David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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– ¡Eh!, no me habría importado tener alguna de esas cosas en mis matrimonios -dijo Reuben-. Amor sí hubo, al menos durante una época, pero nada de todo lo demás.

Stone miraba a la mujer de negro.

– ¿Os suena esa mujer de allí?

– ¿Cómo vamos a saberlo? -dijo Caleb-. Lleva sombrero y gafas.

Stone sacó la fotografía.

– Creo que es esta mujer.

Se apiñaron alrededor de la imagen y luego Caleb y Milton miraron a la mujer sin disimulo y la señalaron por turnos.

– ¿No podríais ser un poco más descarados? -farfulló Stone.

El cortejo fúnebre se dirigió hacia el cementerio. Una vez acabado el oficio junto a la tumba, los asistentes comenzaron a encaminarse hacia sus coches. La mujer de negro se quedó junto al féretro, mientras dos trabajadores con vaqueros y camisas azules esperaban en las inmediaciones. Stone miró en derredor y vio que Behan y su mujer ya habían regresado a la limusina. Observó con atención a las otras personas en busca de alguien cuya actividad diaria incluyera la aplicación de torturas acuáticas. Era fácil dar con esas personas si se sabía mirar, y Stone sabía mirar. Sin embargo, su búsqueda no dio frutos.

Hizo un gesto a los demás para que lo siguieran mientras se acercaba a la mujer de negro. Había colocado una mano sobre el féretro de palisandro y parecía mascullar algo, tal vez una plegaria.

Esperaron a que acabara. Cuando se volvió hacia ellos, Stone le dijo:

– Jonathan estaba en la flor de la vida. ¡Qué pena!

– ¿De qué lo conocía? -preguntó la mujer desde detrás de las gafas.

– Trabajaba con él en la biblioteca -intervino Caleb-. Era mi jefe. Lo echaremos de menos.

La mujer asintió:

– Sí.

– ¿Y de qué lo conocía usted? -preguntó Stone con naturalidad.

– Fue hace mucho tiempo -respondió, de forma imprecisa.

– Las amistades duraderas cada vez escasean más.

– Sí, es cierto. Perdón. -Se abrió paso entre ellos y comenzó a alejarse.

– Es raro que el forense no pudiera determinar la causa de la muerte -dijo Stone en voz alta para que lo oyera. El comentario tuvo el efecto deseado. La mujer se detuvo y se volvió.

– El periódico decía que murió de un ataque al corazón -dijo.

Caleb negó con la cabeza.

– Se murió porque el corazón se le paró, pero no de un ataque al corazón. Supongo que los periódicos dieron eso por sentado.

La mujer dio varios pasos hacia ellos.

– Me parece que no sé cómo se llaman.

– Caleb Shaw. Trabajo en la sala de lectura de Libros Raros de la Biblioteca del Congreso. Este es mi amigo…

Stone le tendió la mano.

– Sam Billings, encantado de conocerla. -Señaló a los otros dos miembros del Camel Club-. El tipo grande es Reuben y el otro Milton. ¿Y usted se llama…?

La mujer hizo caso omiso de la pregunta y se dirigió a Caleb:

– Si trabaja en la biblioteca, los libros le gustarán tanto como a Jonathan.

A Caleb se le iluminó el semblante al ver que la conversación versaba sobre su especialidad.

– Oh, desde luego. De hecho, Jonathan me nombró albacea literario en su testamento. Ahora mismo estoy haciendo un inventario de su colección; luego la tasarán y la venderé, y todo lo recaudado se destinará a obras benéficas.

Enmudeció al ver que Stone le hacía señas para que dejara de hablar.

– Muy propio de Jonathan -dijo ella-. Supongo que sus padres están muertos, ¿no?

– Oh, sí, su padre murió hace mucho, y su madre, hace dos años. Jonathan heredó su casa.

Stone tuvo la impresión de que la mujer se esforzaba por no sonreír al oír aquellas palabras. «¿Qué le había dicho el abogado a Caleb? ¿Que el matrimonio se había anulado? ¿Y no por la mujer, sino por el marido, a instancia de los padres?»-Me gustaría ver la casa y su colección -le dijo ella a Caleb-. Estoy segura de que ahora es impresionante.

