David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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Habiendo estado tan cerca de él durante la última semana, Annabelle se había planteado la posibilidad de matarlo de un disparo. Eso habría saldado una vieja deuda, pero también habría supuesto el final de su vida en libertad. No, así era mucho mejor. A su padre nunca le habían gustado los grandes golpes, ya que se necesitaba mucho tiempo y se corrían demasiados riesgos. Sin embargo, Tammy Conroy se habría dado cuenta del arte y de la perfecta ejecución de aquel golpe; y, si su madre estaba en el cielo, esperaba que viera desde las alturas a Jerry Bagger, en cuanto éste descubriera que lo habían estafado para que realizara un viaje delirante por cuyo pasaje había pagado cuarenta millones de dólares.

Cogió el mando de la tele y cambió de canal mientras se comía el bollo salado. Las noticias siempre eran iguales, todas malas. Más soldados muertos, más gente muñéndose de hambre, más personas suicidándose y matando a otros en nombre de Dios. Cansada de la tele, pasó al periódico. Era un animal de costumbres y se dio cuenta de que leía las noticias preguntándose cómo podría hilvanar los detalles para transformarlos en un golpe creativo y perfecto. Pero eso se había acabado, se dijo. Estafar a Bagger era la cumbre de su carrera; a partir de ahí todo sería cuesta abajo.

El último artículo que había leído la hizo erguirse tan rápido que el bollo y la mostaza se le cayeron encima de la cama. Observó con los ojos como platos la pequeña fotografía con grano que acompañaba la noticia de la contraportada. Era un breve homenaje a un destacado erudito y hombre de letras. No se mencionaba la causa de la muerte de Jonathan DeHaven, sólo que había fallecido de manera repentina mientras trabajaba en la Biblioteca del Congreso. Aunque había muerto hacía días, acababan de terminarse los preparativos para el funeral y el entierro sería al día siguiente en Washington. Annabelle no podía saber que el retraso se había debido a que el forense había sido incapaz de determinar la causa de la muerte. Sin embargo, dado que no había circunstancias sospechosas, se había dictaminado que había muerto por causas naturales y el cadáver se había entregado a la funeraria.

Annabelle cogió la maleta y comenzó a meter la ropa. Sus planes acababan de cambiar. Volaría a Washington para despedirse de su ex marido, Jonathan DeHaven, el único hombre que le había robado el corazón.

Capítulo 28

– ¡Oliver, Oliver!

Stone volvió en sí y se irguió con dificultad.

Estaba tumbado vestido en el suelo de su casita, con el pelo todavía húmedo.

– ¡Oliver! -Alguien aporreaba la puerta de la entrada.

Stone se levantó, se tambaleó hasta la puerta y la abrió.

Reuben lo miró con expresión divertida.

– ¿Qué coño pasa? ¿Le estás dando al tequila de nuevo? -Sin embargo, al percatarse de que Stone no se encontraba bien, adoptó un tono más serio-. Oliver, ¿estás bien?

– No estoy muerto. Algo es algo.

Le hizo una seña a Reuben para que entrara y se pasó los siguientes diez minutos explicándole lo ocurrido.

– ¡Joder! ¿Y no tienes ni idea de quiénes eran?

– Fueran quienes fueran, conocen bien las técnicas de tortura -respondió Stone lacónicamente, mientras se frotaba el chichón de la cabeza-. No creo que vuelva a beber agua.

– Entonces, ¿saben lo de Behan?

Stone asintió.

– Aunque no sé si eso les sorprendió, pero creo que lo que les conté sobre Bradley y DeHaven era información nueva.

– Hablando de DeHaven, hoy es el funeral. Por eso te llamábamos. Caleb irá, junto con la mayor parte del personal de la Biblioteca del Congreso. Milton también irá y yo he cambiado el turno en el muelle para poder asistir. Nos parecía importante.

Stone se levantó, pero se tambaleó enseguida.

Reuben le sujetó del brazo.

– Oliver, tal vez deberías quedarte sentado. -Otra sesión de tortura e iréis a mi funeral. Pero el de hoy puede ser importante, aunque sólo sea por la gente que acuda.

