David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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– Me sorprende que no te quejes de la monotonía. Hacer vigilancia no es fácil.

– El mundo es de los pacientes.

Stone miró a su alrededor.

– Supongo que Trent trabajará a jornada completa, pero no podemos jugárnosla.

– ¿ La Biblioteca del Congreso no está por aquí cerca?

Stone señaló hacia delante.

– A una manzana de ahí está el edificio Jefferson, donde trabaja Caleb. Me pregunto qué tal le va. Seguro que la policía ha estado hoy ahí.

– ¿Por qué no le llamas? -sugirió Annabelle.

Stone telefoneó al móvil de su amigo pero Caleb no respondió. Acto seguido, llamó a la sala de lectura. Contestó una mujer y Stone preguntó por Caleb.

– Salió hace un rato a buscar algo de comer.

– ¿Dijo cuánto tiempo tardaría?

– ¿Puedo saber por qué lo pregunta? -dijo la mujer.

Stone colgó y se recostó en el asiento.

– ¿Algún problema? -preguntó Annabelle.

– No creo. Caleb ha salido a buscar algo de comer.

El teléfono de Stone sonó. Reconoció el número en la pantalla.

– Es Caleb. -Se acercó el teléfono a la oreja-. Caleb, ¿dónde estás?

Stone se puso tenso y al cabo de un minuto colgó el teléfono.

– ¿Qué pasa? -preguntó Annabelle-. ¿Qué ha dicho Caleb?

– No era Caleb. Era la gente que tiene a Caleb retenido.

– ¿¡Qué?!

– Le han secuestrado.

– Dios mío, ¿qué quieren? ¿Y por qué te llaman?

– Milton les dio el número. Quieren que nos reunamos para discutir la situación. Al menor rastro de la policía, lo matan.

– ¿Qué quieren decir con eso de que quieren que nos reunamos?

– Quieren que vayamos tú, yo, Milton y Reuben.

– ¿Para que nos maten?

– Sí, exactamente para que nos maten. Pero si no vamos, matarán a Caleb.

– ¿Cómo sabemos que no lo han matado ya?

– A las diez en punto de esta noche nos llamarán y dejarán que hable con nosotros. Entonces nos dirán dónde y cuándo se celebrará la reunión.

Annabelle tamborileó los dedos en el volante gastado.

– ¿Y qué hacemos?

Stone observó la cúpula del Capitolio en la distancia.

– ¿Juegas al póquer?

– No me gusta hacer apuestas en el juego -respondió ella muy seria.

– Bueno, Caleb es su full, así que necesitamos por lo menos eso o algo mejor para jugar esta mano. Y sé dónde conseguir las cartas que necesitamos.

Sin embargo, Stone sabía que su plan pondría a prueba los límites de su amistad, pero no le quedaba otra opción. Marcó el número, que se sabía de memoria.

– Alex, soy Oliver. Necesito tu ayuda, urgentemente.

Alex Ford se inclinó hacia delante en la silla de la Oficina de Campo del Servicio Secreto en Washington.

– ¿Qué ocurre, Oliver?

– Es una larga historia pero tienes que escucharla toda.

Cuando Stone terminó, Ford se recostó en el asiento y exhaló un largo suspiro.

– Joder.

– ¿Puedes ayudarnos?

– Haré lo que esté en mi mano.

– Tengo un plan.

– Más te vale porque no parece que tengamos mucho tiempo para preparar todo esto.

Albert Trent salió del Capitolio por la tarde y volvió en coche a casa. Salió de la Ruta 7 y siguió las serpenteantes carreteras secundarias hasta su remota zona. Aminoró la marcha al acercarse a la última curva antes del camino de entrada de su casa. Una furgoneta se había salido de la carretera y había chocado contra algo. Había una ambulancia, una camioneta de algún servicio público y un coche de policía. En medio de la carretera había un agente uniformado.

Trent avanzó con cuidado hasta que el policía se le acercó con la mano levantada. Trent bajó la ventanilla y el policía asomó la cabeza.

