Erica Spindler - Frío En El Alma

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Veintitrés años antes, Anna North había sobrevivido a una pesadilla. Un loco la había secuestrado y le había cortado el dedo meñique. En la actualidad, Anna vivía en Nueva Orleans, escribiendo novelas de suspense bajo seudónimo. Por fin se sentía a salvo. Pero, súbitamente, la vida de Anna dio un giro aterrador. La novelista empezó a recibir cartas misteriosas. Una amiga suya desapareció de pronto. Allanaron su apartamento. Alguien había comenzado a acosarla…
Desesperada, Anna acudió al inspector Quentin Malone, pero el policía estaba más preocupado por los recientes asesinatos de dos mujeres en el Barrio Francés. Sin embargo, tras el hallazgo de una tercera víctima, pelirroja como Anna y con el meñique amputado, Malone comprendió que la novelista era el nexo de unión entre los asesinatos y que podía ser la siguiente víctima…

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Terry apenas podía caminar. Con la ayuda de sus hermanos, Quentin pudo meterlo en el coche. Luego le pasó a Percy las llaves del coche de Terry.

– Nos vemos allí.

– Sí. ¿Quent?

Quentin miró los vividos ojos azules de su hermano menor.

– El billete que Terry le dio a Shannon era de cincuenta.

Quentin frunció el ceño.

– Sí, lo vi.

– Es mucho dinero para tirarlo así cómo así.

– No me digas -sobre todo, para un policía que mantenía a una familia… en dos residencias distintas. A menos que ese policía aceptara sobornos.

Pero no era el caso de Terry. Quentin pondría la mano en el fuego.

– Olvídalo, Percy -Quentin vio la pregunta que se dibujaba en los ojos de su hermano y desvió la mirada-. Estoy rendido. Acabemos con esto de una vez.

El insistente grito del teléfono despertó a Quentin de un profundo sueño. Musitando una maldición, contestó.

– Malone al habla.

– Despierta y ponte en planta, cariño -dijo la agente al otro lado de la línea, arrastrando la voz-. Tienes trabajo.

Quentin masculló otra maldición. Una llamada de la comisaría a esas horas sólo podía significar una cosa.

– ¿Dónde? -consiguió decir con voz espesa y somnolienta.

– En el callejón del bar de Shannon.

La respuesta puso en marcha su cerebro de golpe. Se incorporó dando un respingo.

– ¿Has dicho el bar de Shannon?

– Eso mismo. Una mujer. Caucásica. Muerta.

Mierda.

– No tienes por qué decirlo con tanta alegría. ¿Qué eres, una especie de bruja necrófaga?

– ¿Qué quieres que te diga? Adoro mi trabajo.

Quentin consulto su reloj, calculando el tiempo que tardaría en llegar al escenario del crimen.

– ¿Has llamado ya a Landry?

– Es el siguiente.

– Déjalo de mi cuenta.

– Pues que tengas suerte.

Sí, la necesitaría. Quentin colgó y marcó el número de su compañero.

Capítulo 2

Viernes, 12 de enero

El escenario era similar a muchos otros en los que Quentin había trabajado en el transcurso de los años. Las estaciones variaban, así como el lugar, el número de muertos y la cantidad de sangre. Pero no el aura de tragedia ni el olor de la muerte.

Aquel asesinato destacaba sobre los demás únicamente porque se había producido muy cerca de casa.

Un homicidio no era, decididamente, la clase de publicidad que necesitaba el propietario de un bar. Quentin suponía que el asesinato sería noticia de primera plana. Y lo lamentaba por Shannon.

Quentin se apeó del coche. El pavimento estaba húmedo. Corría un aire frío que calaba hasta los huesos, Alzó la mirada hacia el oscuro cielo sin estrellas y se ciñó más la chaqueta.

Tras mostrar su placa al agente uniformado que vigilaba el perímetro, Quentin se agachó para pasar por debajo de la cinta amarilla.

– Sí que hace frío -comentó el agente encogiéndose en el interior de su abrigo.

Quentin no dijo nada. Se dirigió hacia el primer oficial, un novato muy amigo de su hermano Percy.

– Hola Mitch.

– Inspector -el oficial hizo oscilar el peso de su cuerpo de un pie a otro-. Caray, qué noche tan fría.

– Más que la teta de una bruja -Quentin paseó la mirada por la zona-. Soy el primero en llegar.

– Así es.

– ¿Habéis tocado algo?

– No. Sólo le hemos comprobado el pulso y hemos revisado sus documentos de identidad.

– Bien. ¿Qué es lo que tenemos?