Al oficio celebrado en la iglesia de St. John, junto al parque La-fayette, asistieron muchas personalidades del Gobierno y de la biblioteca. También estaban presentes Cornelius Behan y su esposa, una mujer muy atractiva, alta y esbelta, de unos cincuenta años con el pelo teñido de rubio. El aire altanero contrastaba con su porte frágil y precavido. Cornelius Behan era muy conocido en Washington, por lo que muchas personas se le acercaban para estrecharle la mano y rendir homenaje. Behan lo aceptaba todo con buenos modales, pero Stone se percató de que se apoyaba constantemente en el brazo de su mujer, como si fuera a caerse sin ese soporte.

A instancias de Stone, los miembros del Camel Club se habían dispersado por la iglesia para observar a los distintos grupos de personas. Aunque resultaba obvio que quienquiera que lo hubiera secuestrado sabía de su relación con los demás, Stone no quería recordarle -si es que había venido-que tenía tres amigos que serían unos blancos excelentes.

Stone se sentó al fondo e inspeccionó esa zona con la mirada hasta fijarse en una mujer que estaba sentada a un lado. La mujer se volvió y se apartó el pelo de la cara, y Stone la observó con atención. La formación que había recibido en el pasado hacía que fuera muy buen fisonomista, y había visto ese perfil con anterioridad; aunque la mujer a la que miraba ahora era mayor.

Una vez acabado el oficio, los miembros del Camel Club salieron juntos de la iglesia, detrás de Behan y su esposa. Behan le susurró algo a su mujer antes de volverse para dirigirse a Caleb.

– Un día triste -le dijo.

– Sí, lo es -repuso Caleb forzadamente. Miró a la señora Behan.

– Oh. -dijo Behan-. Mi esposa Marilyn. Te presento a…

– Caleb Shaw. Trabajaba en la biblioteca con Jonathan.

Behan le presentó a los otros miembros del Camel Club y luego miró hacia la iglesia, donde los portadores llevaban el féretro hacia el exterior.

– ¿Quién lo habría dicho? Se le veía tan bien…

– Les pasa a muchas personas antes de morir -repuso Stone con aire distraído. Miraba a la mujer que había visto antes. Se había puesto un sombrero negro y gafas de sol y llevaba una falda negra larga y botas. Alta y esbelta, destacaba entre tanto dolor.

Behan lanzó una mirada escrutadora a Stone y trató de seguirle la mirada, pero Stone la apartó antes de que lo hiciera.

– Supongo que están seguros de cuál fue la causa de la muerte -dijo Behan y se apresuró a añadir-: Ya se sabe que a veces se equivocan.

– Si se han equivocado, acabaremos sabiéndolo -intervino Stone-. Los medios suelen averiguarlo todo.

– Sí, a los periodistas eso se les da bien -comentó Behan con evidente desagrado.

– Mi marido sabe mucho sobre muertes súbitas -espetó Marilyn Behan. Al ver que todos la miraban de hito en hito, añadió-: Bueno, a eso se dedica su empresa.

Behan sonrió a Caleb y a los otros.

– Perdonadnos -dijo. Tomó a su esposa del brazo con firmeza y se alejaron. ¿Acaso había percibido Stone un atisbo de regodeo en la expresión de Marilyn?

Reuben los siguió con la mirada.

– No puedo dejar de imaginármelo con unas bragas ondeando a media asta en su pajarito. Tuve que llevarme el puño a la boca para no soltar una carcajada durante el oficio.

– Ha sido un detalle que viniera -dijo Stone-, sobre todo teniendo en cuenta que apenas eran conocidos.

– La mujer parece de armas tomar -comentó Caleb.

– Bueno, diría que es lo bastante astuta para estar al corriente de las indiscreciones de su marido -dijo Stone-. No creo que los una el amor.

– Sin embargo, siguen juntos -añadió Milton.

– Por amor al dinero, el poder y la popularidad -repuso Caleb con desagrado.

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