David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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– ¡Annabelle! -gritó.

– ¿Annabelle? ¿Annabelle qué? -Bagger gritaba tan fuerte que escupía saliva.

– Annabelle… Conroy. La hija de Paddy Conroy.

Bagger bajó el cuchillo lentamente y soltó las partes de Tony. Le tendió el arma a uno de sus hombres y se quitó el guante. Jerry Bagger se puso en pie, se acercó a la ventana y miró por ella. No posó la mirada ni un solo instante en el cadáver de Carmela, que había aterrizado de lleno en un león de piedra ornamental situado cerca de la puerta trasera. Dejó la vista perdida en el océano.

¿Annabelle Conroy? Ni siquiera se había enterado de que Paddy tuviera hijos. De todos modos, todo empezó a cobrar sentido. La hija de Paddy Conroy había estado en su casino, en su despacho, le había tomado el pelo como a un tonto y le había robado mucho más de lo que jamás le había robado su viejo.

«Muy bien, Annabelle, me cargué a tu mamá y ahora te toca a ti.»Se hizo crujir los nudillos, se dio la vuelta y miró a Tony, que tenía la boca ensangrentada y estaba tumbado llorando en la cama con una mano en sus partes.

– ¿Qué más? -dijo-. Todo. Y seguirás respirando.

Tony se lo contó y acabó hablándole de las instrucciones de Annabelle de ser discreto y no gastar todo el dinero en el mismo sitio.

– Pues tenías que haberle hecho caso -dijo Bagger-. Chasqueó los dedos-. Venga, chicos, manos a la obra. No tenemos todo el día.

Uno de los hombres abrió un maletín negro que había traído y que contenía cuatro bates de béisbol. Tendió tres a los otros hombres y se quedó con uno.

Mientras levantaban los bates, Tony empezó a chillar.

– ¡Pero dijo que si se lo contaba me dejaría vivir! Lo ha dicho.

Bagger se encogió de hombros.

– Es verdad. Y cuando los chicos hayan acabado contigo, seguirás con vida. La justa. Jerry Bagger es un hombre de palabra.

Cuando se disponía a marcharse oyó el primer golpe, que le rompió la rodilla a Tony. Bagger empezó a silbar, cerró la puerta para amortiguar los gritos y bajó a tomarse un café.

Capítulo 61

A la mañana siguiente en la biblioteca se produjo un gran revuelo. El asesinato de Norman Janklow, tan pronto después de la muerte de DeHaven, conmocionó a todo el edificio Jefferson. Cuando Caleb llegó al trabajo, la policía y el FBI ya estaban interrogando a todo el mundo. Caleb se esforzó al máximo por responder a las preguntas con frases cortas. Pero la presencia de los dos agentes de Homicidios que le habían devuelto las llaves de DeHaven no ayudó demasiado. Notaba que no le quitaban los ojos de encima. ¿Acaso le había visto alguien en casa de Jewell? ¿Habían encontrado sus huellas? Encima Reuben había sido puesto en libertad a tiempo para cometer el asesinato. ¿Sospechaban también de él? Era imposible de saber.

A continuación le vino a la cabeza el Beadle que Annabelle se había llevado. Hoy lo había traído. Había resultado relativamente fácil aunque Caleb seguía siendo un manojo de nervios. Los guardias no revisaban los bolsos a la entrada sino a la salida y sólo pasaban por la máquina de rayos X los bolsos de los visitantes. De todos modos, la presencia de la policía hacía que estuviera más tenso. Exhaló un suspiro de alivio después de soportar estoicamente el acoso de las autoridades y guardar el libro en su escritorio.

Cuando apareció un restaurador con libros renovados para devolver a la cámara, Caleb se ofreció voluntario a hacerlo. Eso le brindaba la oportunidad perfecta de colocar el Beadle en su sitio. Dejó la novela barata en una pila con los demás volúmenes y entró en la cámara. Ordenó los tomos restaurados y se dirigió a la sección donde se guardaban los Beadle. Sin embargo, cuando se dispuso a deslizar el libro en la estantería, se dio cuenta de que el celo que Annabelle había utilizado para sujetárselo al muslo había rasgado un extremo de la cubierta al tirar de él.

