– ¿Acaso no confías en mí?
– Sólo preguntaba.
– Claro. -Hizo una pausa-. Tenía razón, por cierto.
– ¿Sobre qué?
– Realmente te molesta no tener el control.
Un minuto después se acabó el suelo asfaltado, pero nosotros seguimos adelante. Bajo las ruedas no había más que tierra y grava, y el camino se hizo aún más estrecho. El descapotable dio una horrible sacudida y, mientras se zarandeaba, miré a Nora de reojo.
– Falta poco -dijo con su inmutable sonrisa.
En efecto, al cabo de unos diez metros llegamos a un claro. Intenté distinguir la silueta que tenía ante mí: era una especie de casita y, detrás, había un lago o un estanque. Nora se detuvo cerca de la escalera de entrada, donde aparcó.
– ¿No es increíblemente romántico?
– ¿De quién es esto? -pregunté.
– Mío.
Observé la cabaña. Mis ojos empezaban a adaptarse y, con ayuda de los potentes faros del Mercedes, pude distinguir los largos y gruesos troncos que constituían la estructura. Era rústico pero estaba bien conservado; sin embargo, nunca hubiera dicho que Nora poseía un lugar como aquél.
– ¡Sorpresa! -dijo-. Es una bonita sorpresa, ¿no? ¿No te gusta mi casita del lago?
– Claro. ¿Cómo no iba a gustarme?
Apagó el motor y salimos del coche. Sí, era un hermoso lugar, casi perfecto. Pero ¿para qué?
– No he traído el cepillo de dientes.
– No te preocupes, lo tengo todo controlado. Incluso a ti te tengo controlado, Craig.
Pulsó el mando a distancia y el maletero del coche se abrió al instante. Hasta el más mínimo espacio de carga que ofrecía el descapotable estaba aprovechado: no quedaba ni un centímetro cuadrado libre.
– Has venido preparada -dije, mientras miraba una bolsa y una nevera portátil.
«¿Preparada para qué?»
– Llevo todo lo necesario para una fantástica cena tardía. Además de algunas chucherías… incluido, sí señor, un cepillo de dientes de emergencia para ti. Así que, ¿qué esperas?
«Poder marcharme», quise responder.
Cogí la bolsa y la nevera portátil y ambos subimos unos cuantos viejos peldaños de madera. Una vez dentro, sacudí la cabeza y sonreí. Desde el exterior, la cabaña parecía la casa donde podría haber vivido Abraham Lincoln de niño. Por dentro, parecía sacada de una revista de decoración. Debería haberlo adivinado.
– Este sitio perteneció a un antiguo cliente -dijo Nora mientras desempaquetábamos la comida-. Yo sabía que le había gustado la forma en que lo decoré, pero me sorprendió que me lo dejara a mí. -Se acercó y me rodeó con sus brazos. Como siempre, su olor embriagaba mis sentidos y su tacto era aún mejor-. Pero ya basta de hablar del pasado. Hablemos del futuro; como, por ejemplo, sobre qué deberíamos hacer primero: ¿sexo o cena?
– Mmm… es una decisión difícil -dije muy serio.
Por supuesto, se suponía que no lo era. Ella lo sabía y yo también. Lo que ella ignoraba era que lo decía muy en serio. Tarde o temprano, el sexo tenía que terminar.
«No puedes seguir haciendo esto, O’Hara.»
Era más fácil decirlo que hacerlo. Su cuerpo estaba pegado al mío. Las ideas se agolpaban en mi cabeza y la tentación era difícil de resistir.
– Creerás que estoy loco, pero no he comido nada desde esta mañana -dije.
– De acuerdo, estás loco, pero cenaremos primero. Sólo hay un pequeño problema.
– ¿De qué se trata?
Se volvió y miró la cocina. Funcionaba con leña, pero allí no había ningún tronco.
– Afuera, en la parte de atrás. Está a unos cinco metros de la cabaña. ¿Podrías hacer los honores?
Cogí una linterna de la estantería que había frente a la puerta de entrada y me dirigí adonde se apilaba la leña. La luz de la linterna no bastaba para iluminarme, estaba muy oscuro. No me asusto fácilmente, pero al oír un crujido entre los arbustos no me acordé precisamente de Bambi.«¿Dónde diablos estará la leña? ¿Por qué tengo que estar aquí fuera?»
