Anna notó un vuelco en el estómago.
– ¿Estás segura?
– Me has pedido mi opinión.
– Cuando dices que no es trigo limpio, quieres decir que…
– Que puede ser desde un miserable hasta un pervertido que merece estar entre rejas de por vida.
La voz de Jaye contenía una nota de amargura que consternó a Anna.
– Un espectro de posibilidades muy amplio.
– Yo no soy ninguna adivina -Jaye se encogió de hombros y le devolvió la carta-. Deberías contestarle.
Anna frunció los labios, menos segura que su joven amiga de la conveniencia de mantener aquella correspondencia.
– Yo soy una adulta. Y ella es una niña. Eso dificulta la comunicación. No quiero que sus padres me acusen de hacer algo indebido. Además, tampoco puedo preguntarle por su padre, sin más.
– Ya se te ocurrirá una manera -Jaye se limpió la boca con la servilleta-. Esa chica necesita amigos.
Anna arrugó la frente, indecisa. Una parte de ella, la parte precavida, la apremiaba a tirar la carta y olvidarse de Minnie y de sus problemas. La otra parte estaba de acuerdo con Jaye. Minnie la necesitaba. Y no podía darle la espalda a una cría necesitada.
– ¿Vas a comerte el resto del bizcocho? -preguntó Jaye interrumpiendo sus pensamientos.
– Es todo tuyo -Anna deslizó el plato por la superficie de la mesa-. Últimamente siempre tienes hambre. ¿No es Fran buena cocinera? -inquirió, refiriéndose a la madre adoptiva de Jaye.
– ¿Buena cocinera, dices? -Jaye hizo una mueca-. Es la peor cocinera del planeta, te lo juro.
Anna se echó a reír. Luego recuperó la seriedad.
– Pero es buena persona, ¿verdad?
Jaye elevó un hombro.
– Se aguanta. Cuando no está montada en su escoba o sacrificando niños y perros callejeros bajo la luna llena.
– Muy graciosa, sabihonda.
Salieron de la cafetería minutos más tarde y se dirigieron hacia el Barrio Francés.
– Bueno, ¿y cómo va todo? -quiso saber Anna.
– ¿En casa o en la escuela?
– En los dos sitios.
– En la escuela me va bien. Y en casa también.
– La próxima vez no me apabulles con tantos detalles. Estoy abrumada.
La joven esbozó una sonrisa burlona.
– ¿Eso es un sarcasmo, Anna? Eres la bomba.
Anna se echó a reír, y prosiguieron su camino por la concurrida acera, deteniéndose ocasionalmente para mirar algún escaparate. Anna disfrutaba con los aromas y las vistas del Barrio Francés, donde se mezclaban lo nuevo y lo antiguo, lo chillón y lo elegante, lo exquisito y lo repulsivo.
– Fíjate en eso -murmuró Jaye parándose delante de un escaparate. Señaló un abrigo con rayas de cebra-. ¿No te parece que es la bomba?
– Sí, lo es -asintió Anna-. ¿Quieres entrar a probártelo?
Jaye negó con la cabeza.
– Sólo si lo regalan. Además, no iría bien con mi color de pelo.
Anna la miró de soslayo.
– Por fin me estoy acostumbrando a verte pelirroja. Lo mejor es que ahora parecemos hermanas.
Jaye se sonrojó, complacida. Prosiguieron su camino. Al cabo de unos momentos, Jaye miró de reojo a Anna.
– ¿Te he hablado de ese tipejo que estuvo siguiéndome?
Anna se detuvo y miró a su amiga, alarmada.
– ¿Alguien te ha seguido?
– Sí. Pero le di esquinazo.
– ¿Cuándo fue eso? ¿Dónde?
– El otro día. Cuando volvía a casa del colegio.
– ¿Qué aspecto tenía? ¿Fue esa la única vez o ya te había seguido antes?
– No conseguí verlo bien. Pero no era más que uno de esos viejos pervertidos -Jaye se encogió de hombros-. No tiene importancia.
– Sí que la tiene. ¿Se lo dijiste a tu madre adoptiva? ¿No llamó a la…?
– Por Dios, Anna, tranquilízate. Si llego a saber que ibas a ponerte histérica, no te habría dicho nada.