– Voy a tener que pedirle que dé la vuelta, señor. Esa furgoneta ha patinado fuera de la carretera y ha chocado contra un regulador de la presión de gas natural que no estaba enterrado, por lo que ha provocado una sobrecarga importante en los conductos. Ha tenido suerte de no salir volando por los aires y de mandar al garete todo el vecindario.

– Pero yo vivo pasada la curva y no tengo gas en casa.

– Bueno, tendrá que mostrarme algún documento de identidad en el que figure su domicilio.

Trent introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y le tendió el carné de conducir al agente. El policía lo enfocó con una linterna y se lo devolvió.

– De acuerdo, señor Trent.

– ¿ Cuánto tardarán en arreglarlo?

– Eso depende de la compañía del gas. Oh, una cosa más.

Introdujo la otra mano por la ventana y roció algo de un pequeño bote directamente al rostro de Trent. El hombre tosió una vez y se desplomó en el asiento.

Obedeciendo a la señal, Stone, Milton y Reuben salieron de la ambulancia. Con ayuda del policía, Reuben sacó a Trent del coche y lo introdujo en otro vehículo que apareció entonces con Anna-belle al volante. Alex Ford salió de la ambulancia y tendió a Stone una mochila de cuero.

– ¿Tengo que enseñarte otra vez cómo se usa?

Stone negó con la cabeza.

– Lo sé. Alex, sé que esto es mucho pedir y te lo agradezco de verdad. No sabía a quién más recurrir.

– Oliver, recuperaremos a Caleb. Y si se trata de la red de espionaje de la que la gente lleva tiempo murmurando y los descubrimos, todos vosotros os mereceréis una medalla. Cuando recibas la llamada, cuéntanos los detalles. Tengo el apoyo de distintas agencias para esto. Tienes que saber que no tuve que esforzarme demasiado para encontrar voluntarios porque muchos de los chicos están ansiosos por trincar a estos cabrones.

Stone subió al coche con los demás.

– Y ahora jugamos nuestra mano -dijo Annabelle.

– Ahora jugamos nuestra mano -confirmó Stone.

Capítulo 63

Recibieron la llamada a las diez en punto. Stone y los demás estaban en una suite de un hotel del centro. El hombre al otro extremo de la línea empezó a imponerle la hora y el lugar en el que encontrarse, pero Stone le cortó.

– Nada de eso. Tenemos a Albert Trent. Si quieres que te lo entreguemos, haremos el intercambio a nuestra manera.

– No puedo aceptar lo que me propones -respondió la voz.

– Bueno, pues entregaremos a tu compañero a la CIA y allí ya se encargarán de «sonsacarle» la verdad y de que cante nombres; y créeme, por lo que he visto de Trent, no les costará demasiado. Antes de que tengas tiempo de hacer la maleta, tendrás al FBI en la puerta.

– ¿Acaso quieres que muera tu amigo? -espetó el hombre.

– Lo que te estoy diciendo es para que vivan los dos, y así evitarás pasarte el resto de tus días en chirona.

– ¿Cómo sabemos que no se trata de una trampa?

– ¿Cómo sé que no quieres pegarme un tiro en cuanto me veas? Es obvio. Tiene que haber confianza mutua.

Se produjo un largo silencio.

– ¿Dónde?

Stone le contó dónde y cuándo.

– ¿Eres consciente de cómo estará ese lugar mañana?

– Precisamente por eso lo he escogido. Nos veremos al mediodía. Por cierto, una última cosa: si le haces daño a Caleb, yo mismo te mataré.

Stone colgó y se giró hacia los demás.

Milton parecía asustado, pero decidido. Keuben estaba examinando el contenido de la mochila de cuero que Alex Ford les había dado. Annabelle estaba mirando a Stone directamente a los ojos.

Stone se dirigió a Reuben.

– ¿Qué te parece?

Reuben levantó dos jeringas y dos frascos de líquido.

– Esto es espectacular, Oliven ¿Qué se les ocurrirá la próxima vez?

Stone se dirigió a la habitación contigua, donde un Albert Trent inconsciente estaba atado a la cama. Stone se quedó de pie mirándole, reprimiendo las muchas ganas que tenía de atacar al hombre durmiente que tanto daño les había hecho.

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