David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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A Trent y su guardaespaldas no les había afectado la explosión. Se habían puesto tapones y habían apartado la mirada del destello de la explosión.

Stone, mareado a pesar de haber colocado la cara en el suelo y de haberse tapado los oídos con las mangas del abrigo, levantó la mirada y vio zapatos y pies volando ante él. Al intentar levantarse, un hombre fornido que huía preso del pánico le arrolló y le tiró al suelo. Stone sintió que el rastreador se le caía de las manos y observó con una sensación exasperante cómo se desplazaba por el suelo, hasta el borde del andén y hasta caer a las vías debajo del tren, cuando se disponía a salir de la estación.

Cuando el último vagón desapareció de la estación, se abalanzó sobre el borde y miró hacia abajo. La caja estaba aplastada.

Se giró y vio que Reuben había atacado al hombre encapuchado. Stone salió en ayuda de su amigo, aunque en realidad el hombretón no la necesitaba. Reuben le había puesto trabas, le había levantado del suelo y le había golpeado la cabeza contra un poste de metal.

Luego Reuben había arrojado al hombre, que había resbalado por el suelo pulido mientras la gente se apartaba de su camino. Cuando Reuben se dirigió como un huracán hacia él, Stone le golpeó por detrás y lo dejó tumbado.

– ¡Qué cono! -gruñó Reuben mientras el disparo del hombre le pasaba volando por encima de la cabeza.

Stone había visto la pistola y había tumbado a Reuben para que saliera de la trayectoria de la bala justo a tiempo.

El hombre encapuchado se arrodilló y se preparó para disparar a quemarropa, pero se desplomó cuando dos agentes federales que venían corriendo seguidos por la policía uniformada le dispararon tres balas en el pecho.

Stone ayudó a Reuben a levantarse y buscó a los demás.

Annabelle le saludó desde una esquina, con Milton y Caleb a su lado.

– ¿Dónde está Trent? -preguntó Stone.

Annabelle movió la cabeza y levantó las manos, haciendo un gesto de impotencia.

Stone miró sin esperanza por el andén lleno de gente. Le habían perdido.

De repente, Caleb gritó.

– ¡Allí! ¡Está subiendo por las escaleras mecánicas! ¡Ése es el hombre que me secuestró! ¡Foxworth!

– ¡Y Trent! -añadió Milton.

Todos miraron hacia arriba. Al oír su alias, Seagraves miró por encima del hombro y se le cayó la capucha, lo cual permitió que todos les vieran bien, a él y a Albert Trent, que estaba a su lado.

– Maldita sea -murmuró Seagraves.

Arrastró a Trent entre la multitud, y salieron corriendo de la estación de metro.

Arriba, en la calle, Seagraves metió a Albert Trent en un taxi y dio una dirección al taxista.

– Nos veremos allí más tarde. Tengo un avión privado a punto para que podamos huir del país. Aquí tienes tu documentación para viajar y tu nueva identidad. Te cambiaremos el aspecto.

Dejó un fajo de documentos y un pasaporte en las manos de Trent.

Seagraves se disponía a cerrar la puerta del taxi cuando de repente se detuvo.

– Albert, dame tu reloj.

– ¿Qué?

Seagraves no se lo pidió dos veces. Le arrancó el reloj de la muñeca y cerró la puerta del taxi. El coche se marchó, con Trent preso del pánico mirándole hacia atrás por la ventanilla. Seagraves había planeado matar a Trent más tarde, y quería tener algo que le perteneciera. Le daba mucha rabia tener que dejar su colección atrás, pero no podía arriesgarse a volver a su casa, y también estaba disgustado porque no había podido conseguir nada de los dos agentes que había matado en el metro.

«Bueno, siempre estoy a tiempo de empezar una nueva colección.»Corrió por la calle hacia un callejón, subió a una furgoneta que había aparcado allí y se cambió de ropa. Luego esperó a que sus perseguidores aparecieran. Esta vez no fallaría.

