David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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– Pues ahí tienes la respuesta -dijo Annabelle.

– No te sigo -repuso Stone-. Los planos siguen sin estar a nuestro alcance.

Annabelle miró a Caleb.

– ¿Podrías conseguir el nombre de la empresa?

– Creo que sí.

– El único posible problema es si nos dejarán fotografiar los planos o no. Lo dudo mucho, y fotocopiarlos es impensable. -Mientras Annabelle reflexionaba en voz alta, los miembros del Camel Club la observaban estupefactos. Ella se percató de ello-. Lograré entrar en la empresa, pero necesitamos copias de los diseños si queremos localizar la sala antiincendios y los conductos de ventilación en el edificio.

– Yo tengo memoria fotográfica -dijo Milton-. Me bastará ver los planos una vez para memorizarlos.

Ella lo miró con escepticismo.

– He oído a muchas personas asegurar lo mismo y nunca funciona del todo.

– Te aseguro que en mi caso «funciona» -repuso Milton en tono indignado.

Annabelle cogió un libro del estante, lo abrió por la mitad y lo sostuvo frente a Milton.

– Vale, lee la página para tus adentros.

Milton la leyó y asintió. Annabelle le dio la vuelta al libro y observó la página.

– De acuerdo, Don Foto, empieza a largar.

Milton recitó la página de memoria, incluyendo los signos de puntuación, sin cometer ni un solo error.

Por primera vez desde que se habían conocido, Annabelle parecía impresionada.

– ¿Has estado en Las Vegas? -le preguntó. Milton negó con la cabeza-. Pues deberías probarlo algún día.

– ¿No es ilegal numerar las cartas? -preguntó Stone tras deducir rápidamente a qué se refería Annabelle.

– No, mientras no se emplee un medio mecánico o informático -respondió ella.

– ¡Vaya -exclamó Milton-, podría ser millonario!

– Pero antes de que te ilusiones demasiado, aunque no es ilegal si sólo usas el cerebro, si te pillan te darán una buena tunda.

– ¡Oh! -exclamó Milton, horrorizado-. Olvídalo.

Annabelle se volvió hacia Stone:

– Entonces ¿cómo crees que mataron a Jonathan? Y no me vengas con rollos o me largo.

Stone la observó en silencio y se decidió.

– Caleb encontró el cadáver de Jonathan. Y justo después se desmayó. En el hospital, la enfermera le dijo que se estaba poniendo mejor y que la temperatura le estaba subiendo, y no bajando.

– ¿Y? -dijo Annabelle.

– El sistema antiincendios de la biblioteca utiliza una sustancia llamada halón 1301 -explicó Caleb-. En las tuberías se encuentra en estado líquido, pero se convierte en un gas al salir por las boquillas. Extingue el fuego porque elimina el oxígeno del ambiente.

– Es decir, ¡Jonathan murió asfixiado! Por Dios, ¿me estás diciendo que la policía no se planteó esa posibilidad y comprobó si la bombona de gas estaba vacía o no? -preguntó Annabelle, enfadada.

– No había pruebas de que el sistema hubiera entrado en funcionamiento -repuso Stone-. No sonó la alarma y Caleb comprobó que funcionaba, aunque pudieron haberla desconectado y conectado de nuevo. Y el gas no deja rastro alguno.

– Además, el halón no pudo matar a Jonathan, al menos no con los niveles que se emplean para apagar incendios en la biblioteca. -Caleb añadió-: Lo comprobé. Por eso se utiliza en lugares en los que hay personas.

– ¿Adónde nos lleva todo esto? -preguntó Annabelle-. Parece como si dijerais cosas distintas. Fue el gas, pero no fue el gas. ¿Cuál es la correcta?

– Uno de los elementos que activa el sistema antiincendios es el descenso de temperatura en la sala -explicó Stone-. Caleb dijo que vio el cuerpo de Jonathan, sintió que se helaba y se desmayó. Creo que se heló por el gas, de ahí el comentario de la enfermera sobre que la temperatura le estaba subiendo a Caleb. Caleb seguramente se desmayó porque el nivel de oxígeno en la sala era muy bajo, aunque no lo bastante como para matarle ya que había entrado en la sala media hora después que Jonathan.

