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James Patterson: Luna De Miel

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James Patterson Luna De Miel

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Hermosa, elegante, inteligente y seductora… la mujer con la que todo hombre sueña, amante y compañera perfecta. Y también, despiadada asesina. Nora Sinclair ha conseguido triunfar en el selecto mundo de la alta decoración. Su maestría sólo rivaliza con su capacidad para elegir a hombres: famosos, políticos, estrellas de cine, atractivos y con suculentas cuentas bancarias. Acaba de encontrar una nueva presa: un joven escritor de best-sellers enamorado de ella. Desearía dejarlo con vida, llevar una existencia normal, pero ha vuelto a escuchar la voz que la impulsa a convertirlo en víctima. El FBI lleva tiempo detrás de esta viuda negra. Pero siempre un paso por delante de ellos. Sin embargo, el agente John O’Hara está dispuesto a hacer todo lo que esté en su mano para reunir las pruebas que permitan detenerla. Pulso a muerte entre una mujer fascinante y carente de escrúpulos, y un hombre decidido a meterse en el nido de la víbora para cazarla.

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Cuando la enfermera abrió la puerta, vi a una mujer muy anciana recostada en la cama. Estaba leyendo una novela y no levantó los ojos del libro cuando los tres entramos en su habitación.

– Hola, Olivia. Estas son las personas de las que le hablé -dijo Emily con voz alta y clara.

Olivia levantó la mirada.

– Ah, hola -dijo-. Me gusta leer.

– Sí, a Olivia le gusta leer. -Emily asintió y esbozó una sonrisa con la comisura de los labios. Luego se volvió para dirigirse a Susan y a mí-. Durante mucho tiempo, Olivia nos ha tenido engañados sobre su verdadero estado. Utilizaba toda clase de trucos para hacernos creer que estaba mucho peor de lo que realmente está. Una vez, cuando Nora estaba aquí, simuló un ataque de epilepsia porque su hija iba a confesarle algo que no debía, y Olivia sabía que grabamos todas las visitas de los pacientes. Olivia es una excelente actriz. ¿No es cierto, querida?

Olivia nos miraba a Susan y a mí, pero había escuchado lo que decía la enfermera.

– Supongo que sí.

– En fin, de todos modos estamos dispuestos a permitir que Olivia se quede aquí, en Pine Woods. Y ella ha accedido a colaborar con ustedes.

Olivia asintió, todavía con la mirada puesta en Susan y en mí.

– Voy a colaborar -dijo en un susurro-. ¿Acaso tengo elección?

Llegado este punto, Olivia dejó la novela y se levantó de la cama. Mientras se dirigía al armario, Emily siguió hablando.

– Cada vez que Nora venía de visita, le traía una novela a su madre, aunque creía que en realidad Olivia no era capaz de leer.

Olivia buscó dentro del armario y luego sacó una caja de cartón llena de libros, que también incluía algunos sobres y envoltorios.

– Hace un par de semanas, Nora dejó de venir, pero entonces empezaron a llegar paquetes a nombre de Olivia. Eran de Nora. En uno de ellos incluso había una nota -dijo Emily.

Estaba emocionado. ¡Paquetes! Seguramente, sería cuestión de seguir el rastro de su procedencia. ¿Había sido Nora lo bastante tonta como para incluir la dirección del remitente? Eso habría sido demasiado bonito para ser cierto. Y en efecto, lo era. Emily nos explicó que no había nada en los paquetes que revelara ningún dato sobre el paradero de Nora.

– Ningún remitente. Ningún matasellos o marca en especial. -Se volvió hacia Olivia-. Por favor, dele al agente O’Hara la nota que recibió.

La cogí, la desdoblé y leí en voz alta.

– «Querida mamá, siento no poder visitarte. Espero que te guste el libro. Te quiero mucho, tu hija, Nora.»

Volví a leer la nota y luego sacudí la cabeza.

– ¿Qué tiene esto de especial?

Susan me lo aclaró:

– Todo. A pesar de lo cuidadosa que ha sido Nora, no lo ha sido lo suficiente.

Miró a Emily.

Yo miré a Emily.

Al fin, Emily explicó lo que obviamente ya le había dicho a Susan.

– Observe el papel más de cerca, agente O’Hara. Aproxímelo a la luz -dijo-. ¿Lo ve? En la esquina inferior derecha.

Acerqué el papel a la ventana y miré atentamente.

– Dios santo.

El papel tenía una cenefa.

Miré a las tres mujeres… y entonces vi que Olivia Sinclair se había echado a llorar.