Por fin la encontré. Apilé en mis brazos algunos troncos, suficientes para pasar la noche, y me dirigí hacia la cabaña. De nuevo tuve miedo. Tal vez era el viejo que había visto en la gasolinera del pueblo. Fuera lo que fuese, no pude evitar volver a pensar en mi padre. «Las cosas no siempre son lo que parecen.»
Volví cargado de leña y encendimos los fogones. Luego pregunté a Nora qué más podía hacer para ayudar.
– Absolutamente nada -dijo, y me besó en la mejilla-. A partir de ahora yo asumo el mando.
Dejé a Nora en la pequeña cocina y me relajé en el sofá de la salita con lo único que había allí para leer: una revista de pesca de hacía cuatro años. Cuando estaba a la mitad de un mortífero artículo sobre la pesca del salmón en Sheen Falls Lodge, Irlanda, Nora gritó: «¡La cena está servida!».
Volví a la cocina y me senté frente a unas ostras salteadas con arroz salvaje y una ensalada con varios tipos de lechuga. Para beber, una botella de Pinot Grigio. Una cena digna de la revista Gourmet. Nora levantó su copa y brindó.
– Por una noche memorable.
– Por una noche memorable -repetí.
Entrechocamos las copas y empezamos a comer. Me preguntó qué había estado leyendo y le hablé del artículo sobre el salmón.
– ¿Te gusta pescar? -preguntó.
– Me encanta. -Le dije una mentirijilla inocente, que luego me encontré desarrollando con todo detalle. Así era mí relación con Nora-. Deja que te lo explique: cuando al fin sacas a ese enorme pez del agua, al que tanto has esperado, ese momento hace que todo valga la pena.
– ¿Adónde te gusta ir?
– Mmm… en esta misma zona se encuentran buenos lagos y ríos. Créeme, puedes coger uno de los gordos por aquí cerca. Pero no hay nada comparable con las islas: Jamaica, Saint Thomas, las Caimán… supongo que habrás estado por allí.
– Pues sí. La verdad es que estuve en las islas Caimán no hace mucho.
– ¿De vacaciones?
– Un pequeño viaje de negocios.
– Ah, ¿sí?
– Estuve decorando la casa de la playa de un banquero. Un magnífico lugar junto al mar.
– Muy interesante -dije, asintiendo. Pinché otra ostra-. Por cierto, esto está delicioso.
– Me alegro. -Tendió la mano y la puso encima de la mía-. ¿Te lo estás pasando bien?
– Muy bien.
– Estupendo, porque estaba un poco preocupada… por lo que has dicho antes sobre el hecho de que yo fuese tu clienta.
– Me refería a las circunstancias -dije-. Admitámoslo: de no ser por la muerte de Connor, no estaríamos aquí.
– Eso es cierto, no puedo negarlo. Pero…
Su voz se apagó.
– ¿Qué ibas a decir?
– Algo que seguramente no debería.
– No pasa nada -le dije. Miré a nuestro alrededor y sonreí-. Aquí no hay nadie más que nosotros.
Ella me devolvió una media sonrisa.
– No quiero parecer insensible, pero si algo he aprendido en mi profesión es que uno se puede enamorar de varias casas a la vez. ¿Acaso es ingenuo pensar que se puede aplicar lo mismo a las personas?
La miré profundamente a los ojos. ¿Adónde quería ir a parar? ¿Qué estaba intentando decirme?
– ¿Se trata de eso, Nora? ¿De amor?
Me sostuvo la mirada.
– Creo que sí -dijo-. Creo que me estoy enamorando de ti. ¿Es eso malo?
Al oírla pronunciar esas palabras, tuve que tragar saliva. Y entonces fue como si todo lo extraño que rodeaba a esa noche explotara en mi interior: de repente, me encontraba mal. ¿Era mi reacción ante lo que ella había dicho?
«Mantente firme, O’Hara.»
Me acordé de lo que había ocurrido la última vez que ella había cocinado para mí. ¿Cómo iba a quejarme ahora de que el marisco estaba en mal estado? Así que no dije nada, con la esperanza de que se me pasara el malestar. Se me tenía que pasar. Pero no fue así.
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