– ¿Conocía su colección? -le preguntó Caleb.

– Jonathan y yo compartimos muchas cosas. No me quedaré mucho tiempo en la ciudad, así que ¿le va bien esta noche?

– Pues resulta que pensábamos ir allí esta misma tarde -respondió Stone-. Si se aloja en algún hotel, podríamos pasar a recogerla.

La mujer meneó la cabeza.

– Nos reuniremos en Good Fellow Street. -Se marchó rápidamente hacia un taxi que la esperaba.

– ¿Te parece sensato llevarla a la casa de Jonathan? -preguntó Milton-. No la conocemos de nada.

Stone sacó la fotografía del bolsillo y la sostuvo en alto.

– Creo que sí la conocemos o, al menos, la conoceremos en breve. En Good Fellow Street -, añadió, pensativo.

Capítulo 29

Después de que finalizara el testimonio a puerta cerrada ante el Comité de Inteligencia de la Cámara, Seagraves y Trent se tomaron un café en el bar y luego salieron para pasear por los jardines del Capitolio.

Dado que por sus obligaciones laborales debían pasar mucho tiempo juntos, aquello no despertaría sospecha alguna.

Seagraves se detuvo para desenvolver un chicle cuando Trent se agachaba para atarse el zapato.

– Entonces ¿crees que ese tipo ha trabajado en la Agencia? -le preguntó Trent.

Seagraves asintió:

– Triple Seis, te suena de algo, ¿Albert?

– Vagamente. Mi información era limitada. Me contrataron por mis dotes analíticas, no por mi talento para el trabajo de campo. Y, después de diez años de gilipolleces, me harté.

Seagraves sonrió.

– ¿Pasarse a la política ha sido mejor?

– Lo ha sido para nosotros.

Seagraves vio que su compañero se peinaba la docena de pequeños mechones y los recolocaba alineados el uno junto al otro sin ayuda de espejo alguno.

– ¿Por qué no te lo rapas bien cortito? -preguntó Seagraves-. A muchas mujeres les va esa pinta de machito. Y aprovecha para ponerte en forma.

– Cuando dejemos de trabajar, tendré tanto dinero que, vaya al país que vaya, las mujeres me aceptarán tal y como soy.

– Tú mismo.

– Ese tipo, el Triple Seis, podría darnos problemas. Tal vez se avecine una tormenta.

Seagraves meneó la cabeza.

– Si le hacemos algo, las cosas podrían ponerse feas. Creo que todavía tiene contactos. Y, si me lo cargo, también tendría que cargarme a sus amigos. Podríamos cometer un error y despertar sospechas innecesarias. De momento, cree que Behan es el responsable de todo. Si eso cambia, el pronóstico meteorológico podría ser distinto.

– ¿Estás seguro de que es una buena estrategia?

Seagraves adoptó una expresión más seria.

– Veamos cuál es la verdad, Trent. Mientras tú estabas cómodamente sentado a tu escritorio, en Washington, yo pringaba en lugares que ni siquiera te atreverías a mirar en la tele. Tú sigue con lo tuyo, y deja que me ocupe de la planificación estratégica… Salvo que creas que puedes hacerlo mejor que yo, claro.

Trent trató de sonreír, pero el miedo se lo impidió.

– No te cuestionaba.

– Pues lo parecía, ¡joder! -De repente, sonrió y le rodeó los hombros con el brazo-. Ahora no es momento de enfrentarse, Albert. Todo va sobre ruedas, ¿no es así? -Lo apretó con fuerza y sólo aflojó la presión cuando sintió el dolor en el cuerpo de Trent. Resultaba agradable sentir tan de cerca el sufrimiento de otra persona-. He dicho: ¿no es así?

– Sin duda. -Trent se frotó los hombros y parecía a punto de echarse a llorar.

«Debieron de darte de hostias todos los días en el patio de recreo», pensó Seagraves.

Seagraves cambió de tema:

– Cuatro enlaces del Departamento de Estado muertos. Eso sí que fue original. -Había conocido a uno de los hombres asesinados; de hecho, había trabajado con él. Un buen agente, pero los millones de dólares siempre habían puesto fin a todas sus amistades.

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