará desactivado y podrás quitarle el collar sin que se libere el veneno. No intentes robarme el dispositivo a la fuerza, y si un francotirador dispara, pulsaré el botón involuntariamente por acto reflejo. -Colocó el dedo sobre el botón rojo y sonrió ante el dilema que sin duda se le presentaba a Stone.
– ¿Estás disfrutando con esto, capullo? -espetó Reuben.
El hombre no dejaba de mirar a Stone.
– Suponemos que tienes la zona rodeada de policías para que se abalancen sobre nosotros cuando tu amigo esté a salvo, así que perdónanos por haber tomado precauciones.
– ¿Cómo sé que no pulsarás el botón cuando ya te hayas ido? Y no me vuelvas a contar lo de la confianza otra vez porque me cabreo.
– Mis órdenes fueron no matarte a menos que no nos dejéis huir. Si podemos marcharnos, vivirá.
– ¿Adonde tienes que llegar exactamente para desactivar el veneno?
– No muy lejos. En tres minutos nos habremos largado. Sin embargo, si tenemos que esperar demasiado, pulsaré el botón rojo.
Stone miró a Caleb, luego a Reuben, que estaba furioso, y de nuevo a Caleb.
– Caleb, escúchame. Tenemos que confiar en ellos.
– Oh, Dios mío, Oliver. Por favor, ayúdame.
Caleb no parecía dispuesto a confiar en nadie.
– Lo haré, Caleb; lo haré. -Stone habló con desesperación-: ¿Cuántos dardos cargados hay en este puto trasto?
– ¿Qué? -preguntó el hombre sorprendido.
– ¡Cuántos!
– Dos. Uno en la izquierda y otro en la derecha.
Stone se giró y le dio la mochila a Reuben mientras le susurraba algo.
– Si morimos, no permitas que sea en vano.
Reuben cogió la mochila y asintió, pálido, pero reaccionando con firmeza.
Stone se giró de nuevo y levantó la mano izquierda.
– Déjame meter la mano debajo del collar para que el dardo izquierdo me dispare a mí en vez de a mi amigo.
El hombre parecía totalmente aturdido.
– Pero entonces moriréis los dos.
– Lo sé. ¡Moriremos juntos!
Caleb dejó de temblar y miró directamente a Stone.
– Oliver, no puedes hacer esto.
– Caleb, cállate -ordenó Stone, ahora dirigiéndose al hombre-. Dime dónde tengo que poner la mano.
– No sé si esto es…
– ¡Dímelo! -gritó Stone.
El hombre señaló un punto, y Stone introdujo la mano en la estrecha ranura, tocando ahora con su piel la de Caleb.
– Bien-dijo Stone-. ¿Cuándo sabré que lo has desactivado?
– Cuando la luz roja que hay al lado se ponga verde -explicó el hombre, señalando una burbujita de cristal carmesí del collar-. Luego podrás abrir el cierre y el collar se abrirá de golpe. Sin embargo, si intentas abrirlo antes, disparará el veneno automáticamente.
– De acuerdo -dijo, mirando a Trent-. Llevaos a esta escoria de aquí.
Albert Trent se liberó de las garras de Reuben y se fue hacia los hombres encapuchados. Cuando empezaban a marcharse, Trent se giró y sonrió.
– Au revoir!
Stone no dejó de mirar a Caleb. También estaba hablando a su amigo en voz baja, incluso mientras los mirones se acercaban y señalaban lo que debía de parecer una escena bastante inusual: un hombre con la mano metida debajo del collar de otro hombre.
– Respira profundamente, Caleb. No nos matarán. No nos matarán. Respira profundamente.
Comprobó su reloj. Habían pasado sesenta segundos desde que los hombres se habían marchado con Trent y habían desaparecido entre la multitud.
– Dos minutos más y podremos marcharnos a casa. Vamos bien, muy bien -dijo, mirando su reloj-. Noventa segundos. Ya casi estamos. Aguanta conmigo. Aguanta conmigo, Caleb.
Caleb estaba sujetando el brazo de Stone; era como el apretón de la muerte. Estaba ruborizado, respiraba de forma entrecortada, pero seguía en pie, firme.
– Estoy bien, Oliver -dijo finalmente.
En un momento dado un agente de la policía del parque se dispuso a acercarse a ellos, pero dos hombres vestidos con monos blancos que habían estado limpiando cubos de basura le interceptaron y se lo impidieron. Ya habían comunicado la situación a los francotiradores, que se habían retirado.
Mientras tanto, Milton y Annabelle se habían acercado, y Reuben les había susurrado lo que estaba ocurriendo. Milton estaba horrorizado y se le saltaban las lágrimas, y Annabelle se cubrió la boca con una mano temblorosa, observando a los dos hombres pegados el uno al otro.
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