– Una mujer. Caucásica. Según su permiso de conducir, se llamaba Nancy Kent. Parece que la violaron antes de matarla.

Quentin miró al novato.

– ¿Está en camino el médico forense?

Mitch hizo un gesto afirmativo.

– ¿Quién la encontró?

– El basurero -Mitch señaló con el pulgar el contenedor de la basura. Dos piernas sobresalían de detrás del contenedor, que tapaba el resto del cadáver. Un pie estaba descalzo y el otro tenía puesto un zapato de tacón alto.

Quentin notó que se le erizaba el vello de la nuca.

– Anoté el nombre del conductor del camión y su número -prosiguió Mitch-. Tenía que acabar su ruta. Afirmó conocer el procedimiento que se sigue en estos casos, porque ya había encontrado otro cadáver con anterioridad. Hace unos diez años.

– Voy a echar una ojeada. Cuando llegue mi compañero, mándamelo.

Quentin se acercó lentamente, inspeccionando el suelo a la izquierda y a la derecha. Finalmente, sabiendo que era inevitable, dirigió su mirada hacia la víctima. Yacía boca arriba en el pavimento, con los ojos abiertos y las piernas separadas. Tenía el vestido corto negro subido hasta las caderas y las braguitas negras rasgadas por la mitad. Su larga melena pelirroja formaba una enredada maraña encima y alrededor de su rostro, cubriéndole parcialmente la boca, abierta como si emitiera un grito silencioso.

La mujer del bar. La que había rechazado a Terry.

– Maldita sea -musitó Quentin al tiempo que exhalaba una bocanada de aliento en forma de nubecilla.

Se giró al oír un ruido de pasos. Terry se acercó, con la cara tan pálida como la del cadáver tendido en el pavimento. Se frotó las manos.

– Ese cerdo no podía haber escogido una noche más jodida para…

– Tenemos que hablar. Ahora.

Terry paseó la mirada desde Quentin hasta la víctima. Una leve exclamación escapó de sus labios, un sonido semejante al que podría emitir un animal atrapado. Volvió a mirar a su compañero.

– Oh, mierda.

– Tú lo has dicho, socio -convino Quentin sombríamente-. Y esta mierda está a punto de estallarnos en la cara.

Dos horas más tarde, Quentin llamó a la puerta abierta de la oficina de su capitana. La capitana O’Shay, castaña y de ojos penetrantes, alzó la mirada. No pareció alegrarse de verlo a una hora tan temprana. Al lado de Quentin, Terry se removía nervioso. Aquella reunión podía tener dos desenlaces: bueno o malo. La capitana O’Shay no aprobaba que sus agentes participaran en pendencias de bar… ni en altercados con mujeres que aparecían muertas a las pocas horas.

– ¿Tiene un momento? -preguntó Quentin dirigiéndole una breve sonrisa. Si con ello había pretendido desarmarla, comprendió enseguida que había malgastado sus esfuerzos. En el Cuerpo no había ningún capitán más duro que Patti O’Shay.

– Puede que tengamos un problema -dijo Quentin.

Ella frunció el ceño y les hizo un gesto para que entraran en la oficina. Miró primero a Terry y luego a Quentin.

– Tienen ustedes un aspecto lamentable.

No era el recibimiento que habían esperado.

– Anoche estuvimos en el bar de Shannon.

– Sorpresa, sorpresa -la capitana cruzó los brazos encima de la mesa-. Ahí es donde encontraron a la chica.

– Correcto. En el callejón situado detrás del bar.

– Pónganme al corriente.

– Se llamaba Nancy Kent -Terry se aclaró la garganta-. Veintiséis años. Divorciada recientemente. Al parecer, había sacado una buena tajada con el acuerdo de divorcio. Anoche estaba alardeando de ello.

Quentin prosiguió.

– El médico forense calcula que murió entre la una y media y las tres de la mañana.

La capitana O’Shay pareció digerir aquella última información..

– Eso significa que Kent fue asesinada mientras el bar aún estaba abierto, o en la hora siguiente a que se cerrara. A esas horas de la noche quedaría poca gente en el local.

– Anoche no, capitana -explicó Terry-. A la una y media la juerga aún estaba en su apogeo. Shannon tuvo que echar a los últimos a las dos. Amenazó con llamar a la policía.

– ¿Y qué hay de Shannon? -inquirió ella.

– Lo he interrogado -contestó Quentin-. Estaba muy alterado. No vio ni oyó nada. Ni tampoco Suki y Paula, las dos camareras que cerraron con él.

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