Anna respiró hondo. Si insistía, Jaye dejaría de hablar del asunto. Además, era una jovencita acostumbrada a moverse por las calles, y no una inocente que se dejara engañar con facilidad por un desconocido. Incluso había vivido en la calle durante un tiempo, cosa que siempre estremecía a Anna.
– Lamento haberme alterado tanto -murmuró-. Los viejos somos así de exagerados.
– Tú no eres vieja -repuso Jaye.
– Lo bastante vieja como para insistir en que, si vuelves a ver a ese tipo, me lo digas. E iremos a la policía. ¿De acuerdo?
Jaye titubeó y luego asintió.
– De acuerdo.
El inspector Quentin Malone entró en el bar de Shannon, un local frecuentado por policías y situado en la zona del Irish Channel, y saludó en voz alta a un par de sus colegas. Para muchos habitantes de Nueva Orleans, la noche del jueves representaba el inicio de las festividades del fin de semana. Todos los bares, restaurantes y clubes de la ciudad se llenaban esa noche, y el local de Shannon no era ninguna excepción.
A sus treinta y siete años, Quentin era un veterano que llevaba dieciséis años en el Cuerpo. Provenía de una familia de policías. Su abuelo, su padre, tres tíos suyos y una tía habían sido agentes de la ley. De sus seis hermanos, sólo dos habían elegido otras carreras: Patrick, que había estudiado contabilidad; y Shauna, la hermana menor, que estudiaba arte en la universidad.
Quentin se encaminó hacia la barra para pedir una cerveza. Enseguida lo abordó la camarera, una rubia pizpireta de veintitrés años que en más de una ocasión había insinuado abiertamente su deseo de salir con él. Quentin, sin embargo, no estaba interesado en citarse con una chica de la edad de su hermana pequeña.
– Hola, Malone -la camarera le sonrió de oreja a oreja-. Hacía tiempo que no te veía.
– He estado por ahí-Quentin se inclinó para besarle la mejilla-. ¿Cómo te va, Suki?
– No puedo quejarme. Últimamente las propinas son muy generosas -Suki miró de soslayo a un grupo que se dirigía hacia una de las mesas-. Tengo que dejarte. ¿Hablamos luego?
– Claro.
Mientras se alejaba, la camarera lo miró por encima del hombro.
– John Jr. estuvo aquí. Me pidió que te dijera que llamaras a tu madre.
Quentin se echó a reír. John Jr. era el mayor de los hermanos Malone y se había nombrado a sí mismo guardián de la familia. Si algún Malone tenía problemas acudía a John Jr. Si algún hermano se peleaba con otro, acudía a John Jr. Del mismo modo, si John Jr. percibía algún problema en la familia tomaba el asunto en sus manos. Y Quentin había faltado a muchas de las cenas que su madre organizaba todos los domingos.
– Mensaje recibido, Suki. Gracias.
Quentin se acercó a la barra. Shannon, el propietario del bar, ya le había servido una jarra de cerveza.
– Invita la casa.
– Gracias, Shannon. ¿Has visto a Terry esta noche? -preguntó Quentin, refiriéndose a Terry Landry, su compañero.
– Sí, está aquí -el anciano señaló con el pulgar hacia la parte trasera del bar-. Parece un poco mosca, ¿entiendes lo que quiero decir?
Quentin asintió. Sabía perfectamente a qué se refería Shannon. Su compañero estaba atravesando una mala racha. Su esposa acababa de dejarlo, después de doce años de matrimonio, afirmando que la convivencia con él era imposible.
Quentin no dudaba que aquello fuese cierto. No resultaba fácil convivir con un policía, dada la naturaleza de su trabajo. Y Terry, con su mal carácter, era más difícil de sobrellevar que la mayoría. Sin embargo, a pesar de sus defectos, era un buen padre y un esposo fiel. Amaba a su familia y, para Quentin, eso era muy importante.
La separación había sido un golpe duro para Terry. Se sentía furioso y dolido. Echaba de menos a sus dos hijos. Bebía demasiado y dormía poco, y su comportamiento se había vuelto inestable. Trabajar con él era como andar sobre la cuerda floja.
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