– Entonces resulta obvio que no fue el halón 1301 -dijo Annabelle-, sino otra cosa.

– Exacto, pero tenemos que averiguar el qué.

Annabelle se levantó.

– De acuerdo, tengo que empezar con los preparativos.

Stone se puso en pie y la miró.

– Susan, antes de que te impliques, quiero que sepas que hay personas muy peligrosas metidas en esto. Lo he vivido en mis propias carnes. Podría ser muy arriesgado para ti.

– Oliver, te seré sincera: me quedaría patidifusa si fuera más peligroso de lo que viví la semana pasada.

Aquel comentario lo dejó perplejo y se hizo a un lado.

Annabelle tomó a Milton del brazo.

– Vamos, Milton, pasaremos juntos un buen rato.

Reuben parecía desolado:

– ¿Y por qué Milton?

– Porque es mi pequeña fotocopiadora. -Le pellizcó la mejilla y Milton se sonrojó de inmediato-. Pero primero te buscaremos la ropa adecuada, el estilo adecuado.

– ¿Qué tiene de malo mi ropa? -preguntó Milton mientras se miraba el suéter rojo y los vaqueros, inmaculados y planchados.

– Nada -repuso ella-, salvo que no sirven para lo que necesitamos. -Señaló a Caleb-: Llama a Milton para darle el nombre de la empresa en cuanto lo averigües. -Chasqueó los dedos-. Vamos, Miltie.

Annabelle salió por la puerta a grandes zancadas. Milton, estupefacto, miró a los demás con expresión de impotencia.

– ¿Miltie? -farfulló.

– ¡Milton! -le gritó Annabelle desde fuera de la casita-. ¡Ya!

Milton salió corriendo.

– ¿Vas a dejar que se lo lleve? -le preguntó Reuben a Stone.

– ¿Y qué sugieres que haga, Reuben? -respondió Stone de forma cortante-. Esta mujer es un huracán y un terremoto a la vez.

– No lo sé, podrías… es decir… -Se desplomó en una silla-. ¡Maldita sea, ya podía tener yo una memoria fotográfica!

– Gracias a Dios que no la tienes -exclamó Caleb, indignado.

– ¿Y eso? -le preguntó Reuben acaloradamente.

– Porque entonces te llamaría «Ruby» y eso me pondría enfermo.

Capítulo 32

Esa misma tarde, en la biblioteca, Caleb envió un correo electrónico a las oficinas administrativas. Al cabo de una hora, sabía el nombre de la firma de arquitectos privada que había ayudado a reformar el edificio. Llamó a Milton para proporcionarle la información.

– ¿Qué tal con esa mujer? -le preguntó en voz baja.

– Acaba de comprarme un traje negro y una corbata llamativa y quiere cambiarme el peinado -le susurró Milton-para «darme vida».

– ¿Te ha dicho por qué?

– Todavía no. -Se calló y luego añadió-: Caleb, está tan, tan segura de sí misma que me asusta. -Milton no podía saberlo, pero había dicho una de las mayores verdades de su vida.

– Bueno, aguanta el tipo, «Miltie». -Caleb colgó, riéndose entre dientes.

A continuación, llamó a Vincent Pearl sabiendo que le saldría el contestador automático porque la librería no abría hasta última hora de la tarde. Lo cierto era que no quería hablar con Vincent, porque todavía no había decidido qué haría con la venta de la colección de Jonathan; pero, sobre todo, no sabía qué hacer con el Libro de los Salmos. Cuando se supiera de su existencia, se armaría un gran revuelo en el mundo de los libros raros. Caleb estaría en el centro de la vorágine, idea que lo aterraba e intrigaba por igual. Ser el centro de atención durante unos días no le haría daño, especialmente al ser una persona que trabajaba en el anonimato de una biblioteca.

Lo único que le impedía hacerlo público era algo que lo inquietaba. ¿Y si Jonathan había obtenido el Libro de los Salmos de forma ilegal? Tal vez eso explicara que lo guardara en secreto. Caleb no quería nada que mancillase el recuerdo de su amigo.

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