James Patterson - Luna De Miel

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Hermosa, elegante, inteligente y seductora… la mujer con la que todo hombre sueña, amante y compañera perfecta. Y también, despiadada asesina. Nora Sinclair ha conseguido triunfar en el selecto mundo de la alta decoración. Su maestría sólo rivaliza con su capacidad para elegir a hombres: famosos, políticos, estrellas de cine, atractivos y con suculentas cuentas bancarias. Acaba de encontrar una nueva presa: un joven escritor de best-sellers enamorado de ella. Desearía dejarlo con vida, llevar una existencia normal, pero ha vuelto a escuchar la voz que la impulsa a convertirlo en víctima. El FBI lleva tiempo detrás de esta viuda negra. Pero siempre un paso por delante de ellos. Sin embargo, el agente John O’Hara está dispuesto a hacer todo lo que esté en su mano para reunir las pruebas que permitan detenerla. Pulso a muerte entre una mujer fascinante y carente de escrúpulos, y un hombre decidido a meterse en el nido de la víbora para cazarla.

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105

El resto de la comisión disciplinaria se había marchado y sólo quedábamos nosotros tres: Walsh, la grabadora y yo. Todo estaba muy silencioso. Durante veinte segundos, quizá treinta, se limitó a mirarme.

– ¿Se supone que debo decir algo? -pregunté.

Negó con la cabeza.

– No.

– ¿Se supone que usted debe decir algo?

– Seguramente no. Pero de todas formas voy a hacerte una pregunta. -Se recostó en su silla y cruzó los brazos delante del pecho. Tenía los ojos clavados en los míos-. Voy a recibir una llamada de arriba, ¿verdad?

Era un hombre muy extraño.

– ¿Qué le hace pensar eso?

– Digamos que es un presentimiento -dijo con un lento cabeceo-. Eres demasiado listo para ser tan estúpido.

– Supongo que he recibido cumplidos peores.

No hizo caso de mi sarcasmo.

– Te han pillado en bragas, y nunca mejor dicho, pero algo me dice que todavía tienes las espaldas cubiertas.

No contesté enseguida. Quería ver si continuaba hablando y tal vez me revelaba la fuente de su «presentimiento». Pero no fue así.

– Estoy impresionado, Frank.

– No lo estés -dijo-. Lo llevas todo escrito en la cara.

– Recuérdeme que nunca juegue al póquer con usted.

– Aún puedo hacer que esto sea extremadamente duro para ti.

– Soy consciente de ello.

– Nada puede cambiar lo que hiciste, hasta qué punto la cagaste.

– De eso también soy muy consciente.

Cerró su carpeta.

– Puedes irte. -Me puse en pie-. Ah, otra cosa, O’Hara.

– ¿Qué? -pregunté.

– Lo sé todo sobre tu otra misión. Lo supe desde el principio. Estoy en el ajo. Sé que eres el Turista.

106

Cuando entré en el despacho de Susan unos minutos más tarde, ésta estaba de pie junto a la ventana contemplando la llovizna de aquella tarde nublada. No era difícil darse cuenta del simbolismo de su postura, de espaldas a mí.

– ¿Cómo ha ido de mal? -preguntó sin darse la vuelta.

– Mucho, la verdad.

– ¿Del uno al diez?

– Dieciocho o diecinueve.

– No, en serio.

– Un nueve, quizá -dije-. No sabré nada hasta dentro de una semana.

– ¿Y hasta entonces?

– Me encadenarán las piernas a la mesa de mi despacho.

– En realidad, deberían encadenarte otra cosa.

– Para tu información, es la segunda broma sobre mi polla que me hacen hoy.

– ¿Y qué esperabas?

– No lo sé, pero me gustaría no tener que conversar con tu espalda.

Susan se volvió. Era una mujer dura de roer y casi siempre implacable, pero en aquel momento nadie lo hubiera dicho, a juzgar por la expresión de su rostro. Su preocupación y decepción eran evidentes.

– Me has hecho quedar mal, John.

– Lo sé -dije enseguida.

Demasiado deprisa.

– No, quiero decir realmente mal.

Bajé la mirada durante largo rato.

– Lo siento -dije en voz baja.

– Mierda, sabías que, para empezar, trabajar en esto a través de mi departamento ya suponía violar las reglas.

No respondí. Conociendo a Susan como la conocía, sabía que intentaba sacar a la superficie toda su ira, frustración y desengaño. Imaginé que necesitaría soltar un buen grito antes de poder moverse.

– ¡Maldita sea, John, no entiendo cómo has podido ser tan jodidamente idiota!

Ahí estaba.

