David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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– ¿Esperas que el Gobierno sea creativo? Entonces, ¿qué es lo siguiente?

Seagraves tiró el cigarrillo y miró a su compañero.

– Lo sabrás cuando llegue el momento, Albert. -Comenzaba a hartarse de su subalterno. Pero, en parte, ése era el objetivo de aquel encuentro, dejarle bien claro a Trent que era y sería un subordinado. Si las cosas se pusieran feas y pareciera que todo se iba al traste, al primero que tendría que matar sería a Trent por un motivo bien sencillo: los cobardes siempre se venían abajo si se los presionaba.

Se despidió del miembro del gabinete y se dirigió hacia su coche, aparcado en la zona de acceso restringido. Saludó al guardia de seguridad, que lo conocía de vista.

– ¿Has vigilado bien las ruedas? -le preguntó, sonriendo.

– Las tuyas y las de los demás -respondió el guardia mientras mordía un palillo de dientes-. ¿Has vigilado bien el país?

– Se hace lo que se puede. -De hecho, lo siguiente que Seagra-ves le comunicaría a Trent serían los elementos clave del nuevo plan estratégico de vigilancia de la ASN contra los terroristas extranjeros. Los medios siempre suponían que la ASN hacía cosas ilegales; pero no sabían de la misa la mitad, al igual que los miopes del Capitolio. Sin embargo, algunos acaudalados enemigos de América que vivían a diez mil kilómetros de distancia y, al menos ocho siglos atrasados, estaban dispuestos a pagar millones de dólares para saberlo todo. El dinero era lo que mandaba; a la mierda el patriotismo. Según Seagraves, lo único que los patriotas conseguían por su ayuda era una bandera doblada en tres; y la cuestión era que tenías que estar muerto para que te dieran una.

Seagraves condujo de vuelta a la oficina, trabajó un rato y regresó a su casa, un edificio de treinta años y dos plantas con tres dormitorios y dos baños ubicado en un terreno de unos mil metros cuadrados con mal drenaje, que le costaba casi la mitad del salario en concepto de hipoteca e impuestos sobre la propiedad. Hizo una breve pero intensa sesión de ejercicios y luego abrió la puerta de un pequeño armario situado en el sótano, cerrado con llave y dotado de alarma.

En el interior, había recuerdos de su trabajo pasado colgados de las paredes u ordenados en los estantes. Entre los objetos había un guante marrón ribeteado con piel en una vitrina de cristal, el botón de un abrigo en una pequeña funda circular, un par de gafas en un recipiente de plástico, un zapato colgando de una percha de la pared, un reloj de pulsera, dos brazaletes de mujer, una libreta con el monograma AFW, un turbante en un estante, un desgastado ejemplar del Corán, una gorra de piel y un babero. Se arrepentía un poco del babero. Sin embargo, cuando uno mataba a los padres, el hijo también solía sacrificarse. Una bomba colocada en un coche no tenía ningún miramiento con los ocupantes. Todos los objetos estaban numerados del uno al cincuenta y formaban parte de una historia que sólo él y otros agentes de la CÍA conocían.

Seagraves se había esforzado mucho, y corrido un gran riesgo, para coleccionar esos objetos; porque aquello era ni más ni menos que su colección. Sean conscientes de ello o no, todas las personas coleccionan algo. Muchas acaban teniendo objetos normales, ya sean sellos, monedas o libros. Otras acumulan corazones rotos o conquistas sexuales. También las hay a quienes satisface acumular almas perdidas. Roger Seagraves, por el contrario, coleccionaba objetos personales de aquellos a quienes había matado o, más bien, asesinado, ya que lo había hecho como servicio al país. Tampoco es que a las víctimas les importase esa distinción; al fin y al cabo, seguían estando muertas.