Capítulo 66

Stone y los demás salieron corriendo por las escaleras mecánicas del metro junto con cientos de personas presas del pánico. Mientras las sirenas inundaban el aire y un pequeño ejército de policías se dirigía hacia la zona para investigar el alboroto, caminaron por la calle sin rumbo fijo.

– Menos mal que Caleb está bien -dijo Milton.

– Sí -gritó Reuben, cogiendo a Caleb por los hombros-. ¿Qué diablos haríamos si no te tuviéramos para tomarte el pelo?

– Caleb, ¿cómo te secuestraron? -preguntó Stone con curiosidad.

Caleb le contó rápidamente lo del hombre que se hacía llamar William Foxworth.

– Me dijo que tenía unos libros que quería que mirara, y luego lo siguiente que recuerdo es que me quedé inconsciente.

– ¿Dices que se hacía llamar Foxworth? -preguntó Stone.

– Sí, eso decía en su carné de la biblioteca, y para hacérselo tuvo que mostrar algún tipo de documento válido.

– Sin duda, ése no es su verdadero nombre. Pero por lo menos le hemos visto.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Annabelle.

– Lo que sigo sin entender es cómo pusieron la sustancia química en los libros -dijo Milton-. Albert Trent pertenece al gabinete del Comité de Inteligencia. De algún modo se entera de los secretos y luego, ¿a quién se los pasa? ¿Y cómo acaban en unos libros de una sala de lectura para que Jewell English y seguramente Norman Janklow los vean y los anoten utilizando unas gafas especiales?

Mientras cavilaban sobre estas preguntas, Stone utilizó su móvil para comprobar los progresos de Alex Ford. Aún estaban buscando a Trent, pero Ford recomendó a Stone y a los demás que se mantuvieran al margen de la persecución.

– No tiene sentido que corráis más riesgos -dijo-. Ya habéis hecho mucho.

– ¿Y adónde vamos? ¿A casa? -preguntó Caleb después de que Stone les comunicara el mensaje.

Stone negó con la cabeza.

– La Biblioteca del Congreso está por aquí cerca. Quiero ir allí.

Caleb quería saber por qué.

– Porque allí es donde empezó todo, y una biblioteca siempre es un buen lugar para encontrar respuestas.

Caleb consiguió que les dejaran entrar en la biblioteca, pero no en la sala de lectura, porque estaba cerrada los sábados.

– Lo que más me confunde es el ritmo de los acontecimientos -dijo Stone a los demás, mientras caminaban por los pasillos. Se calló para poner en orden sus ideas-. Jewell English entró en la sala de lectura hace dos días, y la información estaba resaltada en el libro de Beadle. Más tarde esa misma noche, cuando teníamos el libro, ya no había información resaltada. Eso es muy poco tiempo.

– Es realmente sorprendente, porque la mayoría de los libros de la cámara permanecen allí sin que nadie los lea durante años, incluso décadas. Seguro que la sustancia habría pasado a las letras, y tendrían que haberse puesto en contacto con Jewell para que viniera con el nombre del libro que tenía que pedir. Sin embargo, como has dicho, el mismo día desapareció la información.

– Pero, ¿cómo podían estar tan seguros de que la información resaltada desaparecería en el momento oportuno? No querrían que la sustancia permaneciera en las páginas demasiado tiempo por si caían en manos de la policía. De hecho, si hubiéramos actuado un poco antes, quizás habríamos podido llevar el libro al FBI antes de que la sustancia química se evaporara. Por lógica, la información tuvo que resaltarse poco antes de que English entrara.

– Entré y salí de las cámaras antes de que Jewell viniera ese día. Allí sólo había algún miembro del personal, y nadie se quedó más de diez o quince minutos. No es suficiente tiempo para marcar tantas letras, y no podían haberlo hecho en ningún otro sitio, a menos que se hubieran llevado el libro a casa -explicó Caleb, de repente moviéndose bruscamente-. Un momento. Lo que sí puedo comprobar es si algún trabajador se lo llevó a casa. Hay que rellenar una solicitud por cuadruplicado. ¡Vamos! La sala de lectura está cerrada, pero puedo comprobarlo desde otro sitio.

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