Cuando los cimientos del edificio dejaron de temblar, recobró la calma y la compostura habituales en ella. Había una asesina en serie que todavía andaba suelta y era necesario atraparla. Por desgracia, los informes presentados se mostraban poco optimistas: Nora parecía haberse evaporado.

– ¿Y nuestra gente de las islas Caimán? -pregunté.

– Nada -dijo Susan-. Ni en el Caribe, ni en Briarcliff Manor, ni en su apartamento de la ciudad ni en los puntos intermedios; nadie la ha visto en ningún sitio.

– Dios, ¿dónde estará?

– Es la pregunta del millón. -Susan bajó la mirada hacia un trozo de papel que había en su mesa y donde estaba garabateada la suma de dinero congelado en la cuenta de Nora-. O, más bien, la pregunta de los dieciocho millones cuatrocientos veintiséis mil dólares.

Era una cifra asombrosa.

– Lo que me recuerda una cosa -dije-. ¿Qué hay del abogado financiero, Keppler?

– ¿Al que pusiste contra las cuerdas?

– Prefiero decir que me lo camelé.

– Sea como sea, Nora no se ha puesto en contacto con él.

– Tal vez podría hacerle otra visita a ese tipo y…

Me interrumpió.

– Estás encadenado a tu despacho, ¿recuerdas? Y quién sabe lo que va a ocurrirte después. -Dibujó una leve sonrisa-. Aunque, mirándolo desde el lado positivo, si te suspenden temporalmente quizá puedas pasar más tiempo con tus hijos.

– No lo sé -dije-. Dependerá de que su madre me deje.

Susan volvió a girarse y miró por la ventana.

– ¿Sabes? Si fueras tan buen marido como padre, nunca nos habríamos separado.

107

Siempre fui un desastre a la hora de no hacer nada. Y ahora era lo que se esperaba que hiciera durante un período indefinido. Después de pasar dos días encadenado a mi mesa, ya me había vuelto loco. Había papeleo que rellenar, pero no lo hacía. Sólo era capaz de contemplar el sombrío y grisáceo centro de Nueva York a través de la ventana del despacho. Y hacerme preguntas.

«¿Dónde diablos está?»

Los informes presentados eran cortos y poco favorables: no había señales de Nora en ninguna parte. Ni rastro. ¿Cómo diablos podía haber desaparecido?

La rutina era exasperante. Sonaba el teléfono de mi despacho, escuchaba los últimos datos y colgaba. El sentimiento de frustración me consumía, Llevaba un cartel muy claro colgado a la espalda: «¡Peligro! Material sometido a alta presión».

El teléfono sonó otra vez. Descolgué y me preparé para más de lo mismo.

– O’Hara -dije. El silencio por respuesta-. ¿Diga? -Nada-. ¿Hay alguien ahí?

– Te he echado de menos -dijo en voz baja. Me levanté de un salto-. Bueno, ¿es que no vas a decir nada? -preguntó Nora-. Y tú a mí, ¿me has echado de menos? ¿Ni siquiera en la cama? ¿Ni siquiera eso?

Estuve a punto de contestar, y ya había abierto la boca para soltarle una violenta perorata… pero me contuve. Necesitaba que Nora siguiera hablando. Pulsé la tecla de grabar de mi teléfono, seguido del botón para localizar la llamada. Respiré hondo.

– ¿Cómo estás, Nora?

Se rió.

– Oh, vamos, grítame al menos. Sabía que no eras de los que se dejan atrapar.

– ¿Te refieres a Craig Reynolds?

– No irás a esconderte detrás del Agente de Seguros, ¿verdad?

– Ese hombre no era real. Nada de todo eso lo era, Nora.

– Pero te gustaría que lo hubiera sido. Ahora mismo, estás hecho un lío. No sabes si lo que quieres es follarme o matarme.

– Eso lo tengo bastante claro -dije.

– Es tu orgullo herido el que habla -dijo-. Y hablando de heridas, ¿cómo te encuentras? La última noche no tenías muy buen aspecto.

– Gracias a ti.

– Te diré una cosa, O’Hara. Duele saber que nunca volveremos a vernos.

– Yo no estaría tan seguro de eso -mascullé entre dientes-. Créeme: te encontraré.

– Qué palabra tan graciosa, ¿verdad? «Creer.» Me imagino que últimamente tu mujer no la pronuncia demasiado. Vaya, odio pensar que tu matrimonio se haya roto por mi culpa.

– Puedes quedarte tranquila, llegaste un poco tarde para eso. Hace dos años que estamos divorciados.

– ¿De veras? Así que estás disponible, O’Hara…

Miré mi reloj. Llevábamos más de un minuto hablando. «Continúa así, O’Hara.» Cambié de tema.

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