David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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Monty examinó la novela.

– ¿Te corre prisa? -preguntó con voz aguda.

– Oh, no, tienes tiempo de sobra. Todavía estamos en las primeras etapas.

Los restauradores de la talla de Monty solían trabajar en varios proyectos importantes y menos importantes a la vez. Trabajaban hasta tarde y venían algunos fines de semana para que no los interrumpieran tanto. Caleb sabía que Monty tenía un taller completamente equipado en su casa de Washington, donde realizaba algún que otro encargo externo.

– ¿Reversible? -preguntó Monty.

El protocolo estándar actual exigía que los arreglos fueran «reversibles». A finales del siglo XIX y comienzo del XX, los restauradores de libros pasaron por una etapa de «embellecimiento». Por desgracia, eso significó que muchos libros antiguos se reconstruyeran por completo; la portada original se eliminaba y las páginas se encuadernaban de nuevo en cuero labrado y brillante y, en ocasiones, con lujosos pestillos de época. Era un buen trabajo, pero destruía la integridad histórica del libro sin posibilidad de recuperarla.

– Sí-respondió Caleb-, ¿y podrías anotar cómo piensas restaurarlo? Ofreceremos esa documentación con el libro cuando lo vendamos.

Monty asintió y prosiguió con el proyecto que tenía entre manos.

Caleb se encaminó hacia la sala de lectura. Mientras iba por los túneles se echó a reír. «Miltie -dijo entre dientes-y el nuevo peinado.» Sería la última vez que se reiría en mucho tiempo.

Capítulo 33

– Regina Collins -dijo Annabelle con tono resuelto mientras entregaba la tarjeta a la mujer-. Tengo una cita con el señor Keller. -Milton y ella estaban en la recepción de Keller & Mahoney, firma de arquitectos situada en un enorme edificio de piedra arenisca rojiza cerca de la Casa Blanca. Annabelle llevaba un elegante traje pantalón negro que contrastaba con el cabello pelirrojo. Milton estaba detrás de ella, ajustándose la corbata naranja o tocándose el pelo largo que Annabelle le había recogido en una coleta.

Al cabo de unos instantes, un hombre alto de unos cincuenta años con el pelo cano y ondulado vino a su encuentro. Llevaba una camisa a rayas con monograma y las mangas subidas, y unos tirantes verdes le sujetaban los pantalones.

– ¿Señorita Collins? -preguntó. Se estrecharon la mano y ella le dio una de sus tarjetas de visita.

– Señor Keller, un placer. Gracias por recibirnos, pese a haberlo avisado con tan poca antelación. Se suponía que mi ayudante debía llamarlo antes de viajar a Francia. Baste decir que ya tengo nuevo ayudante. -Señaló a Milton-. Mi socio, Leslie Haynes.

Milton logró saludar y estrecharle la mano a Keller, aunque no se sintió muy cómodo.

– Todavía no nos hemos recuperado del desfase horario -se apresuró a decir Annabelle al percatarse de los torpes movimientos de Milton-. Solemos tomar el vuelo de la tarde, pero estaba lleno. Tuvimos que levantarnos antes del amanecer. Estamos muertos.

– No se preocupe, lo entiendo. Síganme, por favor -les dijo en tono afable.

Ya en su oficina, se sentaron junto a una mesa de reuniones.

– Sé que es un hombre ocupado, así que iré al grano. Como le indiqué cuando le llamé, soy la directora de una nueva revista arquitectónica en Europa.

Keller observó la tarjeta que Annabelle había impreso esa misma mañana.

La Balustrade. Un nombre ingenioso.

– Gracias. La empresa de publicidad empleó mucho tiempo y dinero nuestro trabajando en el concepto. Estoy segura de que lo entiende.

Keller se río.

– Oh, sí. Al principio nosotros seguimos ese camino, pero luego decidimos poner nuestros nombres a la empresa.

– Ojalá hubiésemos podido hacer lo mismo.

– Pero ¿no es francesa?