Había ido allí para colocar dos nuevos objetos: un bolígrafo que había pertenecido a Robert Bradley y un punto de libro de piel de Jonathan DeHaven. Les otorgó un lugar de honor en un estante y en una cajita de cristal, respectivamente, y luego los numeró. Le faltaba poco para llegar a los sesenta. Hacía muchos años se había planteado llegar a los cien, y había empezado con ilusión porque, por aquel entonces, su país necesitaba deshacerse de muchas personas en todo el mundo. Sin embargo, durante los últimos años el ritmo había disminuido de forma considerable; la culpa la tenía un Gobierno pusilánime y la débil burocracia de la CIA. Desde entonces, había renunciado a su cómputo global original. Había decidido primar la calidad sobre la cantidad.

A cualquiera que se le contase la historia de esos objetos, seguramente diría que Seagraves era un psicópata que coleccionaba objetos personales de víctimas de asesinato. Pero él sabía que se equivocarían. Se trataba de una muestra de respeto concedida a alguien a quien se le había arrebatado su bien más preciado. Si alguien lograba matarlo, Seagraves confiaba en que fuese un enemigo de su misma talla y le rindiese idéntico honor. Cerró el armario con llave y subió para planear la siguiente jugada. Necesitaba ir a buscar algo, y con DeHaven muerto y enterrado, había llegado el momento de ir a recogerlo.

Annabelle Conroy esperaba sentada en un coche de alquiler en la esquina de Good Fellow Street. Hacía muchos años que no estaba allí, pero la zona apenas había cambiado. Todavía se notaba el tufillo a moho del dinero viejo, aunque ahora estaba mezclado con el aroma también fétido de la nueva moneda. Por supuesto, Annabelle no había tenido ninguna de las dos, hecho sobre el que la madre de Jonathan DeHaven, Elizabeth, se había abalanzado enseguida. Seguramente había repetido a su hijo una y otra vez que se mantuviera alejado de alguien sin dinero ni buena educación, hasta que aquello se le quedó grabado en el cerebro y su madre logró convencerlo de que anulara el matrimonio. Annabelle no había impugnado esa decisión, porque ¿de qué habría servido?

De todos modos, Annabelle no guardaba rencor a su ex. Era un hijo varón en muchos sentidos, erudito, amable, generoso y cariñoso. Sin embargo, no tenía agallas y huía de los enfrentamientos como el típico niño con gafas del abusón de turno. No había podido con su madre omnipotente y de lengua viperina; pero ¿cuántos hijos pueden con sus madres? Tras la anulación del matrimonio, él le había escrito cartas conmovedoras, la había colmado de regalos y le había dicho que pensaba en ella a todas horas, algo que Annabelle jamás puso en duda. El engaño no formaba parte de su naturaleza; eso había sido algo totalmente novedoso para ella. Al parecer, los polos opuestos sí que se atraen.

No obstante, él nunca le había pedido que volviera. De todos modos, comparado con los otros hombres que había conocido, todos ellos tan pecaminosos como ella, era el reflejo de la inocencia pura. Le sostenía la mano y se apresuraba a abrirle puertas. Le hablaba de temas importantes en el mundo de la gente normal, un lugar que a ella le resultaba tan extraño como una estrella lejana. Sin embargo, en el poco tiempo que habían compartido, Jonathan había logrado que le pareciera menos extraño y lejano.

Annabelle admitía que había cambiado el tiempo que había vivido con él. Aunque siempre estaría apoltronado en el lado conservador de la vida, Jonathan DeHaven había dado un paso en dirección a Annabelle, quizá porque disfrutaba de una vida que nunca habría imaginado posible. Era un buen hombre, y Annabelle sentía que estuviera muerto.

Se secó con furia una lágrima que se le había deslizado por la mejilla. Se trataba de una emoción inusual e incómoda. Ya no lloraba. No se sentía lo bastante unida a nadie para llorar su muerte. Ni siquiera la de su madre. Era cierto que había vengado a Tammy Conroy, pero la hija se había hecho rica durante el proceso de la venganza. ¿La habría vengado si no hubiera habido dinero de por medio? Annabelle no lo sabía a ciencia cierta. ¿Y acaso importaba? Lo único cierto era que tenía casi diecisiete millones de razones en una cuenta bancaria extranjera que decían que no importaba.

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