– Perfecto, suponía que sería un poco más cuidadosa, teniendo en cuenta que robó el dichoso libro -farfulló.

Tendría que llevar el Beadle al Departamento de Restauración. Salió de la cámara, rellenó los impresos necesarios e introdujo la petición de restauración en el sistema informático. Acto seguido fue por los túneles hasta el edificio Madison, sin apenas mirar la sala en la que había estado la bombona de gas que había matado a Jonathan DeHaven. Al llegar al Departamento de Restauración, entregó el libro a Rachel Jeffries, una mujer que realizaba un trabajo muy minucioso y además rápido.

Tras charlar un poco con ella sobre las últimas malas noticias, Caleb volvió a la sala de lectura y se sentó a su escritorio. Observó el espacio que le rodeaba, tan hermoso, tan perfecto para la contemplación y tan vacío en esos momentos después de la muerte de dos hombres relacionados con ella.

Se sobresaltó cuando se abrió la puerta y apareció Kevin Philips, muy afligido y afectado. Hablaron unos minutos. Philips le dijo a Caleb que estaba planteándose dimitir.

– Esto es demasiado para mí-explicó-. Desde que Jonathan murió he adelgazado cinco kilos. Luego asesinaron a su vecino y ahora ha muerto Janklow, por lo que la policía no cree que Jonathan muriera por causas naturales.

– Pues a lo mejor tienen razón.

– ¿Tú qué crees que está pasando, Caleb? Esto es una biblioteca. No deberían pasarnos estas cosas.

– Ojalá supiera qué contestar, Kevin.

Más tarde Caleb habló con Milton, que había estado muy atento a lo que publicaban y retransmitían los medios de comunicación. Informó de que se especulaba mucho sobre la muerte de Janklow pero que no se había informado de la causa oficial. Jewell English había alquilado aquella casa hacía dos años. La única relación entre la mujer y el difunto eran sus visitas regulares a la sala de lectura. Ahora English había desaparecido. La investigación sobre su pasado había llegado a un callejón sin salida. Al parecer no era quien fingía ser. Tal vez Janklow tampoco lo fuera.

«¡Menuda sorpresa!», pensó Caleb cuando colgó después de hablar con Milton. Cada vez que se abría la puerta de la sala de lectura, Caleb se ponía tenso. Aquel lugar que durante tanto tiempo*había sido un remanso de paz y respetabilidad se había convertido en una pesadilla recurrente. Lo único que quería era salir de sus profundidades asfixiantes. «¡Asfixiante! Cielos, qué palabra tan desafortunada se me ha ocurrido.» Sin embargo, se quedaba allí porque era su trabajo y, aunque en otros aspectos de la vida era débil e impulsivo, se tomaba su profesión muy en serio. No era de extrañar que hoy no hubiera ningún lector en la sala. Por lo menos eso permitiría a Caleb ponerse al día de ciertas tareas. Sin embargo, no iba a poder ser. De repente le entró hambre y decidió salir a buscar un sandwich.

– ¿Señor Foxworth? -dijo Caleb cuando el hombre alto y apuesto le abordó en la calle delante del edificio Jefferson.

Seagraves asintió y sonrió.

– Por favor… Bill, ¿recuerdas? Hoy iba a venir a verte. -De hecho, Seagraves había estado esperando que Caleb saliera.

– Voy a buscar un sándwich. Seguro que alguien podrá ayudarle a encontrar un libro en la sala de lectura.

– Bueno, de hecho me preguntaba si te gustaría ver mis libros.

– ¿Qué?

– Mi colección. Está en mi despacho. Está a pocas manzanas de aquí. Pertenezco a un grupo de presión especializado en la industria petrolera. Para mi trabajo vale la pena estar cerca del Capitolio.

– Me lo imagino.

– ¿Crees que podrías dedicarme unos minutos? Sé que es mucho pedir.

– De acuerdo. ¿Le importa si me compro un sandwich para el camino? Es que no he almorzado.

– De ninguna manera. También quería decirte que tengo por un plazo de cinco días obras de Ann Radcliffe y Henry Fielding para inspeccionar.

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