«No hiciste lo que pudiste. Pudiste haber salvado a Timmy, vieja bruja. Le hiciste muchos mimos pero no moviste ni un dedo para salvarlo. Te odio».
– Volveré -la mujer le posó un beso en la frente; Harlow apenas pudo reprimir un grito-. Duerme bien, princesita. Pronto se acabará todo. Te lo prometo.
La mujer salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí. Hartow escuchó atentamente, esperando el revelador chasquido del pomo al girarse.
No se produjo.
Entreabrió los ojos. Estaba sola. Cuidadosamente, con el corazón desbocado, temiendo hacer algún ruido que alertara a la vieja, se incorporó. De inmediato la asaltó una sensación de mareo y tuvo que agarrarse al borde del jergón para sostenerse, permaneció completamente inmóvil, respirando hondo por la nariz para aclararse la cabeza.
La sensación de mareo pasó, pero Harlow siguió sin moverse. Trató de organizar sus pensamientos. Por lo que había podido averiguar a lo largo de aquellos días, la retenían en una casa pequeña y relativamente apartada. No se oía ruido de tráfico ni de gente. Nadie había llamado nunca al timbre. Por la mañana sólo llegaba el trino de los pájaros y por las noches el aullido solitario de algún coyote.
¿Y si no encontraba a nadie que pudiera ayudarla? ¿Y si se perdía? ¿Y si el mismo coyote que aullaba por las noches la encontraba y la hacía pedazos?
Debía actuar o morir, recordó temblando. Kurt pretendía matarla. Si huía, al menos tendría una posibilidad.
Una posibilidad. La única.
Harlow se bajó de la cama, tambaleándose un poco al ponerse en pie. Aun así, avanzó hasta la puerta y la entreabrió levemente. La otra habitación parecía desierta. El televisor estaba encendido, pero sin voz. Había un pitillo humeando en un cenicero situado en el brazo del sillón.
Tenía que huir ya. Y deprisa.
Harlow corrió hacia la puerta principal y, tras descorrer torpemente el cerrojo, la abrió de un tirón. Con un débil e involuntario grito, salió a la oscura noche sin estrellas. Y echó a correr, a ciegas, sollozando, por una tierra seca poblada de matorrales. De repente, apareció ante ella una desierta carretera. Harlow sintió una oleada de esperanza.
Alguien, tenía qué haber alguien que…
Mientras tales palabras se abrían paso en su mente, un coche apareció sobre la colina cercana, disipando la oscuridad con el haz de sus faros. Harlow se quedó petrificada, tiritando, demasiado débil y exhausta incluso para hacer señales con la mano. Las luces se acercaron; el conductor hizo sonar el claxon.
– Auxilio -susurró ella cayendo de rodillas-. Por favor, ayúdeme.
El vehículo se detuvo. Una de las portezuelas se abrió. Un sonido de pasos se oyó en el pavimento.
– No, Frank -suplicó una mujer-. ¿Y si…?
– Por Dios bendito, Donna, no puedo… Santo cielo, es una niña.
– ¿Una niña? -la mujer salió del coche. Harlow alzó la cabeza y la mujer contuvo el aliento-. Dios mío, fíjate en su cabello pelirrojo. Es esa pobre niña a la que están buscando. La pequeña Harlow Grail.
El hombre resopló con incredulidad, y luego con aprensión. Miró a su alrededor, como comprendiendo de repente que podían estar en peligro.
– Esto no me gusta -dijo la mujer, claramente asustada-. Vámonos de aquí.
Él estuvo de acuerdo. Recogió a Harlow con brazos fuertes pero cuidadosos.
– Tranquila, todo va a ir bien -murmuró mientras echaba a andar hacia el vehículo-. Te llevaremos a tu casa. Ahora estás a salvo.
Harlow se estremeció y se derrumbó contra él, sabiendo, sin embargo, que no volvería a sentirse a salvo nunca más.
Miércoles, 10 de enero de 2001
Nueva Orleans, Luisiana
– ¡Timmy! ¡No!
Anna se incorporó de golpe en la cama, empapada en un sudor frío, mientras sus gritos reverberaban en las paredes del dormitorio.