– Es tan buena hija… Tan cariñosa…

111

Nora se paseaba por la terraza privada bajo el sol de la tarde, con sólo la parte inferior de un biquini azul pálido y una brillante sonrisa. Bebió un sorbo de una botella de Evian y luego la presionó contra su mejilla. Nunca se cansaría de contemplar la playa de Baie Longue, con su deslumbrante arena blanca y el modo en que ésta parecía desvanecerse en las aguas color turquesa del Caribe. Ni ella misma habría elegido mejor las texturas y los colores.

La Samanna, en la isla de Saint-Martin, disfrutaba de merecida fama como complejo turístico exclusivo y aislado. Lo que más le interesaba a Nora era estar aislada. Durante el día, tras sus gafas de sol Chanel, era una acaudalada mujer de la alta sociedad que holgazaneaba junto a la piscina. Durante la noche… En fin, después del modo en que ella y Jordan hacían subir la temperatura del dormitorio, la cena siempre era cortesía del servicio de habitaciones.

De hecho, durante varios días no salieron de su refugio, como una pareja de luna de miel. Afortunadamente, el servicio de habitaciones de La Samanna también disponía de un buen menú para el desayuno y la comida.

– Cariño, ¿qué prefieres hoy, Duval-Leroy o Dom Perignon? -gritó Jordan desde el dormitorio.

Decisiones, siempre decisiones…

– Elige tú por los dos, cielo -dijo Nora.

Jordan Mauch, magnate del negocio inmobiliario de Dallas, había nacido para decidir. La decisión que le había hecho ganar más dinero fue la de apostar antes que nadie por Scottsdale, Arizona, como el próximo Palm Beach oeste. En cuanto a la última, había afectado a su vida personal. ¡Qué gran idea había tenido al contratar a Nora Sinclair para decorar su nueva casa de las afueras de Austin, y recompensarla luego con un viaje al Caribe!

Volvió a llamarla desde el interior del dormitorio tras encargar la comida.

– Cariño, ¿te das cuenta de que estás ahí fuera medio desnuda?

Nora replicó, medio en broma:

– Intento borrar las marcas de mi bronceado. -Escuchó cómo él se reía-. Además, estamos en la parte francesa de la isla, cielo -dijo.

Unos días antes, ella y Jordan habían puesto rumbo a la playa virgen de Orient Point, pasando por Grand Case. De haber podido elegir, Nora se hubiera desnudado y quedado allí mismo, sin hacer nada de nada. Pero Jordan no. Esta era una costumbre local de la que él no tenía ninguna intención de participar. Nora ni siquiera intentó proponérselo: ya había comprendido que los hombres muy ricos con cuentas en paraísos fiscales nunca se quitaban la ropa en público. Sin lugar a dudas, tendría algo que ver con la protección de sus atributos.

Nora volvió al interior del chalé y se cubrió con una de las suaves y blancas batas del hotel. Sintió el tacto sedoso contra su piel. Se metió en la cama junto a Jordan y se arrimó a su ancho pecho.

Pero había un problema: no podía quitarse a John O’Hara de la cabeza. Su olor, su sabor, el modo en que parecía haberse metido dentro de ella como ningún hombre que hubiera conocido hasta entonces…

Y eso le irritaba. No quería tener esos pensamientos, no quería estar entre los brazos de Jordan Mauch o de cualquier otro y encontrarse pensando en O’Hara. Era demasiado doloroso. «¿Qué demonios me está pasando? Yo nunca me enamoro.»

– La Tierra llamando a Nora… -dijo Jordan.

Al instante, ésta cambió su expresión abstraída.

– Lo siento, cielo -dijo-. Sólo estaba pensando en lo perfecto que es todo.

Él sonrió.

– Otro día en el paraíso.

Mientras se besaban, fueron interrumpidos por alguien que llamaba a la puerta. La comida estaba lista. Jordan se levantó de la cama y abrió.

– Gracias -dijo mientras los camareros del servicio de habitaciones arrastraban su larga mesa.

Llevaban su habitual calzado náutico con pantalones cortos, camisas de lino y grandes sombreros de paja.

De repente, se quitaron los sombreros.

– Hola, Nora. Ya te dije que volveríamos a vernos -dijo O’Hara.

– ¡Ni te atrevas a hablar con ella! -interrumpió Susan. Empuñaba su pistola y apuntaba a Nora, que estaba en la cama-. ¡Quedas arrestada, zorra!

Se volvió hacia Jordan Mauch.

– Y usted… usted es el hombre más afortunado del mundo.

112

Aquella tarde sucedió un hecho agradable e inesperado: tenía tiempo libre e iba a pasarlo con Susan. Sabiamente, decidimos ver qué tal estaba la larga, amplia y resplandeciente playa de arena blanca de La Samanna. Incluso se distinguían los restos de un antiguo naufragio, un poco más abajo de la costa.

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