– Es una larga historia. Soy una americana desplazada que se enamoró de París mientras estudiaba en la universidad en el marco de un programa de intercambio. Me defiendo en francés, lo justo para pedir la cena, una buena botella de vino y meterme en algún que otro lío. -Dijo algunas palabras en francés.

Keller se rio.

– Me temo que yo no -dijo.

Annabelle abrió un maletín de piel que había traído consigo y extrajo una libreta.

– Bien, para el primer número queríamos publicar un artículo sobre la reforma del edificio Jeffer son, realizada por su empresa en colaboración con el arquitecto del Capitolio.

Keller asintió.

– Fue un honor para nosotros.

– Y un trabajo largo. Desde 1984 hasta 1995, ¿no?

– Ha hecho los deberes. También reformamos el edificio Adams, al otro lado de la calle, y limpiamos y restauramos los murales del edificio Jefferson. Fue mi obra principal durante diez años, se lo aseguro.

– Un trabajo excepcional. Por lo que tengo entendido, reformar la sala de lectura principal supuso un esfuerzo titánico. Había que tener en cuenta los aspectos de integridad estructural, los problemas de las vigas maestras, sobre todo por el peso de la cúpula, y he oído decir que el apuntalamiento original dejaba mucho que desear, ¿no? -Eran detalles que Milton había encontrado en Internet esa misma mañana. Annabelle había condensado cientos de páginas de información y luego estiraba esa información con tanta labia que Milton la miraba asombrado.

– Hubo retos, sí, aunque debe recordarse que el edificio se construyó hace más de cien años. Si tenemos eso en cuenta, no hicieron nada mal su trabajo.

– Admito que el redorado de la llama de la Antorcha del Conocimiento en lo más alto de la bóveda con pan de oro de veintitrés quilates y medio fue un detalle de lo más inspirado.

– Bueno, no puedo atribuirme ese mérito; pero contrasta a la perfección con la pátina del tejado.

– En cambio, sí puede atribuirse el mérito de emplear técnicas de construcción y tecnología modernas para mejorar el edificio -dijo Annabelle.

– Cierto. Durará otros cien años o más. Y, con un coste de más de ochenta millones de dólares, debería.

– Supongo que no se nos permitirá tomar fotografías de los planos, ¿no?

– Me temo que no. Medidas de seguridad y todo eso.

– Lo entiendo, pero tenía que preguntárselo. ¿Nos dejará verlos al menos? Cuando redactemos el artículo quiero transmitir todo el ingenio que su empresa aplicó al proyecto, y tener los planos delante nos ayudaría sobremanera. Nuestra revista se distribuirá en ocho países. No es que su empresa necesite publicidad, pero tampoco le hará ningún daño.

Keller sonrió.

– Me parece que el artículo nos vendrá bien. De hecho, habíamos pensado ampliar horizontes y establecernos en el extranjero.

– Entonces estamos hechos el uno para el otro -repuso Annabelle.

– ¿Les interesa alguna etapa en particular?

– En realidad, todas; pero quizá nos concentraremos en el sótano y la segunda planta, que tengo entendido que también fueron auténticos retos.

– Todo fue un reto, señorita Collins.

– Por favor, llámeme Regina. ¿Y la reconfiguración del sistema de ventilación?

– Eso fue un suplicio.

– Tengo la impresión de que el artículo será fabuloso -susurró Annabelle.

Keller descolgó el teléfono y, al cabo de unos minutos, estaban observando los planos arquitectónicos. Milton se colocó de modo que pudiera ver hasta el último milímetro de los dibujos y almacenó mentalmente todos y cada uno de los detalles en algún lugar remoto del cerebro que la mayoría de los humanos no usaba. Keller repasó varios detalles de los planos mientras Annabelle los analizaba rápidamente, tras lo cual dirigió los comentarios del arquitecto hacia la sala antiincendios del sótano, el sistema de ventilación y las cámaras de la sala de lectura de Libros Raros.

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