Con un chillido de horror, se subió las mantas hasta la barbilla y miró en torno frenéticamente. Cuando se quedó dormida, la lamparilla de noche había estado encendida. Nunca dormía con la luz apagada. Sin embargo, el cuarto estaba a oscuras. Las sombras de los rincones se mofaban de ella, negras y profundas. ¿Qué contenían aquellas sombras? ¿Qué ocultaban? ¿A quién?
Kurt. Había vuelto. Para acabar lo que había empezado veintitrés años antes. Para castigarla por haber huido. Por estropear sus planes.
«Vamos allá».
Anna salió de la cama con un grito. Corrió desde el dormitorio hasta el cuarto de baño, situado en el otro extremo del pasillo. Luego, arrodillándose frente al inodoro, alzó la tapa y vomitó. Siguió dando arcadas hasta que no le quedó nada que expulsar, salvo los recuerdos.
Arrancó un trozo de papel higiénico y, tras limpiarse la boca, lo arrojó en el inodoro y tiró de la cadena. Le dolía la mano derecha. Le quemaba, como si Kurt acabara de cortarle el dedo meñique para enviárselo a sus padres como advertencia.
Pero de aquello hacía toda una vida, recordó. En aquella época era apenas una niña, Harlow Anastasia Grail, la princesita de Hollywood.
Girándose, Anna se acercó al lavabo y abrió el grifo. A continuación se enjuagó la cara con abundante agua fría, intentando sacudirse los vestigios de la pesadilla.
Se encontraba a salvo, en su apartamento. Había cortado todos los lazos con su pasado, excepción hecha de sus padres. Ninguno de sus amigos o colegas sabía quién era en realidad. Ni siquiera su editor y su agente literario conocían su verdadera identidad. Ahora era Anna North. Lo había sido desde hacía doce años.
Aunque Kurt volviera para buscarla, no podría dar con ella.
Anna musitó una maldición y cerró el grifo. Luego agarró la toalla y se secó la cara. Kurt no regresaría para buscarla. Habían pasado veintitrés años, por Dios santo. El FBI había asegurado que el hombre llamado Kurt ya no podía amenazarla. Creían que había conseguido cruzar la frontera de México. El hallazgo del cadáver de Mónica en un pueblo fronterizo de Baja California, seis días después de la huida de Harlow, apoyaba tal hipótesis.
Asqueada de sí misma, Anna soltó la toalla junto al lavabo. ¿Cuándo iba a superar aquello? ¿Cuántos años tendrían que pasar hasta que fuese capaz de dormir con la luz apagada? ¿Hasta que las pesadillas no la despertaran, noche tras noche?
Ojalá hubiesen detenido a Kurt. Así Anna podría haberse olvidado del asunto, en lugar de preguntarse continuamente si seguiría acordándose de ella. Con su huida, había dado al traste con la entrega del rescate. ¿La odiaría Kurt por ello? ¿Estaría esperando la ocasión de vengarse de ella por haber estropeado su oportunidad de ser rico?
Anna se miró en el espejo, con expresión feroz. No podía controlar las pesadillas, pero sí todos los demás aspectos de su vida. Y no estaba dispuesta a pasar los días y las noches huyendo de las sombras.
Regresó al dormitorio, sacó unos pantalones cortos del cajón de la cómoda y se los puso. Ya que no podía dormir, decidió trabajar. Llevaba tiempo dándole vueltas a una nueva historia y aquel parecía un buen momento para empezarla. Pero antes, decidió, tomaría café.
Se dirigió a la cocina, deteniéndose un momento en su «despacho», un escritorio situado en un rincón de la sala de estar, para encender el ordenador. Luego pasó junto a la puerta principal. Por puro hábito, se detuvo para comprobar el cerrojo.
Mientras alargaba la mano hacia la cerradura, alguien llamó a la puerta. Anna dio un salto hacia atrás, emitiendo un leve grito.
– ¡Anna! Soy Bill…
– Y yo, Dalton.
– ¿Te encuentras bien?
Bill Friends y Dalton Ramsey, sus vecinos y también sus mejores amigos. Gracias a Dios.
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